Cuándo funciona el aprendizaje por proyectos o por qué en educación no hay fórmulas mágicas
La entrañable tira cómica americana Tiger recogía hace décadas una viñeta muy evocadora para el eterno debate educativo. En escena, dos hermanos y su perro Stripe. El pequeño le dice al mayor: “He enseñado al perro a silbar”. “No le oigo silbar”, le responde el otro. Y el primero aclara: “Te he dicho que le he enseñado, no que él haya aprendido”. El neurobiólogo Héctor Ruiz, que rescató el chiste en su libro Los secretos de la memoria, señala: “Los métodos pedagógicos que funcionan son los que aseguran que van seguidos de un aprendizaje”. Puede parecer obvio, pero no lo es.
La caída del nivel de matemáticas y lengua de los alumnos españoles en las pruebas PISA, aunque inferior a la del resto de países europeos, ha puesto una vez más al sistema escolar en el punto de mira. Sobre todo en comunidades como Catalunya, donde el descenso ha sido mayor. Docentes, académicos y gobernantes han apuntado a un aumento de la desigualdad social y la segregación del alumnado inmigrante, la falta de inversión suficiente o las ratios demasiado elevadas como posibles causas. Pero ningún debate ha suscitado tanto revuelo como el que señala los métodos pedagógicos y el currículum competencial.
Todo ello a pesar de que existen muy pocos datos sobre qué ocurre en realidad dentro de las aulas. Según el informe TALIS de 2018, los profesores tienen mucha autonomía. Tanto en Primaria como en Secundaria, más del 90% decide las metodologías que emplea y la evaluación. El porcentaje se reduce a cerca del 70% cuando se refiere al control sobre el contenido de las asignaturas, una cifra que sí es inferior a la de la OCDE, donde supera el 80%.
La discusión sobre las estrategias docentes es casi tan vieja como la escuela. Pero antes de diseccionar qué métodos mejoran el aprendizaje y cuáles dejan a los alumnos como al perro Stripe, los expertos consultados advierten del peligro de vincular este debate a los resultados de PISA. La caída del nivel puede que no tenga nada que ver con ello. “La de las metodologías es solo una pequeña aportación a los resultados educativos, junto con factores como la desigualdad social, el clima escolar, los recursos…”, enumera Ruiz. De hecho, pocas circunstancias son más poderosas para explicar el desempeño académico de un estudiante que el nivel educativo de sus progenitores.
La educación no es una ciencia exacta como la física, recuerda Elena Ferro, profesora de Matemáticas de Secundaria en el instituto barcelonés Angeleta Ferrer. Lo que nos dicen las investigaciones sobre qué funciona en un aula está siempre condicionado al tipo de alumnado, su edad o sus conocimientos previos. “Puedes tener la mejor práctica del mundo, que si un profesor no se la cree ni la hace suya, o no tiene los espacios adecuados, o no la diseña bien, acaba por no tener sentido”, avisa Aina Tarabini, socióloga de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) especializada en fracaso escolar. De la misma forma, añade, de poco sirve contraponer clases magistrales a ambiciosos proyectos que mezclan asignaturas si con ninguno de ellos eres capaz de motivar y conectar con el alumnado, otra pieza indispensable del proceso.
En Catalunya, tras años de fomentar innovaciones educativas y con tres cambios de currículum en quince años, cunde cierta desorientación pedagógica. Pero no es este un fenómeno exclusivo de sus aulas. Ocurre en otros países. Francia regresa a la separación del alumnado por niveles, a pesar de que es una práctica que se sabe que beneficia a los mejores pero perjudica a los peores. Pero quizás el país que mejor simboliza la confusión es Finlandia, durante años idealizada y que desde hace tiempo asiste a una bajada sus resultados.
Los pilares del sistema finlandés han sido la alta cualificación del profesorado, la autonomía local y de los centros para decidir el currículum, unas ratios muy bajas, colaboración docente y nada de reválidas. Pero una sorprendente investigación del sueco Gabriel Heller Sahlgren sugirió en 2015 que el éxito finlandés hundía sus raíces en reformas de los años 80, coincidiendo con una fuerte –pero también centralizada– inversión en educación, propia de un país que vivía un momento de desarrollo económico y con un modelo pedagógico todavía tradicional.
Para Joaquim Prats, catedrático de Didáctica de la Historia en la Universitat de Barcelona (UB), expresidente del Consejo Superior de Evaluación del Sistema Educativo de Catalunya (2004-2010) y antiguo miembro del comité de dirección de PISA, es casi imposible atribuir los resultados de los países a uno u otro modelo. “Hay países con currículos y programaciones tradicionales y otros más innovadores en los puestos altos”, señala. Pero sí intuye un factor entre las naciones aventajadas: “La tradición y el valor que se da socialmente a la educación y a los maestros”. Y esto, viene a decir, vale para Singapur y para Soria.
