Pocas semanas después de que se decretase el estado de alarma, las colas de los comedores sociales se llenaron de gente que nunca en su vida había estado allí antes, personas que siempre habían podido trampear con pequeños trabajos más o menos precarios. Una de las más concurridas de Barcelona era entonces la del comedor social del Arc de Sant Agustí, en el barrio del Raval. Un año después, sigue igual de larga, de unos 100 metros. Entre los que esperan su turno, Ana, una mujer de 50 años originaria de República Dominicana, explica que apenas gana 300 euros al mes con las dos o tres horas de limpieza semanales que hace en un teatro. Todo lo que ingresa va para pagar el alquiler de un piso compartido. “No aguanto más”, reconoce.
Ana trabajaba como camarera en un hotel, pero renunció poco antes de la crisis sanitaria porque el trabajo, explica, la estaba consumiendo. “No sabía que habría una pandemia”, dice. Igual que ella, según un reciente informe de Oxfam, unas 790.000 personas han caído en la pobreza severa en España debido a las consecuencias sociales y económicas del coronavirus. En total, ya son 5,1 millones de personas las que están en esta situación, ingresando menos de 16 euros al día de media. Y en cuanto a la pobreza relativa, aquellos que ingresan menos de 24 euros al día, la situación afecta a 10,9 millones de personas en un año en el que el desempleo se ha elevado hasta los cuatro millones en España. Ni los 400.000 empleados en ERTE ni los 460.000 a los que llega el Ingreso Mínimo Vital atenúan las cifras de la pobreza, que empieza a amenazar también a pequeños comerciantes que agotan sus ahorros.
El centro de Barcelona, hasta marzo pasado un bullicio constante de visitantes, es una estampa del duro golpe que ha sufrido la economía de monocultivo del turismo en todo el país: comercios cerrados y en traspaso en todas las esquinas, por un lado, y servicios sociales y comedores saturados por ex trabajadores mayoritariamente de la hostelería, del otro. A este último grupo pertenece Carlos, un joven venezolano de 24 años que se quedó en ERTE. Explica que él dejó el trabajo antes de ingresar la ayuda porque necesitaba el dinero con urgencia. Así que se hizo rider. Sigue trabajando, pero lo que gana no le da para pagar el alquiler de 400 euros y la carrera de informática que estudia en la universidad. “Me quiero ir de España, porque aquí sólo he tenido contratos precarios y temporales”, sentencia, con la vista puesta en París, donde vive su novia.
Aunque en la cola del Arc de Sant Agustí predominan perfiles cronificados de pobreza, es relativamente fácil distinguir a los que llevan solo meses, o días, recurriendo a la caridad. Otro joven venezolano que también se llama Carlos, pero de 37 años, podría caer en breve en la primera categoría. Lleva meses viviendo en la calle después de “problemas familiares” y con la pandemia empezó a tomar antidepresivos bajo el seguimiento de una fundación. “Antes trabajaba eventualmente, cuidando perros, pintando en casa… Al principio es frustrante estar en la calle, pero te vas acostumbrando”, sentencia.
Trabajadores de la restauración y migrantes sin papeles fueron los primeros y más afectados por la pandemia, pero no los únicos. A Cáritas han acudido por primera vez cerca de medio millón de personas. Miriam Feu, responsable de análisis social e incidencia de la entidad, explica que “las personas que ya estaban en situación de riesgo de exclusión social son las que más han sufrido”, y añade que entre este grupo hay “muchas mujeres de mediana edad, por ejemplo, que han trabajado toda la vida en precario, pero que vivían al día y sin ahorros y tienen una red social limitada para pedir ayuda”.
Feu alerta, además, de que hay administraciones de servicios sociales que no atienden a muchos de sus usuarios por su situación irregular, y advierte de “la dificultad” de muchos de ellos a la hora de acceder al Ingreso Mínimo Vital, para el cual hay que tener permiso de residencia en España. El pasado mes de diciembre esta prestación había llegado solamente a 450.000 personas.
