La semana de los atentados de Barcelona y Cambrils el equipo del Servicio de Atención y Denuncias (SAiD) de SOS Racisme Catalunya registró un incremento importante tanto del número de notificaciones de contenidos islamófobos publicados en las redes sociales, como del número de personas que pedían información y orientación respecto a cómo poder denunciar o contrarrestar con un discurso diferente.
Para quien se dedica a estudiar estos hechos, esto no supondrá ninguna sorpresa: en efecto, la experiencia de los últimos años nos dice que es justamente en las horas y días que siguen hechos particularmente graves y violentos, como un atentado terrorista, cuando el odio (y en particular la islamofobia) más crece en las redes sociales. El mismo día del atentado de Manchester, el pasado mes de mayo, organizaciones británicas activas contra el hate speech registraron un incremento del 500% de denuncias por casos de discurso islamófobo en las redes.
Sin embargo, podemos decir que la islamofobia y el odio son el “producto” de situaciones graves como los recientes atentados terroristas vividos Catalunya? Aunque los números muestren claramente cómo estos hechos actúan de «catalizadores» del odio, la realidad es más compleja y merece ser analizada más en profundidad (sobre todo si consideramos las pocas fuentes rigurosas de información de que disponemos y la necesidad de conducir más investigación sobre este tema).
En efecto, la experiencia del SAiD nos enseña que el odio y la islamofobia son realidades sociales muy presentes en Catalunya, y que en el día a día (y no sólo al día siguiente de un atentado) se pueden manifestar de maneras y con niveles de impacto muy diferentes, en las personas que las padecen. Agresiones, amenazas, tratos degradantes que vulneran la integridad moral de la persona vulnerada, así como la discriminación y la denegación de derechos básicos, como por ejemplo el de ingreso a lugares de ocio como bares y discotecas, son sólo algunos ejemplos de las conductas que más se denuncian al SAiD y que, de acuerdo con el código penal del estado, pueden constituir un delito de odio.
Los delitos de odio, vale la pena recordar brevemente, son actividades delictivas, previstas por el código penal y motivadas en un prejuicio de las personas que los perpetran hacia una o más características de las personas que los padecen (por ejemplo, el color de la piel, la religión, la orientación sexual, la edad etc.). Es esta «motivación» el elemento que los diferencia de un delito ordinario, y que determina su particular impacto en las personas que lo padecen y su peligrosidad de cara a la cohesión y convivencia en el marco de nuestra sociedad.
Del mismo modo, en Catalunya, el discurso de odio y islamófobo ya estaba bien presente en las redes sociales antes de los atentados de los últimos días; y desafortunadamente en aumento, de acuerdo con la escasa información disponible (producida principalmente por organizaciones de defensa de los derechos humanos de los colectivos más vulnerados).
Pero, ¿de qué estamos hablando cuando utilizamos la expresión discurso de odio? De acuerdo con la definición de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, estamos hablando de contenidos que fomentan, promueven o instigan el odio, la humillación o el desprecio, así como el acoso, las amenazas, la estigmatización y la difusión de estereotipos negativos, dirigidos hacia una persona o un grupo de personas por una o más de sus características.
Evidentemente, los contenidos en línea pueden incorporar «niveles» de odio muy diferentes y algunos, particularmente graves, pueden incluso llegar a constituir un delito. Pero son una minoría de los casos. Mayoritariamente, el odio se mueve dentro de los límites de la libertad de expresión, tomando formas variables: rumores, noticias falsas, generalizaciones sin base, simplificaciones extremas, ideas capciosas, etc. Y en el caso específico de los atentados de Barcelona y Cambrils (como en los de París, Londres, Manchester, etc.), «cargando» a un conjunto específico de personas la responsabilidad de unos pocos individuos.
En presencia de contenidos embebidos de odio, pues, antes de preguntarnos si están permitidos o no por la ley, cabe preguntarse qué podemos hacer para que el odio no llene los espacios cotidianos de nuestra vida. En este sentido, como bien señalaba Laia Serra en un artículo en eldiario.es, la respuesta social al odio y, en particular, la capacidad de contraargumentar y desarrollar narrativas alternativas a partir de nuestra inteligencia colectiva como sociedad civil, debe considerarse mucho más ágil y efectiva que el estrictamente legal.
Internet es uno de los principales «espacios» de comunicación entre personas, por su facilidad de acceso y por su nivel potencial de alcance, y puede resultar un amplificador particularmente eficaz para la divulgación de mensajes hostiles y discriminatorios y, incluso, por la incitación a la violencia hacia determinados colectivos. Pero también es un espacio sin precedentes para construir y difundir nuevas formas de ver y entender el mundo y de fomentar el respeto por los derechos humanos.
Asimismo, las redes sociales parecen ofrecer a las haters (las personas que «odian» en línea, las que se dedican a hacer circular comentarios potencialmente delictivos) la posibilidad de esconderse detrás del anonimato o de identidades falsas, lo que puede dificultar enormemente el control social y la sanción por parte de las autoridades. Ahora bien, la impunidad en la red es más un mito que una realidad, ya que casi siempre es posible determinar la autoría de cualquier mensaje, imagen o meme difundido en Internet.
Pero el reto de fondo, aún más crucial, es hacer crecer el rechazo social y político hacia todo tipo de manifestaciones de odio, con el compromiso de todos, incluidas las administraciones y los partidos, prevenirlas y combatirlas abiertamente, cuando sea necesario. Y esto depende, en primer lugar, de la urgencia con que la sociedad pide la intervención. En otras palabras, la reacción y la reactividad de todas las personas que consideramos inaceptable «perder Internet ante la cultura del odio“, como titulaba en una famosa portada la revista Time hace un año, es un requisito indispensable para convencer a las administraciones y los representantes políticos que aún no lo están del peligro que el odio supone para la convivencia en el marco de un estado democrático de derecho.
Por esta razón, un «bravo» a todas las personas que durante las últimas semanas consideraron necesario actuar en primera persona para contrarrestar el odio y la islamofobia en línea (y no sólo en línea). Debemos tener en mente que es una lucha de cada día, y que cuantos más seamos, antes la ganaremos.
Creo que vale la pena terminar este artículo con una consideración final. En la «sociedad de la comunicación», algunos actores siguen teniendo un papel particularmente relevante en la reproducción y difusión del odio hacia determinados colectivos, debido a su nivel de visibilidad y la legitimación social de la función que desempeñan. Es el caso, por ejemplo, de representantes políticos y profesionales de la información.
En efecto, políticos y profesionales de los medios de comunicación (también en su versión digital) desempeñan un papel fundamental en la creación y reproducción de estereotipos y prejuicios, actuando a menudo con una notable falta de responsabilidad. El espacio que ocupan en el sistema comunicativo y el valor que la mayoría de población otorga a las «declaraciones de los políticos», a la «letra impresa» de los periódicos o en los informativos televisivos sigue siendo extraordinario, por lo que desmontar un estereotipo amplificado y legitimado por estos actores se convierte en una tarea titánica. En este sentido, apelo a la responsabilidad de políticos y medios y, más en general, de los opinion makers, es imprescindible para conseguir una sociedad más abierta, cohesionada y respetuosa con los derechos humanos.