Entonces, si la educación depende de una miríada de factores, ¿tiene sentido hablar de métodos buenos o malos? Lo cierto es que sí, siempre que se tenga en cuenta el contexto. “El demonio siempre está en los detalles”, advierte el neurobiólogo Héctor Ruiz, que se ha especializado en la evidencia científica sobre el aprendizaje y en cazar las tergiversaciones en las que incurren docentes y familias a partir de teorías que sí tienen fundamento académico. Las llama edumitos.
¿Qué sabemos del trabajo por proyectos?
Una de las estrategias docentes que más ha dado que hablar en los últimos años es el trabajo por proyectos. Aunque tiene más de un siglo de historia, su incorporación en las aulas se ha fomentado aduciendo que puede motivar al alumnado, que sirve para conectar conocimientos de distintas asignaturas y para aprender habilidades que de otro modo sería más difícil. “Si quieres que tu alumnado adquiera competencias de investigación, comunicativas, que gane autonomía, es útil trabajar por proyectos”, constata la profesora Elena Ferro.
Uno de los inconvenientes de estos debates es que las mismas administraciones que promueven cambios de modelo escolar luego no evalúan su impacto. Ni supervisan que se lleven a cabo correctamente. Ferro pone un ejemplo: “Si les dices a los alumnos que harás un proyecto sobre la célula y les pides que busquen información en internet, que hagan una maqueta y luego un Power Point, pues evidentemente no funciona”. ¿Hay docentes que han caído en esa simplificación? Es posible, pero no hay datos.
Lo que dice el informe TALIS del trabajo por proyectos es que en 2018 solo un 30% de los docentes lo empleaba. Una tendencia que iba ligeramente en aumento y que se notaba más en Catalunya (39%). Pero que abona la percepción de algunos docentes de que en realidad gran parte de los métodos empleados en la clase, sobre todo en la ESO, no han cambiado demasiado. O que, cuando menos, incluyen una amplia variedad de estrategias.
En el caso del trabajo por proyectos, la clave está en cómo se lleva a cabo. Sobre el papel, sí es beneficioso para el aprendizaje porque suele motivar al alumno. “Otorga valor instrumental a lo que vas a aprender, y por lo tanto le da sentido”, afirma Ruiz. Pero añade otras condiciones que tienen que darse, como que debe servir para movilizar y profundizar en conocimientos que el alumno debe haber adquirido previamente. O que estas estrategias menos dirigidas, que descansan más sobre la iniciativa del alumno, acostumbran a ser más eficaces cuando este es más experimentado y no tanto en edades tempranas, según algunas investigaciones en psicología educativa.
Un estudio de Ivàlua y la Fundació Jaume Bofill de 2019, que revisaba las publicaciones sobre la materia, abundaba en algunas de esas ideas. El impacto de los proyectos es especialmente positivo en áreas sociales y de lenguas, y algo menos en matemáticas y ciencias. Genera alta satisfacción en el alumnado, depende “fuertemente” del contexto y se desconoce si verdaderamente tiene impacto sobre las llamadas competencias transversales, como la creatividad o el pensamiento crítico. Además, añadía, hay poca evidencia –y “contradictoria”– sobre cómo puede afectar a los alumnos desfavorecidos.
Sobre esto último, Tarabini puntualiza. “Si un proyecto no sirve para aprender, tiene un impacto negativo sobre todo el alumnado, pero los de mayor capital cultural podrán compensarlo con su familia. El fracaso de la práctica pedagógica siempre perjudica a quien no tiene un apoyo detrás. Pero esto no solo aplica a los proyectos, ¿eh? Con las clases magistrales pasa lo mismo”, constata. Ferro incide en ello. “Siempre se piden evidencias, rigor y exigencia en la misma dirección. ¿Los proyectos deben demostrar que funcionan, pero no la combinación clásica de teoría y ejercicios?”, se pregunta la docente.
La prueba del algodón también se aplica a la clase más magistral, sobre la que han pivotado décadas de enseñanza en todo el mundo, y que de poco sirve si no activa el razonamiento del alumnado ni le invita a relacionar conceptos conocidos. “Escuchar una lección, por muy atento que estés, igual que leer un texto y copiarlo, o subrayarlo, no es eficaz”, dice Ruiz. Al profesor puede parecerle que el alumno ha aprendido, sobre todo si le examina al cabo de unas semanas y este saca una buena nota, pero puede que todo lo que volcó en el papel lo haya olvidado al cabo de poco.
Desde el instituto de secundaria Pablo Ruiz Picasso, en Barcelona, su director Marc Hortal aporta su visión. En su instituto predominan las clases más tradicionales, aunque en los últimos años han incorporado proyectos al tiempo que tratan de avanzar en el modelo competencial, pero se muestra crítico con la falta de recursos. “Con 30 alumnos y algunos de ellos disruptivos, es más difícil llevar a cabo metodologías complejas”, valora. E insiste: “No tenemos las condiciones laborales para desarrollar un auténtico trabajo competencial. No hay suficiente formación ni tiempo de coordinación”.
