Francisco Moya Milán, estibador durante décadas en el Puerto de Barcelona, descargó a lo largo de su trayectoria miles y miles de sacos de amianto. Lo hizo a hombros y sin protección, como todos sus compañeros, que años después desarrollarían enfermedades pulmonares por la exposición a ese polvo. Francisco, que falleció en 2019, no ha vivido para verlo, pero ganó hace unos meses una batalla judicial, la de las indemnizaciones, que muchos daban por perdida.
El Tribunal Supremo ha resuelto recientemente que este estibador barcelonés, así como otros tres afectados en los puertos de Barcelona y Cádiz, deben recibir su correspondiente indemnización por incapacidad laboral por parte de las sociedades de estiba de sus respectivas ciudades. Entre los tres casos superan los 800.000 euros. Además, solo en Catalunya hay como mínimo otras nueve víctimas pendientes de una sentencia parecida.
De los cuatro casos sobre los que ya se ha pronunciado el Supremo, solo uno, el otro del Puerto Barcelona, sigue con vida. Los demás ya han fallecido.
“Mi padre siempre decía que no lo vería, pero que había que ir hasta el final”, recuerda Mari Carmen Moya, la hija de Francisco. Cuando en 2011 el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) le reconoció la incapacidad permanente por enfermedad laboral, debido a una asbestosis y un enfisema pulmonar con severa alteración respiratoria, él ya hacía tiempo que estaba jubilado. Pero aquel reconocimiento fue solamente el inicio de un largo periplo judicial que llega hasta la sentencia de 2024.
El día que recibió la llamada del abogado para comunicarle el fallo, Mari Carmen explica que ambos se pusieron a llorar. Al otro lado del teléfono estaba Miguel Arenas, del Col·lectiu Ronda, el referente en Catalunya para las demandas laborales vinculadas al amianto. “Estos casos son solo la punta del iceberg”, asegura este último, que lamenta que entre el paso del tiempo y las graves enfermedades, la mayoría de sus clientes han fallecido durante el proceso judicial.
El de los estibadores es solo un sector más, quizás hasta ahora poco conocido, en el que la exposición al amianto fue la semilla de una auténtica epidemia de enfermedades pulmonares y muertes que llega hasta nuestros días. Actualmente, se registran en España unas 4.500 defunciones al año por cánceres y otras patologías vinculadas al fibrocemento, la mayoría entre trabajadores de las fábricas de amianto, pero también de industrias como la automovilística, la ferroviaria, la naval o la construcción.
España comenzó a poner coto al uso de amianto a mediados de los 80 y lo prohibió definitivamente en 2001, pero la regulación llegó tarde. “Los más afectados fueron la mano de obra barata, muchos inmigrantes de Andalucía y Extemadura”, señala Arenas. También las familias –puesto que lavaban la ropa en casa– y hasta los vecinos, tal como acreditó la sentencia que obligó a Uralita a pagar 2,3 millones a una cuarentena de afectados que no eran empleados de la planta.
Toneladas y sacos reventados
Nacido en la provincia de Granada, Francisco llegó de adolescente a Barcelona para trabajar de estibador. Se instaló en el Raval, cerca del puerto, donde formó una familia y tuvo tres hijos, todos ellos estibadores también (aunque Mari Carmen solo lo fue temporalmente). Desde 1956 hasta 1988 fue empleado de la Organización de Trabajadores Portuarios (OTP), la antecesora legal de la actual Estibarna, que es la que debe asumir ahora la indemnización de 246.280 euros.
Es imposible saber hoy cuántos cargamentos de amianto llegó a manipular Francisco con sus propias manos hasta que se consolidó el transporte de contenedores. Hasta entonces, el fibrocemento llegaba a los muelles como el de Barcelona en sacos apilados en las bodegas de los barcos. Los estibadores accedían a los depósitos, se los cargaban a la espalda y los colocaban en palés y luego en carretillas, con destino a fábricas como Uralita o Rocalla.
