El nuevo escenario electoral pide a gritos un matiz. Una de las palabras que últimamente hemos aprendido a decir más de veinte veces al día es “soberanismo” (y sus declinaciones “movimiento soberanista”, “desafío soberanista”, etc.). Se refieren al movimiento social de cariz político que reivindica el derecho a decidir del pueblo catalán, a menudo dando por entendido que eso pasa en primer lugar por la creación de un Estado catalán independiente o altamente autónomo del Estado español. El soberanismo no es exclusivo de Catalunya sino que existe en mayor o menor intensidad en familias culturales, territoriales y políticas (naciones) sin Estado de otras geografías, Quebec, Escocia, el País Vasco, las más conocidas. Pero también el Kurdistán, Palestina, Galicia, Kosovo o distintos lugares del Amazonas.
En la Península Ibérica, el soberanismo está claramente confrontado políticamente a un movimiento que comienza a ser conocido como “unionismo”. Se puede vestir de “constitucionalismo” pero en realidad parece significar “españolismo” con acento castellano. A menudo este unionismo procede de personas conservadoras, aunque también es fácil percibirlo en las izquierdas de cualquier parte del Estado (no todas) que ven el soberanismo como una manipulación de las élites catalanas, y por qué no decirlo, también porque desafía profundamente su identidad de “Nación” que han aprendido de pequeños. Entre los sectores más progresistas que acogen mejor la diversidad peninsular, el federalismo predomina como versión más convivencial del unionismo.
El movimiento españolista es ahora mismo más poderoso que el soberanista, tanto en nombre de efectivos como porque acaparan las instituciones del Estado central. Algunos partidos moderadamente soberanistas también controlan administraciones públicas autonómicas como la Generalitat o el Gobierno Vasco. Considerando la diferencia de poder institucional, la fuerza de los movimientos soberanistas se sitúa más bien en las calles, en la pequeña institucionalidad (ayuntamientos, asociaciones, empresas, etc.), o en alianzas internacionales. Por eso la importancia de la ANC (Asamblea Nacional Catalana), Òmnium Cultural, la AMI (Asociación de Municipios por la Independencia) o la diplomacia ciudadana.
Ahora bien, emerge la articulación de una tercera corriente a la que habría que llamar “supersoberanismo” o “soberanismo 3D” que reconoce el derecho a decidir. El soberanismo 3D, esgrime el “derecho a decidirlo todo” pero “todo-todo”, enfatizando que la soberanía reside en los pueblos, las personas y los cuerpos. Afirma que los Estados son soberanos en la medida en que representan pueblos, personas y cuerpos. Rechaza el uso que del Estado hacen determinados grupos de interés privado, sean Puentes Aéreos, banqueros, Aznares, Pujoles, Closes, Millets o Aguirres. Reivindica así el Estado o cualquier comunidad con reglas y proyecto, pero desconfía de él. Toma expresiones territoriales como la lucha local contra la MAT, cosmopolitas como el movimiento por la justicia climática, y a la vez temáticas como la soberanía alimentaria, la energética, el derecho a la vivienda, a la salud universal, la multiculturalidad, etc.
En consecuencia, el soberanismo 3D se suele oponer frontalmente al unionismo conservador y al patrioterismo. Pero el supersoberanismo tampoco se siente nada cómodo con el soberanismo 1D, un soberanismo restringido exclusivamente a la cosa nacional que bloquea o despista la toma de otras decisiones importantes. Así pues, el soberanismo 3D encuentra totalmente legítimo que cualquier pueblo decida sobre su cuestión nacional. Es internacionalista y coherentemente solidario con otros pueblos, con otros grupos sociales excepto los que colonizan. Pero a diferencia del soberanismo 1D, no se limita solo al eje nacional ni lo apuesta todo a la independencia y a la creación de un nuevo Estado. Reacciona indignadamente ante la pérdida de poder de la población frente a los mercados internacionales (que en realidad son ricos organizados), de las mafias viejas y nuevas, del patriarcado, de la anticooperación transnacional y otras formas de dominación que considera inaceptables. Lo hace exigiendo por ejemplo que el dinero público se destine antes a cubrir urgencias sociales de su gente que a rescatar bancos y a contentar inversores internacionales en concepto del servicio de la deuda y de candados del régimen neoliberal global.
Porque estas dimensiones importan, afirman que no se debe pagar la deuda que han contraído ilegítimamente bancos y dirigentes estafadores, como esgrime la PACD (Plataforma Auditoría Ciudadana de la Deuda). Observa la pérdida de soberanía que se produce por el paulatino proceso de financiarización de la economía y propugna la creación de comunidades (es comunitarista que no comunista) de resistencia y esperanza como la PAH o la Alianza contra la Pobreza Energética y de reivindicación de lo público, como la Marea Blanca. Crea cooperativas de consumo, de trabajo, de energía limpia y democrática, de producción cultural y agrícola, de crianza compartida o impulsa la banca ética. Por eso se opone a acuerdos secretos interestatales como el TTIP entre la Unión Europea y los Estados Unidos para favorecer negocios privados en detrimento de la gente, la naturaleza y las administraciones democráticas. Saben que los Estados, sus leyes e instituciones son a menudo secuestrados por grupos de poder y diversas élites extractivas. La Vía Campesina lucha por la reforma agraria a favor de los pequeños campesinos en países donde predomina el latifundismo oligarca. Los indígenas zapatistas en México o el movimiento 15M u Occupy, muy distintos entre sí, también son movimientos supersoberanistas.
Esta lógica del soberanismo multidimensional reivindicado desde algunos importantes movimientos sociales se está convirtiendo en opción electoral y de la nueva política. Se opone al unionismo pero avanza por la izquierda en el llamado frente soberanista, aún criticándolo de discrecional y como dice Ada Colau, de muy poco serio. Por eso, desde espacios como Barcelona o Terrassa en Comú, pero desde hace tiempo las CUP, el Procés Constituent, y de forma titubeante en lo nacional Podemos, la Federación de Izquierda Unida y Equo, se está de acuerdo con el derecho a decidir, pero a decidirlo absolutamente todo.
El nuevo escenario electoral pide a gritos un matiz. Una de las palabras que últimamente hemos aprendido a decir más de veinte veces al día es “soberanismo” (y sus declinaciones “movimiento soberanista”, “desafío soberanista”, etc.). Se refieren al movimiento social de cariz político que reivindica el derecho a decidir del pueblo catalán, a menudo dando por entendido que eso pasa en primer lugar por la creación de un Estado catalán independiente o altamente autónomo del Estado español. El soberanismo no es exclusivo de Catalunya sino que existe en mayor o menor intensidad en familias culturales, territoriales y políticas (naciones) sin Estado de otras geografías, Quebec, Escocia, el País Vasco, las más conocidas. Pero también el Kurdistán, Palestina, Galicia, Kosovo o distintos lugares del Amazonas.
En la Península Ibérica, el soberanismo está claramente confrontado políticamente a un movimiento que comienza a ser conocido como “unionismo”. Se puede vestir de “constitucionalismo” pero en realidad parece significar “españolismo” con acento castellano. A menudo este unionismo procede de personas conservadoras, aunque también es fácil percibirlo en las izquierdas de cualquier parte del Estado (no todas) que ven el soberanismo como una manipulación de las élites catalanas, y por qué no decirlo, también porque desafía profundamente su identidad de “Nación” que han aprendido de pequeños. Entre los sectores más progresistas que acogen mejor la diversidad peninsular, el federalismo predomina como versión más convivencial del unionismo.