Dos noticias recientes han vuelto a poner sobre la mesa el poder omnímodo de la narcocracia: la publicación del libro Cero, cero, cero, de Roberto Saviano, y la captura del Chapo Guzmán.
El libro de Saviano es una investigación minuciosa que explora la ubicuidad de la cocaína, su invasión en cualquier ámbito o estrato social: el antro y el parlamento, la medicina y el deporte, la escuela y el ejército, el periodismo y la psiquiatría. Ubicuo era asimismo el poder de Guzmán, capo máximo del narcotráfico capturado en México, quien, con la misma naturalidad que compró magistrados y políticos, llegó a hacerse un hueco en las listas de la revista Forbes, que lo colocó entre los hombres más ricos del mundo, y en las de Foreign Policy, que lo situó entre los más poderosos.
Como aquello que intenta definir, el uso del término narcocracia no ha dejado de aumentar en las últimas décadas. Al principio, empezó por aplicarse a una actividad concreta (el tráfico de drogas) y la mayoría de las veces acabó por vincularse a un país (México). Algo relativamente obvio, pues no puede negarse que la narcocracia es un poder que emana del tráfico de estupefacientes ni que en un país con las dimensiones de México este fenómeno ha atravesado –por tierra, mar y aire- toda la sociedad. En ese país -fronterizo con Estados Unidos, primer receptor de droga a nivel mundial- se ha extendido igualmente una narcocultura con arraigo diverso en la música, el cine, la literatura, los cómics, el arte, el periodismo, las telenovelas e incluso en algunos rituales vinculados a las ejecuciones. Yuri Herrera o Julián Herbert, Lolita Bosch o Sergio González Rodríguez, Teresa Margolles o Elmer Mendoza han dado cuenta de este fenómeno en discos y ensayos, novelas y crónicas, obras de arte y reportajes, blogs o iniciativas ciudadanas con el propósito de enfrentarlo. Más allá de México, Santiago Gamboa o Don Winslow, Quentin Tarantino o David Simmons, The Wire y Breaking Bad, Stephen Desberg y Stephen Soderbergh han desvelado las aristas de un mundo que es ya el mundo: no hay frontera que se le haya resistido.
Hoy se habla de narcoliteratura y narcoguerrillas, de narcopolítica y de narcoestados, de narcoterrorismo y de narcoarmas, de narcocorridos y hasta de narcodiplomacia.
Narcoabogados es el título de un libro de Ricardo Ravelo.
Se trata de vocablos tan expandidos como su cartografía, estirada desde Colombia hasta Somalia, de Afganistán a Japón, del Caribe a Estados Unidos, de Ucrania a Tailandia.
La narcocracia comprende, entonces, un evidente despliegue delictivo que abarca lo mismo al comercio de armas que al de personas, la prostitución y las apuestas. Aunque tampoco le son ajenas definiciones más solemnes; como geopolítica, postguerra fría, economía global, nuevas tecnologías, mercados emergentes...
La politóloga argentina Pilar Calveiro ha dado una vuelta de tuerca al asunto y presentado que la lucha contra el narcotráfico puede convertirse en una manifestación de la narcocracia, dado que ha servido para desatar la violencia de Estado hacia grupos sociales opositores o excluidos.
Así que no entenderemos del todo esta cracia si la limitamos al apartado de los delitos comunes -algún departamento policial encargado de la producción-comercio-circulación-consumo de drogas-; mucho menos si la ceñimos a un país o un continente, una forma de gobierno o una ideología. Por más que todo ello sea importante, la narcocracia es, siempre, algo más; incluso algo más que una forma de poder. Es una conducta productiva que coloniza primero, y gobierna después, todo el sistema económico en el que estamos envueltos.
En sus artículos sobre las guerras del opio, publicados a mediados del siglo XIX, ya Marx se ocupaba de desvelar el propósito colonial de ese mercado y su responsabilidad en el crecimiento asimétrico del capitalismo. Ética aparte -“nos abstendremos de juzgar la moralidad de ese negocio”-, Marx incluso se apoyó en Montgomery Martin, “un inglés”, que le encontraba menos humanidad al comercio del opio que a la trata de esclavos.
Tratándose del Enemigo Público Numero Uno del Capitalismo, cuesta entender esa condescendencia del autor de El Capital, aunque no es la única que hace saltar las alarmas. Marx, además, se permitió aconsejar al “comercio legítimo”, y advertirle que sería el principal damnificado por ese otro comercio, “ilegítimo”, del opio.
Paul Lafargue no tarda en contradecirlo y avanzar una reflexión que parece escrita hoy. Para Lafargue, el narcotráfico no sería una perversión o un “comercio malo” del capitalismo, sino al revés: la economía capitalista sería, toda ella, una actividad “narcótica”. De ahí que sus claves de sometimiento se encaminen a “descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias”.
Siglo y medio mas tarde, mantenerse al margen de la narcocracia es como mantenerse al margen del gobierno. No es imposible del todo, pero al final siempre te atrapa por algún costado. Y aunque el mismo Marx se abstuvo “de juzgar la moralidad de ese negocio”, seguir su pauta, señalar con el dedo o creernos fuera de sus predios no nos mantendrá a salvo. Entre otras cosas, porque la narcocracia es una red que alcanza el trasiego de submarinos y otros remanentes de la guerra fría así como el mercado del arte, la fiebre de dinero que tanto criticamos y la fiebre de sábado noche que nos regalamos.
¿Legalizar las drogas acabaría con la narcocracia? Honestamente, tengo mis dudas. Sería depositar demasiada confianza en lo legal. O ignorar que la farmacocracia, a la que no le faltan películas novelas o ensayos que la destripen, se mantiene en el top ten de las industrias que más dinero mueven cada año. ¿Acaso los oligopolios de la industria farmacéutica garantizarán el fin de las mafias?
Permítanme el escepticismo.
Pensar, como Marx, que la religión era el opio del pueblo era una frase bien construida, que arrastraba la esperanza en un mundo cuya emancipación era posible. Pensar, como Lafargue, que el opio es la religión del pueblo es una frase mucho menos feliz; y la anticipación de un mundo que no parece tener arreglo.