Nací y me crié cerca de la Sagrada Familia, a la sombra tenebrosa de las torres del templo “expiatorio”, en construcción desde 1882 y que tantas décadas después no solo sigue creciendo en volumen. También crece el despropósito de querer levantar catedrales de estas dimensiones en pleno siglo XXI. Se trata de un despropósito primordialmente turístico. La Sagrada Familia no la levantan los feligreses creyentes, sino la recaudación en taquilla de más de 20 millones de euros anuales procedentes de la venta de entradas a los 3,7 millones de visitantes forasteros, más del doble que la población de la ciudad.
La junta promotora de las obras es una fundación canónica presidida por el obispo de Barcelona. La Sagrada Familia está exenta de pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), como todos los inmuebles eclesiásticos. Los responsables se han mostrado dispuestos –¡faltaría más!-- a negociar con el actual Ayuntamiento la licencia de obras que nunca han tenido.
Quedan aun por levantar seis descomunales torres más, que cambiarán la escala del monumento, su incidencia en el entorno urbano y el el perfil de la ciudad. La torre central tendrá 172,5 metros, la construcción más alta de Barcelona, por encima de la Torre Mapfre de Villa Olímpica o del edificio del arquitecto Jean Nouvel en la plaza de las Glorias. Será más alta que la cúpula San Pedro del Vaticano y la Estatua de la Libertad de Nueva York. Los promotores pretenden dar por acabado el despropósito el año 2026, centenario de la muerte de Gaudí.
A lo largo de la historia se han cometido muchas barrabasadas en nombre de la religión. La Sagrada Familia es una de ellas bien actual, un parque temático en pleno centro de la ciudad, una burbuja turística que favorece a la burbuja inmobiliaria, la pérdida del comercio de proximidad, de la cohesión social y de la identidad del espacio público del barrio. Sobre la estética rococó del templo creciente, su sentido del equilibrio y su prepotencia, las opiniones son libres.
La idea original de Antoni Gaudí, fallecido en 1926, podía ser visionaria, por no decir psicodélica. Dejarla como la dejó habría sido una opción. Pretender culminarla, hasta el paroxismo, aun se podía entender bajo el nacional-catolicismo franquista. Acelerar las obras con nuevas técnicas constructivas, sin demasiada oposición durante las últimas décadas de democracia y laicismo, resulta mucho más discutible.
La Sagrada Familia no es tan solo un templo, también un barrio de la ciudad en que los vecinos tienen derecho a vivir sin sentirse actores secundarios ni ciudadanos gradualmente arrinconados por el mastodonte y sus secuelas. Crear la prevista plaza de acceso a la fachada de la Gloria (la de la calle Mallorca) significaría la expropiación de dos manzanas de viviendas.
La asociación de vecinos de la Sagrada Familia ha pedido que el Ayuntamiento inspeccione y corrija las actuales columnas del portal de la Gloria que invaden el espacio público de la calle Mallorca y vulneran la legalidad urbanística. La entidad propone asimismo crear un “diezmo eclesiástico” a la inversa, una tasa especial de un euro por entrada vendida, de modo a compensar los sobrecostes que el templo genera a la ciudad en materia de seguridad, limpieza, ajardinamiento, etc.
Dentro de la libertad de gustos, a algunos la Sagrada Familia les gusta o incluso les apasiona. En Facebook se encuentra un grupo cerrado de 396 seguidores de las obras, piedra a piedra, como un auténtico club de fans en red.
Ya dije que nací y crecí a la sombra de la Sagrada Familia. Era la plaza donde iba a jugar, pero durante la niñez no me fijaba en el templo. Si en algún momento lo hice, me pareció una edificación incomprensible, capaz de despertar medio miedo con su presencia espectral. Ahora todavía es más voluminosa y cuando vuelvo a verla, muy de vez en cuando, me provoca aquel mismo desasosiego, el medio miedo de cuando era chico. Procuro evitarla. No me he acostumbrado.