En un artículo publicado en El País el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid, Fernando Rey, concluía que «el número de personas con ideas independentistas es más un bizcocho compacto de cierto grosor que algo frágil y pasajero. Y que aumentará si no se actúa con más inteligencia que la exhibida hasta el momento ». Lo resumía perfectamente en el título del artículo: Era un 'plumcake', no un 'soufflé'. Desde entonces no parece que las cosas hayan cambiado demasiado, al menos a mejor: las amenazas continúan, el desprecio institucional persiste y las acusaciones infundadas (por ejemplo pretendiendo relacionar soberanismo y yihadismo) aparecen en forma de píldoras incendiarias en un relato visiblemente diseñado y ejecutado con voluntad de confundir e intoxicar.
La sensación que tengo es que ya hace tiempo que hemos cruzado el punto de no retorno. El número de gente que ve en la independencia una salida, la única que nos han dejado, no para de crecer. Demasiados agravios, demasiado reproches, demasiado heridas abiertas. La desconexión emocional es un hecho, desde hace tiempo. Por mucho que, eventualmente, un cambio de mayorías en el Estado hiciera posible un cambio en el tono y el discurso (cambio que por otra parte veo poco probable, a estas alturas), difícilmente el fondo de la cuestión se modificaría sustancialmente. Ya no es una cuestión de correlación de fuerzas, es un problema más estructural. Para mucha gente, sólo se percibe un escenario: la derrota (nuevamente) y la subsiguiente sumisión. En otras palabras: ya no hay margen para encontrar un encaje satisfactorio, y es una lástima, porque hace unos años, no demasiados, esta opción sí parecía que existía.
Lo hemos intentado todo, y nada ha funcionado. Hablad, nos piden desde Europa. Pero es que desde aquella dolorosa mutilación del Estatut, no hemos conseguido que ninguna puerta se abriera ni ningún teléfono se descolgara. ¿Hablar? ¿Con quién? ¿De qué?
La conclusión es obvia: el status quo ya no es una opción. Quedarnos como estamos no está en el menú. O bien avanzamos, o sino hay que reconocer (si actuamos de manera honesta) que damos por bueno retroceder, aún más, en todo tipo de derechos (sociales, políticos y ambientales).
Es por ello que, personalmente, entiendo el momento que vivimos con una gran dosis de ilusión por un hecho muy simple: supone una enorme ventana de oportunidad. Constato desde hace tiempo que mucha gente tiene ganas de que las cosas den un giro radical, de 180 grados. La política está demasiado desprestigiada, la economía secuestrada por élites y poderes corruptos y las ilusiones huérfanas de estandartes. La demanda por iniciar un proceso de cambio y regeneración política crece, y sólo disponemos de una herramienta que sea a la vez útil y aceptable: la Democracia.
El cualquier caso, en el Estado esta expectativa se nos ofrece incierta y enormemente difícil. En cambio, en Cataluña vivimos un momento singular en el que quien quiera empezar de nuevo un proyecto estimulante, quien desee establecer las bases de un marco nuevo, de un Estado moderno, propio del siglo XXI, tiene una gran oportunidad. Detecto, más que nunca, hambre de democracia, pero también de apoderamiento. La gente necesita, necesitamos, tener la sensación de que recuperamos las riendas de nuestro futuro. Ser soberanos de nuestro destino, a nivel individual y colectivo.
Del caso escocés aprendimos como el debate sobre el ejercicio del derecho a decidir en relación a las relaciones con el Reino Unido abrieron de manera subsidiaria muchos otros debates sobre la necesidad (y el derecho) a decidir sobre todo tipo de cuestiones. En definitiva tiene que ver con las soberanías (en plural) de las que se dota una ciudadanía cada vez más depauperada en términos democráticos.
La gran demostración de fuerza y vitalidad demostrada alrededor de la organización, el próximo 24 de abril, de un gran acto en el Palau Sant Jordi (y alrededores) demuestra que el espíritu es más vivo que nunca. ¿Dónde está el desencanto abanderado por unos y lamentado por otros? No lo veo por ninguna parte.
La campaña 'Ara és l’hora' (impulsada por el ANC y Òmnium Cultural) ha sido determinante para poner sobre la mesa la importancia del momento, y sin embargo se ha hecho mayor. Hemos pasado pantalla. El joven ya no es ninguna promesa, ahora es una realidad adulta. Entramos en un marco diferente: el de la madurez. Hora de construir. Ya no toca hablar de si hay que hacerlo, o no, sino de cómo lo haremos (siempre y cuando el 27S la mayoría, vía urnas, exprese esta voluntad de poner en marcha las máquinas). Hasta ahora hemos hablado del porqué, ahora toca encarar el para qué. Hablamos sin rodeos de regeneración democrática, de abrirnos al mundo, de bienestar, de justicia social, de innovación, de sostenibilidad, de equilibrio territorial, de solidaridad, de igualdad, de educación y cultura, de diversidad.
Para mí está más claro que nunca: la sociedad civil calienta motores. La cosa está en marcha. Veremos cómo se traduce esto en la proyección institucional, primero el 24 de mayo, a escala local, y sobre todo el 27S. Proceso en modo ON.