Entre el desplome del Comunismo y la crisis del Capitalismo hemos vivido una época de transición cargada de palabras soslayadas, cuando no directamente adulteradas. “Capitalismo”, por ejemplo, es una de ellas. Durante estos años, apenas un par de décadas en la Historia, se han impuesto términos como Era Global, Mundialización, Sociedades Posthistóricas, Economías de Mercado o el inefable Mundo Libre, cuyo advenimiento parecía definitivo tras el derribo del Muro de Berlín y que, en realidad, remite mucho más a la época de la Guerra Fría y de Radio Europa Libre que a la Era digital y a la expansión de Internet. El caso es que todos esos parámetros parecieron válidos para mitigar los efectos de un vocablo demasiado estridente para la música lisérgica del fin de la historia que había compuesto Fukuyama.
Si innombrable fue la palabra “Capitalismo”, “Comunismo” no fue mucho más pronunciable que dijéramos. Puesto que el llamado Socialismo Real había quedado bajo los escombros del Muro -y de la propia historia represiva de su configuración estatal-, buena parte de las alternativas críticas de la izquierda prefirieron esquivar la palabra maldita. De ahí calificaciones como Antisistema, Antiglobalización y un largo anti-todo hasta arribar al estatuto reciente de indignados.
Bajo esa variedad semántica, han encontrado cobijo el comunismo primitivo y la democracia participativa, el socialismo utópico y la autogestión colectiva, las pulsiones igualitarias y, no hay que olvidarlo en ningún caso, algunas posibilidades totalitarias.
En medio de esta profusión de términos inasibles, las sociedades occidentales han conseguido reproducir a nivel doméstico lo que hace un par de décadas se concebía como un conflicto geopolítico. Acaso estamos viviendo el desplazamiento de la Guerra Fría hacia un terreno semántico “familiar”, encargado de describir esa circunstancia en la cual ni el Estado puede realizar su dominio en la sociedad, ni la sociedad quiere realizar su alternativa en el Estado. Cada parte juega en su campo, y su punto de encuentro no son las instituciones políticas sino un Mercado que ha roto su binomio con la democracia como el tándem idóneo del liberalismo. Un Mercado que es “salvado”, pero no intervenido, por sus garantes; y es “usado”, pero no demolido, por sus críticos.
En Europa –que hoy puede ser definida, por contracción, como el territorio del Euro–, las recientes intervenciones de Irlanda, Portugal, Grecia, Chipre o España por parte de un organismo supranacional muy parecido a Alemania, nos hablan de una estrategia dibujada para que esos Estados funcionen como la bisagra perfecta de su propio suicidio.
Tales intervenciones han resuelto de un plumazo el antiguo conflicto entre Estado y Mercado. Y si hasta hace muy poco era posible alistarse en el Estado regulador (en la línea de Keynes) o en el Mercado des-regulador (a la manera de un Friedman), ahora estamos situados en el punto de éxtasis de un Mercado que regula al Estado, asumiendo parte de sus funciones, para devorarlo más tarde. (Y aprovechando, de paso, todas y cada una de sus agencias, incluidas las represivas). Un Estado que ejerce, en fin, como notario de su propia caída.
A esas intervenciones se les llama “rescate”, “medidas de cohesión” o, directamente, “salvaciones”. Como a Europa le llamamos “La Zona Euro”, nombre que parece surgido de un mix entre Andrei Tarkovsky y un capítulo de Lost. Frases todas por las que, en el futuro, tal vez esta época sea conocida como la Era de la Eufemocracia.
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