Javier Pérez Andújar no tiene mucha prisa. Después de la entrevista, solo tiene que comprar naranjas. Puede ser una de las ventajas que tiene un hombre que asegura que su presente acabó hace casi medio siglo, cuando tenía 8 años. El escritor de Sant Adrià del Besòs (Barcelona) se ha inspirado en un 1973 que ingirió a través de cómics y noticias para metabolizarlo en forma de novela. No una cualquiera y no solo por haberse llevado el Premio Herralde. El año del búfalo (Anagrama, 2021) llevaba más de dos décadas en la cabeza del autor. En ella, distintas voces rivalizan por la atención del lector, irrumpen psicofonías del siglo de las revoluciones y de los coches —el automóvil es recurrente habitante de la cabeza del autor— y se producen hasta golpes de Estado narrativos.
¿Es la novela que más le ha quitado el sueño de todas las que ha escrito?
No me ha quitado el sueño, no. Tengo una relación bastante amistosa con la escritura. Sabía que era una novela a la que no iba a traicionar. He cambiado, he aprendido trucos, pero no de escritura, sino de la vida, de leer también. He conocido a gente que sale en el libro a la que antes no conocía. Al principio sí pensaba que se podían reír de mí, que dirían 'mira, hace una novela muy rara, porque no sabe hacerlas normales'. Me enfrentaba a mi pasión por las vanguardias, que no asumía porque tenía y tengo todavía el prejuicio de que abocarse a la vanguardia es como una muestra de incapacidad de saber reflejar la realidad. He demostrado que no sé hacer ni una cosa ni la otra.
“Todo libro leído es un fuego cruzado”, afirma uno de los personajes del libro. Este lo es. ¿Por qué eligió esta forma de contarlo tan coral, con el peso narrativo tan repartido?
Sí, un libro leído es como cruzar ese fuego. Es una metáfora recurrente que va saliendo en el libro. La forma la tenía clarísima. Por rebeldía. Quería que el cuerpo de texto funcionara como ilustración y los pies de página como motor narrativo y acción. Eso es un homenaje a uno de mis primeros oficios, en una editorial haciendo pies de foto. Me encantaba como género literario.
Los muertos del libro se manifiestan a través de psicofonías desde la segunda mitad del pasado siglo. ¿Hay algún tipo de mensaje del que quería hacer de médium?
Es una época que me marcó. Hay una idea fuerza que creo que recibí por primera vez leyendo Tintín y los pícaros: ese poso escéptico del revolucionario que se convierte en tirano. Eso no quiere decir que no crea en la necesidad de las revueltas y de que el motor de las relaciones políticas y sociales suela ser la revolución cuando no hay otro. Pero sí se me inoculó ese poso que desafortunadamente la Historia muchas veces avala. No es que no podamos ir a ninguna parte, sino que por el camino las vamos a pasar putas. Pero es el único camino que hay.
En una anterior ocasión me dijo que había que intentar hacer bien las cosas para disimular que todo va mal.
Sigo en eso. La pasión que tiene la gente por cambiar las cosas aparentemente está envuelta en un discurso social, pero es una pasión individual y romántica. Estas pasiones llevan hacia el desastre, hacia el todo y la nada a la vez.
¿En qué podemos seguir creyendo?
En lo mismo que hemos creído desde el principio de la Humanidad. En la intuición, en la sensibilidad ante la injusticia, en el compañerismo, en el amor a la gente. No podemos dejar de creer a pesar de que vayamos de derrota en derrota. Que tampoco son derrotas, son maneras de estar en el tiempo.
¿Siente que le mejora escribir?
No, yo no tengo arreglo. Mientras escribo no pienso, que ya me va bien. Es el sucedáneo de leer. Estaría leyendo toda la vida. Lo que pasa es que si lees mucho, acabas escribiendo. Me gustaría tener un montón de vidas paralelas para estar leyendo muchos libros a la vez.
¿Le preocupa que se pueda leer como una novela desesperanzada?
Lo que me preocupa es que no se pueda leer. Desesperanzado soy yo. Es mi tono. Desesperanzado, pero con compromiso.
Creo que en la decisión de lanzarse a escribirla ha tenido que ver un libro de poemas de Agostinho Neto, Sagrada esperança.
Siempre que voy a un sitio voy a las librerías de viejo. Este lo compré en Lisboa y ha sido importante para la novela. Agostinho Neto era un revolucionario, presidente de la Angola independiente, un poeta. Da ese tono del romántico que te decía. Este libro está hecho con los reportajes y periódicos que leía de niño. Todo lo que pasa aquí son aquellas noticias, también de un programa que se llamaba Los reporteros. Agostinho Neto era para mí un misterio. Cuando eres incapaz de hacer algo, confías en que el cosmos esté de tu parte y en este caso cuando vi este libro lo entendí como una señal del destino para hacer la novela. Como soy ateo practicante y me gusta leerlo todo en clave simbólica lo acepté como un mensaje.
Vuelve a haber, como en otros de sus libros, música: King Crimson, Guthrie, Brel, Manhattan Transfer, Peter Gabriel. ¿Escribe con ella?
