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Reformas locales en Inglaterra y España: ¿Caminos opuestos para llegar al mismo sitio?

Ramon Canal (IGOP-UAB)

Si en el Reino Unido se ha hecho desde la bandera del localismo, en España el mensaje ha sido otro, el de “racionalizar” la administración local, delimitando a la baja su autonomía local y aumentando el control del gobierno central sobre la misma.

En el caso británico, la Ley del Localismo de 2010 (sólo aplicable a Inglaterra, puesto en 1997 se devolvieron a Escocia, Gales e Irlanda del Norte las competencias sobre gobierno local), otorga a los ayuntamientos el principio de competencia general (por el cual pueden intervenir en todos los ámbitos que consideren necesarios, mientras no lo impida la Ley) a la vez que impulsa la democracia local mediante la elección directa de los alcaldes de las grandes ciudades, la promoción de referéndums locales y mayor poder para los barrios. Por otro lado, la ley aumenta la transparencia y el control sobre los ayuntamientos, y otorga a las comunidades –la sociedad civil, en definitiva- el derecho a comprar bienes municipales y a gestionar servicios públicos, si son capaces de ofrecer mejores prestaciones que los proveedores municipales.

En definitiva, un panorama muy alentador, si no fuera porque la reforma va unida a una fortísima reducción de las transferencias estatales, a la que se suman numerosos incentivos y mecanismos (también referéndums) para limitar la presión fiscal municipal. Todo ello, combinado con la recesión económica y la evolución demográfica, dibujan un panorama devastador para las finanzas locales a corto y, sobre todo, a medio plazo. En lo que ya se conoce como el “gráfico de la maldición” se puede apreciar cómo, a partir del año 2021, en las condiciones actuales los ingresos de las corporaciones locales ya no permitirán a éstas cubrir ni tan sólo sus competencias obligatorias en materia de protección social.

Fuente: http://inlogov.wordpress.com/2012/05/23/barnet-graph-doom/

Quizá el sombrío panorama político y social del país no invite a apreciar las partes de la reforma más prometedoras para la autonomía local. Sea como fuere, son numerosos los analistas que no alcanzan a ver cómo se pueden ejercer competencias sin recursos, e interpretan la reforma como una malévola (y ¿definitiva?) vuelta de tuerca en el proceso de recentralización impulsado por los gobiernos conservadores de Thatcher y Mayor (1979-1997), y esencialmente continuado por el nuevo laborismo de Blair y Brown (1997-2010), a pesar de los recurrentes discursos sobre nuevo localismo.

En España, donde el localismo (léase municipalismo) –al menos “de boquilla”- formaba parte hasta ahora de los grandes consensos del país, el Gobierno no ha cejado hasta llevar su Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL), a las Cortes. Finalmente la norma no ha cruzado las líneas más rojas del municipalismo en lo que se refiere a la fusión de municipios, ni tampoco en la reducción del número (¡y de las retribuciones!) del personal político local. En cambio, ha laminado sobremanera las competencias locales en todo aquello que vaya más allá de la configuración física y el mantenimiento del municipio.

Lo más grave de la reforma es que el principio (constitucional!) de autonomía local queda totalmente supeditado a la situación y las necesidades financieras del Estado. Los mercados aprietan y el Estado traslada la presión “hacia abajo”, aplastando el relieve político de los ayuntamientos. Mediante el espantajo del “coste estándar” de los servicios y la supervisión de unos reforzados interventores, el gobierno central se asegura el control y en muchos casos hasta la supeditación política de los ayuntamientos. ¿Hacia dónde vamos? Hacia un gobierno local simbólico e identitario, a la vez que antipolítico por inoperante en las cuestiones básicas; ayuntamientos con fachada y bandera pero sin capacidad de incidencia ni de transformación de la realidad.

Por otra parte, la Ley entroniza a las diputaciones, otorgándoles funciones para las cuales no están ni legitimadas ni preparadas. ¿Cómo van a gestionar las diputaciones, llegado el caso, los servicios esenciales de miles de municipios sin disponer de un completo despliegue territorial? Obviamente, a través de empresas privadas… en el mejor de los casos. Lo más probable es que por el camino se pierdan muchos de los servicios asequibles que ahora aportan calidad de vida a amplias capas de la sociedad, y que éstos queden reservados para los municipios que –por ser ricos, por haber sido bien gestionados en el pasado, o por pertenecer a un territorio foral- se lo puedan permitir. Y es justamente aquí dónde las reformas española e inglesa llegan a parecerse más. En los dos casos se abre la puerta a una mayor desigualdad territorial, entre municipios e incluso dentro de éstos. Si se elimina la capacidad pública de incidir en las situaciones de desigualdad estructural, y la acción social se confía a las iniciativas voluntaristas del tercer sector local, la segregación espacial se enquistará y se hará más profunda.

Da la impresión de que, una vez más, se quiere aprovechar la coyuntura financiera para cambiar la estructura del sistema. Quizá se trate de impedir que surjan alternativas desde lo local, nuevas maneras de ver y de afrontar los problemas públicos. De que no pueda haber scaling up, sino sólo scaling down. Ya no se esconde la voluntad de apostar por las capitales, Londres y Madrid, y sus crecientes hinterlands; economías de aglomeración forzadas por el mercado… y por el Estado cuando es necesario. Parece que sólo hay espacio y sólo importan el centro del sistema y unos pocos “ganadores” más, que tienen derecho a considerarse 10, 100, (¿1.000?) veces mejores, y por ello a ser 10, 100, (¿1.000?) veces más ricos que los perdedores. ¿O quizá era al revés? Esta dinámica se aplica a personas y grupos, a profesiones, a ciudades y países y se mantiene incluso en aquellos lugares que, aparentemente, mejor están sobrellevando la crisis. En buena parte del norte y el centro de Alemania la mayoría de las ciudades están en bancarrota, y su situación incluso ha empeorado en los dos últimos años[1]. ¿Explicación? El semanario Der Spiegel apunta una: Ante la debilidad de las haciendas locales sólo las ciudades “estructuralmente fuertes” pueden permitirse políticas para atraer inversión privada, el éxito de las cuales no hace más que acrecentar la desigualdad territorial, siguiendo un círculo que se revela virtuoso para unos y tremendamente vicioso para todos los demás.

[1] http://www.spiegel.de/wirtschaft/soziales/staedtetag-warnt-vor-rekordverschuldung-der-kommunen-a-932275.html

Si en el Reino Unido se ha hecho desde la bandera del localismo, en España el mensaje ha sido otro, el de “racionalizar” la administración local, delimitando a la baja su autonomía local y aumentando el control del gobierno central sobre la misma.

En el caso británico, la Ley del Localismo de 2010 (sólo aplicable a Inglaterra, puesto en 1997 se devolvieron a Escocia, Gales e Irlanda del Norte las competencias sobre gobierno local), otorga a los ayuntamientos el principio de competencia general (por el cual pueden intervenir en todos los ámbitos que consideren necesarios, mientras no lo impida la Ley) a la vez que impulsa la democracia local mediante la elección directa de los alcaldes de las grandes ciudades, la promoción de referéndums locales y mayor poder para los barrios. Por otro lado, la ley aumenta la transparencia y el control sobre los ayuntamientos, y otorga a las comunidades –la sociedad civil, en definitiva- el derecho a comprar bienes municipales y a gestionar servicios públicos, si son capaces de ofrecer mejores prestaciones que los proveedores municipales.