En las elecciones de esta semana nos jugamos mucho todos, no solo los catalanes, pero me atrevo a sugerir que hay un hombre en Bruselas que se lo juega todo. Carles Puigdemont, candidato de Junts per Catalunya, lo ha fiado todo a una carta: la de ganar. Ganar para ser restituido como president de la Generalitat, ganar para demostrar que el 155 no ha servido de nada o que la fórmula Rajoy, como él la llama, estaba equivocada. Pero y si pierde, ¿qué hará? Se lo podemos preguntar 20 veces y hasta en arameo, que no nos va a responder porque no lo contempla. Él no quiere ni pensar que el pueblo catalán le pueda abandonar.
Puigdemont tiene 54 años y es de un pequeño pueblo de Girona, Amer. Es hijo de pasteleros y periodista de profesión. Desde hace dos meses vive en Bruselas, huido de la justicia española, y vive allí lejos de su mujer y de sus dos hijas de diez y de ocho años. En la distancia corta es un hombre frío y cálido a la vez. Ya sé que puede parecer una contradicción, pero es la misma sensación que una tiene cuando le oyes hablar de diálogo con un lenguaje inflexible.
Hay un miembro de su equipo que sugiere que le recibas de pie, quién sabe si para mantener esa ficción institucional en la que se han instalado. En Bruselas estos días hace mucho frío, llueve a cada momento y hay un político que no se relaja nunca: solo cuando piensa que podrá pasar las navidades junto a su mujer y sus dos hijas... en Bruselas, claro. Él está allí para hacer la revolución y las revoluciones las deberían hacer los solteros y sin hijos. No lo digo yo, lo dice Puigdemont cuando nos despedimos con un tono de profunda tristeza.