El 9-N constituyó de nuevo una admirable demostración de fuerza cívica en Catalunya. Participó una tercera parte del censo electoral convocado y el resultado fue muy similar al obtenido en citas anteriores por la suma de los partidos favorables al derecho a decidir. Las votaciones entrañan una ventaja: contarse. Las cifras cantan y si los ciudadanos acudimos a votar o dejamos de hacerlo es para que se escuchen.
Una de les virtudes de la democracia, que hoy nos parece elemental pese a haber sido conquistada hace poco tiempo, es que ampara el derecho a la diferencia, la pluralidad, la diversidad, la confrontación de ideas. Lo ampara y lo necesita como el aire que respira. Eso significa lo contrario del uniformismo con que quisieron modelarse los modernos Estados-nación, como un hecho compacto sacralizado, situado demasiado lejos de la capacidad de aceptar con naturalidad la diferencia cultural, vertebrar la diversidad democráticamente, administrar la pluralidad y sacarle provecho dentro de un conjunto orgánico libre, tolerante, dinámico y multicultural. Lo que hace la fuerza es la unión, no la unidad ni menos aun el uniformismo.
Cualquier país se ha formado en un momento u otro como agregación, como suma, como unificación de poblaciones relativamente diferentes a fin de alcanzar una medida más operativa y un sentido de pertenencia aglutinador. Cada una de las poblaciones unificadas perdió en la operación una parte de su identidad anterior, más aun si no ostentaba una posición dominante. La cuestión es si a lo largo del programa de absorción ha encontrado o no, a corto o a largo plazo, más beneficios que inconvenientes. La capacidad de encaje depende de la oferta del grupo dominante, la resistencia del dominado depende de lo que recibe o no recibe en contrapartida. “Patria est ubicumque est bene”, la patria es cualquier lugar donde se esté bien, decía Cicerón en las Converaciones tusculanas el año 45 aC.
Las cifras del 9-N no indican nada nuevo en el panorama de los partidarios, cívicamente movilizados una vez más, del derecho a decidir o de la independencia. En el terreno de les estrategias partidistas, el president Artur Mas sale reforzado en su papel, que buena falta le hacía. Queda por ver el factor principal: la traducción de esta nueva movilización ciudadana en términos de administración pública eficaz por parte de los responsables políticos para resolver los problemas ordinarios o extraordinarios de la mayoría social. Quiero decir a parte de la lluvia cotidiana de declaraciones y de volver a convocarnos a votar, claro.
El 9-N constituyó de nuevo una admirable demostración de fuerza cívica en Catalunya. Participó una tercera parte del censo electoral convocado y el resultado fue muy similar al obtenido en citas anteriores por la suma de los partidos favorables al derecho a decidir. Las votaciones entrañan una ventaja: contarse. Las cifras cantan y si los ciudadanos acudimos a votar o dejamos de hacerlo es para que se escuchen.
Una de les virtudes de la democracia, que hoy nos parece elemental pese a haber sido conquistada hace poco tiempo, es que ampara el derecho a la diferencia, la pluralidad, la diversidad, la confrontación de ideas. Lo ampara y lo necesita como el aire que respira. Eso significa lo contrario del uniformismo con que quisieron modelarse los modernos Estados-nación, como un hecho compacto sacralizado, situado demasiado lejos de la capacidad de aceptar con naturalidad la diferencia cultural, vertebrar la diversidad democráticamente, administrar la pluralidad y sacarle provecho dentro de un conjunto orgánico libre, tolerante, dinámico y multicultural. Lo que hace la fuerza es la unión, no la unidad ni menos aun el uniformismo.