El salvavidas de las redes vecinales
Una de las que todavía espera respuesta sobre esta solicitud, que hizo en mayo, es María, una joven venezolana de 28 años que cumple con los tres perfiles más vulnerables ante la crisis: mujer, joven y migrante. “Aún no tengo respuesta”, dice con una sonrisa mientras ordena las cajas de verdura, frutas, pescado, carne o bricks de leche de la Red de Alimentos del Raval, donde participa como voluntaria en un gran edificio ocupado, antiguamente la escuela de La Massana. “Estar aquí me ayuda a sentirme acompañada y a hacer red con los vecinos”, dice con una sonrisa bajo la gran palmera del patio del edificio, coloreado también por mangos y lechugas.
Este grupo de vecinos del Raval, nacido de una de las múltiples redes de apoyo mutuo que surgieron inmediatamente después del estado de alarma en Barcelona para ayudar a los más necesitados, reparte alimentos cada martes. Sólo en Barcelona, existen 19 de estos colectivos que reparten comida y productos de higiene ahora mismo a 3.150 personas, aunque desde que se inició la pandemia han llegado a 9.300, según cálculos que estas mismas redes han publicado en Instagram.
En el Raval, actualmente la red hace entregas a 30 familias los martes y a unas 50 o 60 los sábados. Es comida “reciclada”, cuenta María, es decir, recogida a última hora en los comercios, antes de que la tiren. Más de una veintena de personas colaboran en la colecta, pero la línea que separa a voluntarios de beneficiarios es en ocasiones fina. La propia María es un ejemplo de ello, después de perder casi todos los ingresos y verse obligada a abandonar su habitación alquilada para ocupar un piso. Profesora de violín en una escuela de música, ha pasado a trabajar muy pocas horas a la semana, y a no recibir los ingresos por conciertos con orquesta que antes le ayudaban a pasar el mes. “En enero hice uno, sí, el único en más de un año. Y en la escuela, los instrumentos de viento tienen muchas restricciones”, explica.
“Justo antes del COVID-19 me iban a contratar”
En Can Puiggener, barrio humilde de Sabadell, quien dice estar “desesperada” es Vanesa Luna, de 40 años, que nunca había parado de trabajar en su vida. Durante un tiempo regentó un sex-shop que cerró hace ocho años. “No quería perderme la infancia de mi hija, el rato en el parque...”, explica. Se metió entonces a trabajar en fábricas, aunque todavía arrastra un préstamo de su antiguo negocio. Ahora llevaba cuatro años y medio, “con un parón de seis meses”, en una empresa de piezas de automoción, pero con contratos temporales por ETT, de forma que no ha sido incluida en el ERTE. Simplemente la han dejado de llamar para trabajar, excepto entre octubre y diciembre. “Justo antes del COVID-19 me iban a contratar por una prejubilación, pero no entré por los pelos, porque la pandemia frenó la prejubilación y a mí no me pudieron contratar”, relata.
Ahora, al menos, cobrará el paro (le llega en marzo con tres meses de retraso), al que se apuntó en diciembre. “Esta mañana he echado cinco currículums mientras me tomaba el café, envío unos 50 a la semana y me quiero formar, a ver si me saco el carné de carretillera para las fábricas, pero es que no me llaman de ningún trabajo”, lamenta. “Nunca, jamás, me había visto en una de estas”, dice.
El peor momento, sin embargo, le llegó cuando en el mes de junio, pocos días después de haberse casado, a su marido lo aplastó una máquina en un accidente laboral que podría haber sido trágico. “Ahí me derrumbé. Sola, llevaba tres meses sin cobrar, con mis hijos en casa y mi marido en el hospital, donde daba miedo que se pudiera contagiar con el pulmón afectado como lo tenía”, recuerda. Por suerte, su marido se está recuperando y ella acabó cobrando los meses de paro, pero sus perspectivas económicas y laborales son difíciles.