Antes de empezar caliento con ella. Escucho algo que me pone la cabeza en una nube y entonces la quito y escribo.
Hay bastantes referencias, más que a la pandemia, al confinamiento.
Lo escribí en pleno confinamiento y tenía la necesidad de plasmar la situación. Esa palabra sale recurrentemente. Muchos de los protagonistas de las psicofonías tienen una época de pleno confinamiento. El tiempo real se reflejaba en el tiempo literario y me presté al juego. A veces la literatura le da la razón a la realidad.
¿No lo habría escrito de no cruzarse la pandemia?
Puede que no. Aquel parón brutal de las relaciones sociales y el trabajo me llevó a pactar conmigo mismo. Me quedé solo de repente y, esto es un poco insolidario decirlo, hubo una parte mía que se quedó bien a gusto. Empecé a leer de otra manera, sin tiempo ni pautas, como cuando era adolescente, por el gusto de estar tumbado leyendo, a oír música como antes, los discos seguidos uno tras otro. Mi esfuerzo ahora es por mantener a salvo al Javier que pude rescatar entonces. Creo que de no ser por la pandemia no me habría atrevido a encerrarme con la carpeta y volver a abrir esa libreta.
Da la impresión de que se lo ha pasado bien escribiendo El año del búfalo.
Sí. Forma parte de ese reencuentro que te digo. Escribía y era como bajar una cuesta en punto muerto. Fluía, estaba contento, no tenía que pensar, solo escribir. Han sido como seis meses.
Ahora que parece que todo va tan rápido y que no paramos de decir “no me da la vida”...
Está de moda esa frase, pero la vida ni da ni quita.
Pero parece que no dejan de ocurrir cosas reseñables, casi históricas, y es impresionante, usted lo recoge en la novela, todo lo que pasó en 1973.
Es un año muy curioso. Para mí fue muy importante porque era un niño. El año de la crisis del petróleo. Es una época en la que fracasa toda una manera de ver el mundo y el libro es una metáfora de ella. Todo lo que había sido optimismo se empieza a ensombrecer, vienen los años de plomo y después los ochenta con el bulldozer de Reagan, Thatcher, el Papa Wojtyla o Jordi Pujol. Lo peor de cada país se pone al frente para invertir todo optimismo.
En el libro aparecen muchas curiosidades, como que existía un cóctel con el nombre del revolucionario congoleño Patrice Lumumba.
Ahora se diría que es un poco cuñao ir a un bar y pedirte un Lumumba, que era coñac y Cacaolat. Trabajo con ese material que tengo en el subconsciente. Aquí somos tan cafres que matan a un hombre y le hacemos un cóctel para la discoteca.
Y se referencia una polémica que traspasó las fronteras de lo digital, la del carácter colonialista de los Conguitos. Usted se ha marchado alguna vez de Twitter.
Ya he vuelto. Me he ido cinco veces. Me gusta irme de los sitios. Cuando veo que todo se convierte en una rutina, chapo y dejo pasar meses o un año para empezar de cero. Me gusta jugar para perderlo todo y volver a empezar. Si no pierdo, me aburro.
Para usted es importante el humor.
Me resulta imposible no cachondearme. Tiendo a desdramatizar, porque no aguanto lo solemne. En el fondo es lo contrario, porque lo que haces así es subrayarlo intentando disimularlo, pero no me importa.
¿Habla mucho a través de sus personajes?
Creo que sí. Sería un poco hipócrita decir que lo ha dicho el personaje. Me hago responsable de lo que dicen aunque no esté de acuerdo. Ha salido de mi cabeza. Aunque sea algo que no me atrevería a decir en otra circunstancia, en ese momento sí lo he hecho. Igual escribo con mi parte chunga, pero es mía. A veces me da vergüenza y apechugo y digo “qué capullo que soy”, pero si le va bien a la narración, adelante, y cruzo los dedos para que crean que lo ha dicho el personaje.
Esta novela ganó el Herralde no con su firma, sino con la de uno de sus personajes, Ingo Folke.
Flipé. Pensé que puede que esté chiflado, pero que el jurado confió en esta manera de estar chiflado. Sentí la responsabilidad de seguir intentando hacer las cosas a mi manera porque alguien confía en que al menos tiene un sentido.
¿Y cómo ve el presente?
Eso es para la gente joven. Mi presente se acabó en el 73. Todo lo que me gustaba es antiguo. La gente joven tiene que crear un mundo nuevo. La pandemia es la constatación física de que ahora viene otra época. No digo que sea peor. La gente tendrá grandes retos, como salvar el planeta, lo harán a su manera y también se les acabará en cincuenta o cien años. Tengo la sensación de ser de los últimos de una generación, me ha tocado ver cómo se acaba esa época y sé que no voy a ver cómo empieza otra. Es como cuando se acaba la ciudad y viene el descampado y no hay otra hasta llegar a la siguiente. Yo me he quedado en ese descampado. Cuando dices que se ha acabado el mundo, la gente pone cara de pena. A mí me da lo mismo. No siento nostalgia, he escrito este libro, oigo los discos que me gustan y hablo con la gente que me cae bien.