La jornada del domingo, el repaso de las imágenes, el repaso de las declaraciones, me ha dejado el espíritu y el alma con múltiples emociones y contusiones. Como muchos, he sentido rabia ante la brutalidad policial, a todas luces desmesurada incluso para quienes la veíamos venir tal como se habían planteado las cosas; he sentido vergüenza ajena por la reacción del gobierno y los medios de Madrid; he sentido admiración por la gente que se volcó con ilusión y orgullo en un acto de reafirmación nacional; y he sentido sorpresa y reconocimiento por la habilidad que tuvo un presidente llegado de rebote para lidiar con el toro bravo hispánico. Todos estos sentimientos me han acercado a posiciones donde nunca he militado, a pesar de llevar décadas incapacitado de sentir emociones por patria alguna, y me empujaron el domingo por la tarde a depositar un voto en blanco cuando hacía semanas que tenía tomada la decisión de no participar.
Pero también he sentido miedo y vértigo por las intenciones expresadas por el presidente de la Generalitat y sus consejeros al final de la jornada, y por la mayor parte de valoraciones que escucho desde entonces de los tertulianos habituales.
Lo digo directamente, sin anáforas ni metáforas. El domingo Puigdemont y los suyos ganaron la partida, y Rajoy y los suyos fueron humillados. Unos se habían pasado meses diciendo que habría referéndum. Y otros se habían pasado meses diciendo que no lo habría. Unos acabaron la jornada contando papeletas. Y los otros seguían negando que hubiera pasado lo que todo el mundo había visto que había pasado, recordando aquel PP de Aznar que negaba la huelga general que todo el mundo había visto o se emperraba en atribuir una acción terrorista a ETA que todo el mundo veía que provenía de otras latitudes. A pesar de las porras, hubo urnas. David venció a Goliat.
Ahora bien, el resultado de las votaciones del domingo de ninguna manera puede ser considerado vinculante. Este resultado de ninguna manera puede dar derecho al pueblo de Cataluña a tener un estado independiente en forma de república, como dijo Puigdemont el domingo, sino que da derecho a exigir a la comunidad internacional y a los partidos de la oposición que obliguen al Gobierno de España a que finalmente autorice un referéndum legal, al que todo el mundo se sienta llamado, con tiempo suficiente para un debate sosegado, claro en la lectura de resultados, homologable, pacífico y con plenas garantías en la convocatoria y desarrollo. Nada de esto se cumplía el domingo. No hablo de participación, sino de lectura de resultados. Es sencillamente disparatado dar credibilidad a un resultado que dice que nueve de cada diez ciudadanos de Cataluña están a favor de su independencia de España.
El domingo hubo un alto porcentaje de catalanes que se quedaron desamparados. Son aquellos quienes no creen que la independencia sea lo que más convenga a este país, quienes no han comprado nunca que España deliberadamente ejecute ningún plan para ahogar a Cataluña, quienes no entienden por qué todo este embrollo no se puede resolver dialogando, quienes opinan que en el mundo ya hay suficientes problemas endemoniados como para pretender añadir un país rico como el nuestro, quienes huyen de la violencia física y verbal de estos días... Toda esta gente hoy en Cataluña está desamparada, porque confió en un gobierno que les dijo que esta votación no era legal ni legítima y que no se tenía que ir y que no se haría, y vio que al final se hizo y que la forma chapucera como se intentó abortar fue a costa de zurrar sus amigos y vecinos.
Esa gente no son ni más y ni menos catalanes que el resto. No aman a Cataluña ni más y ni menos que el resto. Esto hay que decirlo hoy más alto que nunca. Si el Govern y el Parlament de Catalunya les quieren ignorar simplemente porque no participaron en una movida que claramente no reunía los mínimos requisitos para ser considerada un referéndum, esta supuesta nueva república empezará muerta.
El independentismo vive momentos de merecida euforia. Ha dado un golpe de efecto mundial impensable sólo hace unas semanas, en gran parte gracias a la ineptitud del Gobierno español, para cuyo funeral poco falta. Pero ahora toca lo más difícil para los de Puigdemont, que es la gestión de este éxito. A partir de ahora se pueden tomar varios caminos, desde el más expeditivo al más prudente, cada uno de ellos lleva a terrenos desconocidos y consecuencias ignotas, y optar por cualquier de ellos no contentará a todo el mundo y es posible que agriete la granítica unidad exhibida hasta ahora.
Que tinguem sort.