Hortal defiende que los proyectos, o las llamadas “situaciones de aprendizaje”, sí les sirven para profundizar en los contenidos y conectarlos con la realidad de sus adolescentes. Pero insiste en los recursos. Aparcar los libros de texto, diseñar métodos que se adapten a alumnos distintos, mezclar asignaturas que implican distintos profesores… Todo ello requiere de tiempo de preparación y colaboración que los docentes hoy no tienen. “Esta es una de las mayores fuentes del malestar profesional”, afirma.
¿Y las evaluaciones?
El debate pedagógico alcanza todos los rincones del aula y, de los centros llamados innovadores, se ha analizado en los últimos años muchos otros aspectos. Pocos tan decisivos –y, de nuevo, tan complejos– como la evaluación. Por definición, es el proceso que consiste en obtener información sobre si el alumno ha aprendido. Pero que a menudo se confunde con las calificaciones, que son las notas de los exámenes o de final de trimestre.
El abordaje de la evaluación, además, está estrechamente ligado a la discusión sobre la exigencia y el esfuerzo. Que el nivel ha bajado en los últimos años es difícil de rebatir, de acuerdo con las pruebas PISA (o las de competencias básicas de la Generalitat de Catalunya). Pero ha ocurrido una pandemia de por medio que dejó a los alumnos sin varios meses de clase y que dificulta el análisis de los expertos.
“No conozco a nadie que no sea partidario del esfuerzo, tanto los maestros que son tradicionales como los que no”, sostiene Hortal. Joaquim Prats, por su parte, también sale al paso de otra cuestión que se suele asociar a la exigencia: el tiempo que se dedica a las asignaturas consideradas troncales. “De hecho, damos más horas aquí de estas materias que en países con iguales o mejores resultados. No ha sido nunca un problema de horas, hay muchas otras aristas”, argumenta.
En este aspecto, PISA relaciona el nivel de matemáticas con las horas que se destinan a su enseñanza. O, lo que es lo mismo, qué países son más eficaces a la hora de impartir esta materia. España, a pesar de dedicar más horas que los demás, se encuentra en la media de la OCDE en cuanto a resultados. Singapur, líder en este ámbito, le dedica muchísimas más horas; pero luego está Suiza, que aparece también en el top 10 de países aun dedicándole el mínimo de tiempo.
A la hora de evaluar, la evidencia científica de nuevo señala algo que parece obvio. El mejor método es aquel que permite comprobar –o deducir– si el alumno ha adquirido unos conocimientos y si sabe aplicarlos en contextos de la vida real o laboral, que es lo que se suele describir como competencias. ¿Son los tradicionales exámenes por escrito la fórmula idónea para ello? ¿Son los trabajos en grupo o las exposiciones orales? ¿Y la llamada autoevaluación de los propios estudiantes?
Ruiz argumenta que los hallazgos en ciencia del aprendizaje nos dicen que, de nuevo, no tiene tanto que ver con la fórmula. La clave es que la evaluación te obligue a “usar los conocimientos” de forma cuanto más frecuente mejor, para “consolidarlos”. Es más útil pensar cómo permitir al alumno que dé significado a lo que ha aprendido, que le sirva para resolver problemas, que demuestre que sabe crear analogías o que lo adapta a sus propias palabras, que si lo hace sobre papel o en una defensa en público.
Después de 20 años de ejercicio docente, Ferro coincide con esa esencia. Ella hace exámenes a veces, pero no pone notas. “Lo que está demostrado es que si pones una calificación, el alumno suele trabajar para maximizar la calificación con el mínimo esfuerzo”, argumenta. “Yo no les digo si han sacado un 7 o un 4, sino qué han aprendido y qué no, para que puedan mejorar luego”, explica. Esta profesora está más cerca de la denominada evaluación formativa, la que aspira a identificar las carencias de los alumnos para luego ofrecer instrucciones o recomendaciones para que se sobrepongan a ellas y acaben aprendiendo.
Puede parecer utópico, pero asegura que no lo es. “Evidentemente sería ideal sentarme con cada alumno para conversar con él sobre sus fallos, pero que esto sea a menudo inviable no quiere decir que no puedas diseñar la evaluación para que cada uno pueda analizar lo que ha pasado si das tiempo y margen para comentar dudas”, reflexiona esta docente. Con este método, alega, y sin calificaciones, tampoco ha tenido problemas de estudiantes que tiendan al mínimo esfuerzo. “Es una observación mía, pero el alumno que está desmotivado nunca ha dejado de estarlo porque le vayas a poner nota”, dice.
Sobre el valor de las notas numéricas, resultó muy sorprendente un estudio de la Universidad de Oxford y la Education Endowment Foundation, que se dedica a revisar evidencias científicas educativas. Constató en 2019 que no había suficiente producción académica fiable sobre la influencia en el aprendizaje de un aspecto que ha sido históricamente crucial en escuelas e institutos. Una de sus conclusiones, sin embargo, era que es improbable que las notas le sean útil al estudiante si no se le da margen para reflexionar y dar respuesta.
La enésima demostración de que en educación el qué es importante, pero el demonio se esconde demasiadas veces en el cómo.
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