El pacto que este sábado han firmado Junts pel Sí y la CUP en los minutos de descuento para una nueva convocatoria electoral está cimentado sobre un hecho que cambia radicalmente lo que durante tres años ha sido el movimiento independentista. Si hasta ahora el soberanismo había sido un tsunami social que se basaba en el más primario deseo democrático, decidir y votar, el carburante de la decisión tomada ahora por las formaciones independentistas se basa en el miedo a las urnas.
El texto del acuerdo que permitirá formar el nuevo Govern de Carles Puigdemont es, probablemente, el mejor para las dos partes, pero no es bueno para ninguna de ellas. Es el mejor desde el punto de vista de Convergència porque le permite seguir dirigiendo el proceso y el Govern, y ganar tiempo para su refundación sin un previsible batacazo electoral de por medio. Pero no es bueno porque le hace desprenderse, al menos de momento, de Artur Mas, único pilar real de un espacio político que se derrumba.
También puede que haya sido interpretado como el mejor pacto en la CUP, pues aleja el fantasma de la ruptura interna, muy vivo durante las últimas semanas, y les permite no quedar ante su propio electorado independentista como los artífices del fin del procés. Pero no es bueno en la medida que les relega a ser comparsa de la visión del soberanismo impuesta por CDC y ERC en el pacto de Junts pel Sí. Un precio muy alto que estaban obligados a pagar tras considerar que la cabeza de Artur Mas era un objetivo que lo merecía todo.
Estos son los cálculos respecto a los partidos que más tenían que perder, pero también puede serlo para el independentismo en su conjunto. Con el acuerdo, los independentistas consiguen mantener la mayoría y seguir adelante con su hoja de ruta de 18 meses, sin pasar por unas inciertas elecciones en la que la mayoría de los cálculos pronosticaba una caída y más ingobernabilidad. Pero, a cambio, sacrifican el espacio actual y potencial de la CUP, y sellan la hegemonía derechista en la dirección de instituciones y movimiento. El independentismo, como mucho, gana tiempo, bajo la desiderativa premisa de que dentro de 18 meses su acción de gobierno podrá convencer al porcentaje que le faltó el 27-S de los beneficios de la independencia.
Pero la balanza de costes y beneficios para el independentismo estaría coja sin introducir el principal cambio que supone el acuerdo, un cambio que además es retroactivo. Las formaciones independentistas aceptan que el 27-S la mayoría fue exigua pese a las celebraciones del momento, y que el futuro inmediato no les depara mejor fortuna en lo electoral. El “president, posi les urnes” que espetó la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y que se convirtió en perfecto resumen del espíritu del procés, este sábado se ha materializado en lo contrario, en un escueto “cualquier cosa es mejor que volver a las urnas”.
El independentismo ha tenido miedo a las elecciones demostrando que él mismo no está seguro de cabalgar una mayoría social, y eso solo puede pesar como una losa en sus posibilidades en el futuro. Según el acuerdo de Junts pel Sí, antes de 18 meses el Govern catalán debe declarar la independencia y volver a convocar elecciones. Pero con la debilidad mostrada este sábado, la legitimidad para lo primero se encoge y la capacidad para refrendar todos los pasos en nuevos comicios está por ver. Tanto la CUP como CDC han conseguido los objetivos que se habían marcado como centrales, pero para ello han debido inmolar buena parte de su capital y, con ello, el espejismo de la amplia mayoría que hasta ahora ha hecho crecer al independentismo.