En 2017 se cumplirán veinte años de la supresión de la Corporación Metropolitana de Barcelona y, lógicamente, de nuevo se alzan voces contra aquel disparate. Fue creada con 26 municipios en 1974 por el porciolismo, con la intención de mancomunar servicios públicos compartidos de facto entre poblaciones vecinas. Se vio disuelta en 1987 por el gobierno de mayoría absoluta de CiU, vista como “contrapoder” de los intereses pujolianos por parte del maragallismo que entonces la presidía. Las competencias fueron asumidas por la Generalitat, por tres entidades metropolitanas de funciones limitadas (la Mancomunidad de Municipios, la Entidad del Transporte y la Entidad de Medio Ambiente, reunificadas en 2010) y por los nuevos Consejos Comarcales, cuyo balance resulta hoy descriptible.
La disolución de la “Corpo” fue una maniobra partidista y en el debate sobre su recuperación no puede dejar de ser plena y óbviamente político. El minifundismo municipal de la actual Barcelona real es mucho más acusado que el de Madrid, donde las agregaciones por decreto a la capital de antiguos ayuntamientos periféricos tuvo por objetivo impedir que Barcelona fuese la ciudad más poblada de España, aunque lo fuese en realidad.
Madrid anexionó Chamartín en 1947, Carabanchel en 1948, Canillas, Hortaleza, Barajas y Vallecas en 1949, El Pardo, Vicálvaro, Fuencarral y Aravaca en 1951, Villaverde en 1954. De este modo sumó entonces 1,4 millones de habitantes, por delante de Barcelona.
No permitieron que Barcelona hiciese simultáneamente lo mismo con sus municipios circundantes. Las últimas anexiones de Barcelona remontan a Sants, Les Corts, Gracia, Sant Gervasi, Sant Martí de Provençals y Sant Andreu de Palomar en 1896, Horta en 1904 y Sarrià en 1921. La tanda madrileña de finales de los 40 y comienzos de los 50 aquí pasó de largo, entronizando el minifundismo municipal barcelonés que la Corporación Metropolitana porciolista intentó resolver, al menos en los aspectos técnicos más evidentes.
El año 1900 Madrid era la tercera provincia de España, por detrás de Barcelona y Valencia, con una población que no alcanzaba los 800.000 habitantes. Hoy el término municipal de Madrid tiene 3,1 millones y el de Barcelona 1,6 millones. Otra cosa distinta son las respectivas áreas metropolitanas y la forma de contarlas.
El minifundismo municipal impuesto a la Barcelona real ha consolidado numerosos intereses creados en una constelación de ayuntamientos solapados sobre el mapa, no en la práctica administrativa. También por eso el debate sobre la supresión o la recuperación de la Corporación Metropolitana tocaba y sigue tocando demasiadas sensibilidades, aunque la eficiencia de los servicios públicos debería estar por encima de los intereses particulares, incluso por encima de las debilidades de la fuerza de la costumbre.
En 2017 se cumplirán veinte años de la supresión de la Corporación Metropolitana de Barcelona y, lógicamente, de nuevo se alzan voces contra aquel disparate. Fue creada con 26 municipios en 1974 por el porciolismo, con la intención de mancomunar servicios públicos compartidos de facto entre poblaciones vecinas. Se vio disuelta en 1987 por el gobierno de mayoría absoluta de CiU, vista como “contrapoder” de los intereses pujolianos por parte del maragallismo que entonces la presidía. Las competencias fueron asumidas por la Generalitat, por tres entidades metropolitanas de funciones limitadas (la Mancomunidad de Municipios, la Entidad del Transporte y la Entidad de Medio Ambiente, reunificadas en 2010) y por los nuevos Consejos Comarcales, cuyo balance resulta hoy descriptible.
La disolución de la “Corpo” fue una maniobra partidista y en el debate sobre su recuperación no puede dejar de ser plena y óbviamente político. El minifundismo municipal de la actual Barcelona real es mucho más acusado que el de Madrid, donde las agregaciones por decreto a la capital de antiguos ayuntamientos periféricos tuvo por objetivo impedir que Barcelona fuese la ciudad más poblada de España, aunque lo fuese en realidad.