Los Encantes están próximos a su final. El mercado más antiguo de Barcelona y uno de los más longevos de Europa -más de siete siglos de vida lo atestiguan-, cerrará sus puertas a mediados de junio en su actual emplazamiento de la plaza de les Glòries para trasladarse un centenar de metros más allá, en la propia plaza, pero ahora bajo un palio espectacular. El mercado entra en una nueva fase, después de unos años en que ha ido perdiendo aquél carácter único que lo convirtió en una seña de identidad de la ciudad. Hoy, los Encantes son un mercado en el que abundan los cachivaches, en el que el acento de los vendedores gitanos ha sido sustituido por las voces del otro lado del Estrecho y en el que sigue imperando un caos que sólo es tal en apariencia.
Los Encantes fueron el Ikea de la transición. Los inmigrantes de los sesenta, los universitarios de los setenta, los jóvenes que se independizaban (solos o en compañía) en los ochenta o los nuevos inmigrantes de los noventa encontraban allí los muebles “funcionales” más baratos y objetos de segunda mano a muy buen precio. Abundaba la fórmica blanca, la madera de pino y las sillas de enea. Pero el diseño sueco acabó con todo ello y las tiendas de los Encantes dejaron de ser una referencia. Hoy los encantes son, más que nunca, un mercado de aluvión, que incluso ha visto crecer a su alrededor un submercado de objetos que ha sido llamado “mercado de la miseria”.
En las callejas que forman las tiendas se puede encontrar a un lado una tienda con óleos, vírgenes, “geypermans”, collares y cajitas y en el otro, justo enfrente, sostenes y bragas de colores chillones (rojo, amarillo, violeta…) que se venden a un euro. En una librería fundada en 1964 el Quijote ilustrado por Gustavo Doré convive con ‘El nuevo libro de la vida sexual’. Hay una tienda que vende anillos y colgantes de Esvaroski, sin ningún ánimo de engañar a nadie, y no como aquél vermut que se llamaba Martínez y que tenía una etiqueta clavadita al Martini. Se escuchan castañuelas y cuando uno se da la vuelta aparece una tienda repleta de trajes de faralaes a cuyo frente está un señor que procede del sur del sur. Y aún se oye, pero poco, el inconfundible grito de “¡Guapa, te lo regalo!”. Bajo un tejadillo, en uno de los lados del recinto hay una serie de tiendas de muebles viejos y, al final del pasillo, una librería donde a juzgar por el polvo acumulado y por los precios aún escritos en pesetas, nadie ha movido un libro desde, por lo menos, la entrada en vigor del euro. Bajo el reclamo ‘Felicite con arte’ aparece una lista de ‘Carpetas con grabados firmados y numerados’ que permiten llevarse a casa por 2.000 pesetas un trazo de Borja de Pedro acompañado de la pluma de Carlos Barral, o una creación de Joan Hernández P (por Pijuan, se supone) junto a un texto de M. Alzueta. Y por encima de las cabezas de vendedores y compradores (unos cien mil pasan cada semana por este recinto) el olor peculiar que emana de casetas de comidas como “La Palmera”. No es un olor a fritanga, ni siquiera desagradable. Es un olor muy particular, inconfundible, que forma parte ya del ambiente del mercado.
¿Qué pasará con todo ello cuando los actuales Encantes se trasladen a la nueva ubicación, bajo la pérgola proyectada por 47 millones de euros por el equipo de arquitectos B720? Algunos se quedarán en el camino, eso seguro, porque los nuevos Encantes tendrán menos paradas (ahora hay más de 500 y quedarán en 479). Se quiere, en todo caso, reproducir la gran plaza central donde se celebran las subastas de los lotes, un caso único en Europa, que se repite todos los lunes, miércoles y viernes a partir de las 7.15 de la mañana.
Estaba previsto que el traslado se realizase a finales del pasado año, pero ha sufrido un nuevo retraso. Nada es ahora tan urgente porque también ha habido un frenazo en la remodelación urbanística de toda la plaza de les Glòries, ese punto que Ildefons Cerdà planificó como el centro de Barcelona y que ha quedado como una especie de tierra de nadie, con un anillo viario condenado a desaparecer y un parque cerrado al público.
Lo único seguro es que el traslado de los Encantes generará un nuevo ejercicio de nostalgia, como ocurrió hace veinte años con otro signo de identidad de Barcelona que también había entrado en una entrañable decadencia: los chiringuitos de la Barceloneta. Preparémonos para ello.