La nueva legislatura catalana arranca a trancas y barrancas en un clima de gran incertidumbre y una invencible sensación de improvisación y provisionalidad. Tras el brusco frenazo de la semana pasada al máximo nivel, el pacto parlamentario entre CiU y ERC ya es un hecho. La inesperada aprobación de una nueva tasa sobre los depósitos bancarios, acordada vía decreto por el Consell Executiu en funciones en abierto desafío al poder central, ha anticipado la alianza con el nuevo socio político y preludia la borrasca que se avecina en los próximos años entre la Generalitat y Gobierno estatal. El thriller soberanista se dispone a entrar en su segundo capítulo.
Así y todo, nada hace pensar que el acuerdo definitivo dé lugar a un Gobierno sólido y con un horizonte despejado y seguro, vistas las discrepancias sobre el cuándo y el cómo de la consulta sobre la independencia, nudo gordiano del fulminante sprint soberanista entre ambas fuerzas. El oasis catalán de antaño es hoy una zona volcánica cuya actividad gravita sobre el futuro del país y la propia viabilidad del estado español en el incierto escenario de la crisis de la eurozona. Pese a la trascendencia del momento, de momento no se advierte ningún síntoma de desactivación o enfriamiento de la crisis política e institucional declarada entre la Generalitat de Catalunya y el Gobierno central del Estado.
El “tour de force” de Junqueras
Tampoco es menor la excitación ante el aumento de impuestos y tasas exigido por ERC en el enérgico “giro social” para intentar exhibir su perfil de izquierdas. En su tour de force para afirmarse como gran hacedor de la nueva agenda política catalana, Oriol Junqueras ha extremado sus exigencias y escenificado a la perfección la situación de Artur Mas como rehén de su partido. El flamante líder independentista no sólo pretende imponer una línea de programa, sino que reclama que el perfil de los miembros del nuevo Gobierno responda a este mandato. Sea como fuere, todo invita a pensar que el dirigente de CiU será más temprano que tarde víctima de su propia aventura política a manos de su aliado de circunstancias, aunque es previsible que pueda aparecer como mártir del enemigo exterior.
El nuevo Parlament se ha constituido con la convicción de que Mas será investido presidente con el apoyo de ERC, pero sin la garantía de que pueda cumplir –otra vez— su mandato de cuatro años y con muchas incógnitas sobre las concesiones en materia de política fiscal que permitan aprobar el presupuesto de 2013 con un recorte de 4.000 millones. La gran patronal catalana ya han roto con estruendo su silencio y ha mostrado su rechazo inequívoco al aumento de tributos, además de emplazar al nuevo Govern a respetar el marco constitucional en la hipótesis de una consulta popular. Hasta el diario La Vanguardia, que secundó a ciegas a Artur Mas en su fallido órdago secesionista, ha cambiado de tercio y abjura del pacto con ERC en los términos actuales. En todo caso, las presiones más fuertes para evitar que CiU caiga en manos de Esquerra son sin duda las que no trascienden.
En este contexto, la presidenta del Parlament, Núria de Gispert, ha obviado las convenciones de neutralidad institucional y prudencia política al afirmar de forma solemne que la legitimidad y autoridad de la Generalitat trascienden la Constitución de 1978 y que su propio mandato está ligado a “la voluntad mayoritaria del pueblo de Catalunya a ejercer el derecho a decidir sobre su futuro”. Lejos del discurso de Duran i Lleida, la veterana dirigente de UDC afirma que hará todo lo que esté en su mano para que la consulta sea posible, en coherencia con la resolución aprobada in extremis por la Cámara anterior al asumir por iniciativa del propio Govern la manifestación del 11-S como un mandato por la independencia. Todo eso, sin embargo, parece que ocurrió hace una eternidad.
En fase de helenización
El caso es que la Cámara más plural y fraccionada de la historia de Catalunya emprende su nueva singladura bajo la liturgia soberanista institucionalizada por el propio Artur Mas tras la gran marcha de la Diada, pero esta vez bajo la batuta de Oriol Junqueras desde su puesto estratégico en el foso de la orquesta.
A falta del debate de investidura, cuyo desenlace ya ha sido anticipado por el propio líder de ERC al anunciar su voto favorable a Artur Mas, el inicio de la legislatura confirma la incipiente helenización de la política catalana como reacción a la triple crisis política, económica y social. El acto de constitución del Parlament permitió visualizar un hemiciclo multicolor donde las posiciones y gestos radicales crecen y copan la atención, mientras las principales fuerzas de gobierno menguan en su representación y pierden terreno ante la opinión pública. Un escenario sin duda lejos de los excesos y particularismos del laberinto griego, pero coincidente con las fracturas sistémicas que amenazan el sur de Europa.
La nueva legislatura catalana arranca a trancas y barrancas en un clima de gran incertidumbre y una invencible sensación de improvisación y provisionalidad. Tras el brusco frenazo de la semana pasada al máximo nivel, el pacto parlamentario entre CiU y ERC ya es un hecho. La inesperada aprobación de una nueva tasa sobre los depósitos bancarios, acordada vía decreto por el Consell Executiu en funciones en abierto desafío al poder central, ha anticipado la alianza con el nuevo socio político y preludia la borrasca que se avecina en los próximos años entre la Generalitat y Gobierno estatal. El thriller soberanista se dispone a entrar en su segundo capítulo.
Así y todo, nada hace pensar que el acuerdo definitivo dé lugar a un Gobierno sólido y con un horizonte despejado y seguro, vistas las discrepancias sobre el cuándo y el cómo de la consulta sobre la independencia, nudo gordiano del fulminante sprint soberanista entre ambas fuerzas. El oasis catalán de antaño es hoy una zona volcánica cuya actividad gravita sobre el futuro del país y la propia viabilidad del estado español en el incierto escenario de la crisis de la eurozona. Pese a la trascendencia del momento, de momento no se advierte ningún síntoma de desactivación o enfriamiento de la crisis política e institucional declarada entre la Generalitat de Catalunya y el Gobierno central del Estado.