Que un juez de la Audiencia Nacional tire de terrorismo para definir las protestas del procés no es nuevo. Lo que está intentando Manuel García Castellón con la imputación de Carles Puigdemont y Marta Rovira en la causa de Tsunami Democràtic tiene precedentes puesto que ya ocurrió hace un lustro con los casos de los jóvenes Tamara Carrasco y Adrià Carrasco (coinciden en el apellido pero no les une parentesco). A ambos se les imputó por los cortes de carreteras y otras acciones de protesta que protagonizaron los CDR, durante la Semana Santa de 2018, tras la detención del expresident Carles Puigdemont en Alemania.
La primera estuvo más de un año sin poder salir de su municipio, Viladecans. El segundo se escapó a Bélgica para evitar su detención. La inculpaciones por terrorismo cayeron por su propio peso en los dos casos y los jóvenes fueron exculpados de desórdenes públicos. Las acusaciones quedaron en nada.
El periplo judicial de Carrasco arrancó con su detención en abril de 2018. En ese momento la Fiscalía lanzó una acusación por terrorismo y rebelión contra ella y llegó a pedir su ingreso en prisión sin fianza. El juez Diego de Egea rebajó esas acusaciones y dejó la imputación en desórdenes públicos. Para el Ministerio Público, ella había ejercido como coordinadora de cortes de carreteras y sabotajes llevados a cabo por los CDR. La base de la acusación era un audio en el que Carrasco hablaba de este tipo de acciones, que en algunos casos ya habían sido convocadas y en otros nunca llegaron a producirse.
Varios meses después, en noviembre de 2018, la Audiencia Nacional enterró definitivamente la acusación por terrorismo y envió la causa a los juzgados catalanes mientras Carrasco permanecía confinada: por orden judicial no pudo abandonar su ciudad hasta mayo de 2019. En octubre de 2020 fue absuelta por un juzgado de lo penal de Barcelona y en enero de 2021 la decisión fue confirmada por la Audiencia Provincial de Barcelona. El Supremo ratificó su absolución en mayo del año pasado.
Adrià Carrasco huyó a Bélgica después de que la Guardia Civil se presentara en su casa la madrugada del 10 de abril de 2018 con la intención de arrestarlo por terrorismo y rebelión por haber participado en cortes de carretera y apertura de peajes en las mismas protestas por las que se imputó a Tamara Carrasco. Él optó por escaparse por una ventana de su casa cuando los agentes llamaron a la puerta.
Carrasco no fue localizado por la Guardia Civil ni compareció ante el juzgado y se desconocía su paradero hasta que, en octubre de 2018, compareció en un acto en Bruselas acompañado por Christophe Marchand, uno de los abogados de Puigdemont en Bélgica. La Audiencia Nacional acabó inhibiéndose y su caso pasó a un juzgado de Granollers. Allí se archivó y en diciembre del 2020 se dejó sin efecto su orden de búsqueda y captura. Cuando regresó a Catalunya denunció haber sido víctima de “un montaje policial más”.
Tanto en el caso de Tamara Carrasco como en el de Adrià Carrasco no se llegó tan lejos solo porque un juez así lo quisiera. Si la Audiencia Nacional pudo imputar por terrorismo a ambos fue gracias a un cambio en el Código Penal pactado por PP y PSOE en 2015 que amplió sobremanera el catálogo de las finalidades terroristas. Se incluyeron no solo los atentados violentos para provocar un estado de terror en la población, sino además “cualquier delito grave” con el objetivo de “subvertir el orden constitucional”, así como para “desestabilizar” el funcionamiento de instituciones políticas o estructuras económicas.
Está por ver qué ocurre con las imputaciones de terrorismo en las causas de Tsunami y los CDR. La Fiscalía ya ha anunciado que recurrirá, en el caso de Tsunami, al considerar que tal delito no es atribuible. Pero por lo pronto mantener este delito sirve a los jueces de la Audiencia Nacional para retener la causa, aunque sea solo por unos meses, toda vez que el tribunal especial es el competente para los delitos de terrorismo y si reconocieran que los disturbios son desórdenes públicos tendrían que enviar las causas a los juzgados catalanes.
Tampoco esto es nuevo porque el derecho al juez natural, esto es, el que le corresponde predeterminado por la ley, no siempre se ha respetado en las causas vinculadas al procés. El caso más evidente fue el de Carme Forcadell. A ella se sentó en el banquillo del el Supremo mientras al resto de sus compañeros de la Mesa del Parlament se les juzgó en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Es algo que ella misma denunció en su declaración ante el tribunal presidido por el juez Marchena.
Algunos abogados de los líderes independentistas consideraron que de hecho todos deberían haber sido juzgados en el TSJC porque ninguno de los delitos que se les atribuyeron se habían producido fuera del territorio de Catalunya y su sospecha fue que lo que se pretendió (y consiguió) es que la competencia fuese la de la Audiencia Nacional y después la del Supremo.