Vanesa forma parte de las familias con las que contacta el proyecto A-Porta, una iniciativa social de la Confederación de la Asociación de Vecinos de Catalunya (CONFAVC) que sirve para que los vecinos más aislados o desinformados sepan que tienen alguien que les escucha y a qué tipo de ayudas o recursos pueden acceder. En el barrio de Vanesa, el proyecto ha detectado que el 27% de las personas entrevistadas han perdido el empleo durante la pandemia, mientras que un 13% de los hogares tienen dificultades para pagar la vivienda y un 11% para pagar los suministros de luz y gas.
Los comerciantes, en riesgo
La European Anti Poverty Network (EAPN) viene analizando las nuevas situaciones de pobreza generadas por la pandemia y advierte que a nivel mundial esta crisis empujará a entre 88 y 115 millones de personas a la pobreza extrema. Las personas pobres que están por encima de este umbral pasaron de 125 a 257 millones entre abril y octubre del año pasado, según datos del Banco Mundial. “La clase media se reduce, el aumento de la brecha entre ricos y pobres aumenta y la crisis de la COVID-19 agudiza los desequilibrios en los estados miembros y entre ellos”, alerta Graciela Malgesini, responsable de incidencia política de EAPN en España. “El paro prolongado provoca una pérdida de protección social que es el camino a la pobreza sobrevenida”, advierte Malgesini, avisando de lo que podría ser un aumento mayor de la pobreza a medio plazo si la situación económica y laboral no se revierte.
Pero además de las personas que están en paro o cobrando otro tipo de prestaciones, o incluso sin ningún tipo de prestación cuando se trata de personas en situación irregular, existe un riesgo de pobreza incluso entre los pequeños comerciantes, “que podrían entrar en riesgo de pobreza cuando agoten sus ahorros”, alerta Albert Sales, asesor de derechos sociales y sinhogarismo del Ayuntamiento de Barcelona. Al lado del Raval, en el barrio Gótico, centenares de locales han colgado el cartel de “Se traspasa”, mientras que los que aguantan lo hacen con tiendas vacías en situaciones de alarma.
En la calle Boqueria, antaño una de las preferidas por los turistas para ir de la Rambla a la plaça Sant Jaume, la mayoría de los comercios están cerrados. No así el de Anás, que regenta una tienda de cuero que “aunque no dependía del turismo, está al 3% de facturación”, explica él mismo. Factura 2.000 euros al mes y solo con el alquiler del local se le van 2.500, a los que debe sumar los impuestos. La mayoría de propietarios de esta calle lamentan que los dueños no hayan accedido a una rebaja sustancial de los alquileres. Recibe una ayuda de 700 euros al mes con la que no consigue cubrir las pérdidas del local, por lo que lleva tirando de ahorros desde que empezó la pandemia. “Pero el de enfrente está peor que yo”, alerta.
El de enfrente es Kamal, que abre la persiana para tener la tienda de souvenirs vacía casi todo el día. ·Ayer vendí siete euros en todo el día“, dice, enseñando el ticket. ”El mundo del souvenir está muerto“, lamenta. El local es de su padre y cobra la ayuda de autónomos, pero no la nómina que tenía. Vive de ahorros y este año no ha puesto la calefacción en su piso. Trabaja siete horas a la semana y se plantea buscarse un trabajo asalariado, después de haber perdido los 100.000 euros que invirtió en un segundo comercio ubicado a pocos metros del de su padre. Paga 500 euros al mes de préstamo para cubrir aquella inversión, ”pero hablar de eso me pone nervioso“, dice desesperado. Miquel, a pocos metros de allí, ha sumado su colección personal de discos de vinilo a sus escaparates de llaveros y banderolas. ”En mi vida había estado tan mal“, dice, a sus 73 años. Decidió no jubilarse porque le quedaba una exigua pensión. Y ahora ha facturado 300 euros en lo que va de mes e incluso ha pedido una ayuda para una vivienda social que no cree que le den. ”¿De ahorros? Dudo que me dé para vivir siete u ocho meses más“, calcula.