“Igual que la harina o los medicamentos, todo venía en sacos o a veces directamente a granel”, señala Mari Carmen. “No les daban ni ropa ni equipos de protección”, añade. La sentencia de Francisco así lo constata. “El amianto llegaba normalmente en forma de sacas, rompiéndose en numerosas ocasiones, estando los estibadores en contacto con el polvo que generaba, en especial en las bodegas, que eran lugares cerrados”, describe el fallo del Supremo.
Solo en el Puerto de la Bahía de Cádiz, que recibía los cargamentos para la planta de Uralita en Sevilla, se descargaron 270.000 toneladas de amianto entre 1970 y 1987, según la primera sentencia del Supremo que da la razón a uno de los estibadores de Cádiz. Empleado desde 1970 por la OTP (su sucesora legal es actualmente la sociedad de estiba SAGEP-Cádiz), fue diagnosticado con asbestosis en 1991, cuando se le declaró la incapacidad. Su indemnización asciende a 14.000 euros, que cobrarán sus herederos porque él falleció. Los familiares de la otra víctima gaditana, por su parte, recibirán 147.000 euros.
El largo camino judicial en Catalunya
Las de Barcelona y Cádiz no son las primeras demandas de estibadores víctimas de la exposición al amianto. Aunque no existe un recuento, hay al menos un precedente, el de un empleado de Bilboestiba, en el Puerto de Bilbao, que falleció de cáncer en 2008 y cuya familia recibió 129.000 euros de indemnización.
Sin embargo, las sentencias conocidas en los últimos meses suponen un antes y un después para los afectados, puesto que lo que hace la Sala de lo Social del Tribunal Supremo es unificar doctrina –es decir, que establece una única interpretación para evitar contradicciones entre fallos judiciales– y se decanta por obligar a las sociedades de estiba a asumir las indemnizaciones a las que se oponían.
Hasta hoy, y de forma resumida, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) venía dando la razón a los estibadores, mientras que el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) hacía lo contrario.
La disputa jurídica se centraba en dos aspectos: por un lado, si las sociedades de estiba eran realmente responsables de las medidas de seguridad de sus empleados, y del otro, si Estibarna y SAGEP-Cádiz debían asumir las consecuencias de los daños y perjuicios causados por su antecesora legal, la OTP. Sobre esto último, el Supremo deja claro que la responsabilidad civil de las actuales sociedades “deriva de la integración de los estibadores de la OTP en su plantilla y de su subrogación, con sus derechos y obligaciones”.
En cuanto a si la OTP tenía la obligación de garantizar protección a sus empleados, el problema radicaba en que su funcionamiento era como el de una agencia o ETT. A pesar de que contrataba y pagaba el salario a los estibadores, entre otras de sus obligaciones, lo que hacía en realidad esta organización era poner a sus empleados a disposición de las múltiples empresas de estibadores que operaban en cada puerto español.
En este sentido, el TSJ de Catalunya estimó los recursos de Estibarna y falló que a su predecesora “no le incumbían las obligaciones de vigilancia de seguridad y protección de la salud”. De esta forma, fue tumbando todas las demandas de los estibadores barceloneses, con lo que el abogado Miguel Arenas estuvo a punto de tirar la toalla. Hasta que tuvo conocimiento de que el TSJ de Andalucía había interpretado que sí había responsabilidad de la OTP, así que puso un recurso para que el Supremo decidiera cuál de los dos tribunales tenía razón.
El resultado es que el Alto Tribunal ha fallado que las desaparecidas OTP, pese a sus peculiaridades, tenían “pluralidad de obligaciones en materia de seguridad e higiene en el trabajo”, entre ellas “dotar a sus trabajadores de los elementos y medios de protección personal que se consideren indispensables”. En el primer caso de Cádiz, el texto de la sentencia es tajante: “Si la OTP le hubiera proporcionado unos elementos de protección personal adecuados, no hubiera sufrido esa enfermedad”.
Tras cerrar un periplo de más de diez años de trecho judicial, y a la espera de cobrar lo que les toca, la familia de Francisco celebra que su lucha pueda abrir camino a las víctimas del Puerto que vienen detrás. “Fui cabezona, pero sabía que saldría y así se lo dije a mi padre, aunque él supiera que no lo vería”, concluye.