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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Puigdemont o el síndrome del presidente exiliado

Explica un amigo de Carles Puigdemont que el día siguiente a la proclamación de la república catalana el presidente ahora cesado no estaba precisamente animado. Fue el multitudinario paseo que protagonizó por las calles de Girona, en plena celebración de las fiestas de Sant Narcís, lo que le alegró. Fue un baño de masas en casa, mientras a su lado, su esposa, Marcela Topor, intentaba sonreír con pocas ganas. Fue la última imagen pública que se obtuvo de Puigdemont en Catalunya. La siguiente ya fue en Bruselas.

“Puigdemont sufre ahora el síndrome del presidente exiliado”, describe un buen conocedor de los entresijos del PDeCAT. Un síndrome que le lleva a anunciar que creará una “estructura estable” para coordinar la acción de un Govern inexistente o a felicitarse de las protestas que colapsaron carreteras y vías férreas el miércoles mientras los dirigentes de su partido cuestionan la imagen de una Catalunya bloqueada por los comités de defensa de la república.

Precisamente otra diferencia entre Puigdemont y los suyos es que mientras él sigue hablando de la república, en el PDeCAT pero también en ERC e incluso en las entidades independentistas están centrados en reivindicar la libertad de los presos y evitar errores -políticos o judiciales- que puedan perjudicar a los consellers encarcelados pero también a sus respectivas expectativas electorales.

El president vive encapsulado en la capital belga apadrinando desde la distancia una candidatura con demasiado aroma convergente, en opinión de ERC y CUP. Y si no están todos no será una lista de país. En el PDeCAT aseguran (con poco entusiasmo) que aún hay opciones de que la propuesta prospere y tras la reunión que este sábado han mantenido Artur Mas y Marta Pascal con Puigdemont se quiere subrayar la idea de que el president “no está solo”. Ahora el objetivo es que, aunque no sea la lista que quería, sea una candidatura que incluya a personas que no sean del partido. Acabe como acabe, el órdago que les ha planteado es de nota.

Si Puigdemont logra salirse con la suya, el PDeCAT desaparecerá del Parlament, y eso, además de restarle influencia y visibilidad es un problema para las arcas de un partido con unas finanzas que hace tiempo que tiemblan. Si no consigue que cristalice la lista transversal está por ver si acaba encabezando una candidatura del PDeCAT en solitario. “Lo damos por hecho”, aseguran en su partido. Pero darlo por hecho y darlo por seguro no siempre son sinónimos y menos cuando se trata de Puigdemont.

Esquerra observa de reojo a sus socios mientras ya reescribe un guion propio para el 21D pensando en el día siguiente. El PDeCAT intenta salvar los muebles confiando en que una vez más las encuestas se equivoquen. Y la CUP, atónita por lo que considera un exceso de tacticismo, repite que la única manera de garantizar la mayoría independentista es creerse de verdad que, más allá de las siglas, hay que actuar de manera coordinada.

Explica un amigo de Carles Puigdemont que el día siguiente a la proclamación de la república catalana el presidente ahora cesado no estaba precisamente animado. Fue el multitudinario paseo que protagonizó por las calles de Girona, en plena celebración de las fiestas de Sant Narcís, lo que le alegró. Fue un baño de masas en casa, mientras a su lado, su esposa, Marcela Topor, intentaba sonreír con pocas ganas. Fue la última imagen pública que se obtuvo de Puigdemont en Catalunya. La siguiente ya fue en Bruselas.

“Puigdemont sufre ahora el síndrome del presidente exiliado”, describe un buen conocedor de los entresijos del PDeCAT. Un síndrome que le lleva a anunciar que creará una “estructura estable” para coordinar la acción de un Govern inexistente o a felicitarse de las protestas que colapsaron carreteras y vías férreas el miércoles mientras los dirigentes de su partido cuestionan la imagen de una Catalunya bloqueada por los comités de defensa de la república.