Cuando, tras el último ataque en Londres, la primera ministra británica, la conservadora Theresa May, afirmó que estaría dispuesta a “cambiar las leyes que protegen los derechos humanos” si esto servía para combatir el terrorismo, muchos hicieron aspavientos. Pero lo cierto es que no afirmaba nada que no esté en la mente, y quizás en los planes, de muchos gobernantes europeos.
A pesar de que las palabras de May parezcan una salida de tono ilustran a la perfección una tendencia creciente de los últimos tiempos: oponer “derechos humanos” a “seguridad”, o “derechos humanos” a “lucha contra el terrorismo”, como si Europa viviera un dilema inevitable, planteado en términos de vida o muerte, que imposibilita que los dos conceptos puedan ir de la mano.
Miremos hacia Francia. No hablamos demasiado del país vecino, pero la realidad es que lleva un año y medio, desde los ataques de París de noviembre de 2015, en estado de excepción. Esta constante de estado de emergencia no es inocua y supone graves consecuencias que debemos analizar a fondo porque París parece el banco de pruebas hacia donde nos quieren conducir algunos gobernantes europeos para “combatir la amenaza terrorista”. Y la realidad es que las medidas extraordinarias en nombre de la seguridad han violado repetidamente los derechos de muchos ciudadanos franceses, con un uso y un abuso desmesurado del poder por parte de la policía, de las fuerzas especiales y del estado: veamos qué se cuece.
Francia ha ampliado poderes para poder realizar registros e imponer arrestos domiciliarios sin necesidad de una autorización judicial. Y ha ampliado los poderes para prohibir reuniones y manifestaciones públicas de modo permanente. Por supuesto que las medidas extraordinarias caben en un ordenamiento democrático y constitucional y en un estado de derecho, sí, pero sólo son admisibles y justificables de manera temporal y proporcionada, porque se alejan del derecho penal ordinario y restringen libertades civiles y derechos humanos. También deben ser sometidas a control y vigilancia.
El actual estado de excepción en Francia permite, por ejemplo, prohibir cualquier concentración como medida cautelar, es decir, preventivamente, alegando unos motivos demasiado amplios y poco precisos de “amenaza al orden público”. Tenemos evidencias claras que estos poderes se han utilizado con frecuencia de modo desproporcionado e injustificado. Se han dictado centenares de medidas que han limitado la libertad de circulación de personas y el derecho de reunión pacífica. ¿Alguien puede explicar, por ejemplo, la supuesta relación de protestas contra la última reforma laboral en Francia o contra el cambio climático con el terrorismo global o la seguridad? Más bien parece una excusa del estado francés para utilizar los instrumentos discrecionales de los que se ha dotado para reprimir el derecho a la protesta. Así, da la impresión de que el estado utiliza todos los recursos a su alcance para atacar a las personas y a los grupos más activos en los movimientos sociales.
Este estado de excepción renovado hasta seis veces (!) –que el flamante nuevo presidente, Emmanuel Macron, rompiendo lo prometido en campaña, ya se ha afanado a decir que quiere renovar– implica la normalización de las medidas invasivas del poder.
Si analizamos la eficacia y el resultado, las cifras son muy claras. De un total de 3.200 registros domiciliarios sólo han surgido cuatro investigaciones criminales, que no condenas, por delitos que podrían estar relacionados con el terrorismo. Se han dictado hasta 400 órdenes de arresto domiciliario sin que se hayan iniciado procedimientos judiciales contra estas personas. Entre noviembre de 2015 y mayo de 2017 se han prohibido 155 reuniones públicas y decenas de manifestaciones e impuesto órdenes para impedir participar en ellas a más de 600 personas, casi todas ellas relacionadas con las protestas contra la reforma laboral.
Y en las marchas que finalmente recibieron luz verde, la policía se desplegó para contener manifestantes pacíficos que no representaban ninguna amenaza concreta al orden público. El derecho internacional reconoce el derecho inalienable a participar en reuniones y manifestaciones pacíficas y los actos de violencia esporádica o delitos que otros puedan cometer no deberían ser atribuidos a personas con intenciones y conductas pacíficas. El resultado fue que en muchas de las protestas la policía recurrió a la fuerza excesiva de modo innecesario y arbitrario, dejando centenares de manifestantes heridos: balas de goma, sprays abrasivos en la cara, gases lacrimógenos, encapsulamiento de manifestantes durante horas y toda una serie de prácticas dudosas. Estos abusos rompen la presunción del derecho internacional de que una manifestación es pacífica salvo que las autoridades puedan demostrar lo contrario: las manifestaciones se perciben de entrada como una amenaza y no como un derecho fundamental (lo que son).
La cuestión central es que el Gobierno francés, y cualquier gobierno, deberían garantizar que las medidas de excepción se utilizan únicamente para lograr el objetivo por el que se declararon: prevenir nuevos ataques contra la población. Francia debería abandonar estas medidas si no puede demostrar que se enfrenta a una situación de emergencia pública real y masiva. Si no lo hace, corre el peligro de caer en una peligrosa y vertiginosa espiral (la actual) que conduce al país hacia un estado de excepción permanente.
Hay quien defenderá que la amenaza que representa el terrorismo es de tanta gravedad que debemos prescindir de normas existentes del derecho internacional para que los gobiernos puedan proteger a la población de los ataques. Que los derechos humanos, como dijo May, son un obstáculo para combatir de manera eficaz el terrorismo. La cantinela es antigua: la escuchamos desde 2001, desde los ataques de la 11S en EEUU. La Administración Bush ya esgrimió estos argumentos y conocemos perfectamente sus resultados: el programa de detenciones secretas de la CIA, la extensión masiva de la tortura, las intervenciones militares unilaterales, etc.
El catálogo de abusos contra los derechos humanos en nombre de la seguridad llegó a niveles inimaginables en lo que consideramos estados de derecho o democracias. ¿Y de qué sirvió? ¿Alguien, con dos dedos de frente, puede afirmar sin enrojecer, que hoy el mundo es más seguro que en 2001? ¿Que la amenaza terrorista se ha reducido? ¿Que hay más seguridad?
La doctrina que opone seguridad y derechos humanos no ha funcionado. Nada. Poner en peligro los derechos humanos, en definitiva vulnerarlos, no sirve a la lucha contra el terrorismo. Contrariamente, facilita al terrorista la consecución de su objetivo, al concederle una falsa autoridad moral y provocar tensión, miedo, odio y desconfianza hacia los gobiernos justo en aquellos sectores de la población donde tienen más posibilidades de reclutar a gente. Es una vía sin salida que hay que abandonar antes de que sea demasiado tarde.
Cuando, tras el último ataque en Londres, la primera ministra británica, la conservadora Theresa May, afirmó que estaría dispuesta a “cambiar las leyes que protegen los derechos humanos” si esto servía para combatir el terrorismo, muchos hicieron aspavientos. Pero lo cierto es que no afirmaba nada que no esté en la mente, y quizás en los planes, de muchos gobernantes europeos.
A pesar de que las palabras de May parezcan una salida de tono ilustran a la perfección una tendencia creciente de los últimos tiempos: oponer “derechos humanos” a “seguridad”, o “derechos humanos” a “lucha contra el terrorismo”, como si Europa viviera un dilema inevitable, planteado en términos de vida o muerte, que imposibilita que los dos conceptos puedan ir de la mano.