Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Científicos excelentes, ¿excelentes mentores?
Carlos es uno de los muchos científicos españoles que llevan ya años en el extranjero. Algo le conminó a hacer su doctorado en otro país. El catedrático con el que había colaborado y que podría dirigirle la tesis le invitó a escribir un artículo “que le ayudaría a reunir méritos para obtener una beca”, aprovechando su dominio del inglés y unos datos de un proyecto previo. El análisis de los datos no acababa de confirmar la hipótesis de partida, algo desafortunado porque “un resultado inconcluyente no se iba a vender igual de bien”. La sugerencia de su supervisor: eliminar dos o tres puntos “que seguramente estaban mal medidos”. Carlos capeó el temporal como pudo al tiempo que conseguía su primer contrato en Alemania, aunque no pudo evitar consolidar una mala relación con “su jefe en España”.
Miguel es un posdoctoral de éxito en un grupo muy competitivo. Hizo la tesis en un grupo bueno y honesto, y con ese bagaje consiguió un contrato en un grupo “de los que publican Natures y Sciences”. Allí le dejaron que tomara mucha iniciativa: el investigador líder, siempre ocupado, le dejaba completa libertad para decidir todo lo que hacía, a partir de esporádicas instrucciones. Al principio se puso muy nervioso, pero cuando consultó a los posdocs más antiguos del grupo comprobó que era algo normal, “y todos publicaban muy bien”. Por desgracia, los resultados no acababan de confirmar las ideas de su jefe. Así que pescó análisis estadísticos cada vez más retorcidos en todos los foros que pudo encontrar, hasta conseguir la deseada significación; y, cuando un par de análisis se resistieron, eliminó un par de datos que estorbaban. Bingo: solo un par de tensas reuniones más y consiguió publicar, gracias a la presencia de su IP en la lista de autores, un artículo en una revista “de referencia”.
Estos dos ejemplos podrían ilustrar el abanico de malas prácticas de algunos investigadores. En un extremo, grupos mediocres en los que el supervisor instiga la manipulación de los datos para conseguir publicar algún artículo con el que maquillar su desempeño como científico. En el otro, grupos ultra-competitivos en los que la rueda de la “producción científica” gira tan rápido que los supervisores no tienen tiempo de hacer su trabajo y se dedican a vender en la mejor revista posible cualquier resultado que corrobore sus ideas del momento. La llamamos cultura de malas prácticas porque instila en los jóvenes investigadores un comportamiento que les acompañará de por vida; y, cuando se resisten a entrar por el aro, condiciona sus oportunidades de promoción y trabajo futuros.
Esta cultura no es universal, ni tan siquiera mayoritaria, pero si está lo suficientemente extendida para preocuparnos. Y sus causas radican en el doble filo de nuestras políticas de I+D: falta de recursos y escaso control. Escaso control sobre los grupos mediocres ya establecidos a los que, a cambio de gastar poco, se deja vivir (y, haciendo política interna, hasta promoverse) sin rendir cuentas. Y escaso control sobre los investigadores “excelentes” a los que, a cambio de atraer recursos y generar prestigio en esa rueda hiper-competitiva que es la ciencia actual, se les permite hacer lo que quieran.
¿Estamos exagerando? Veamos algunas cifras. Desafortunadamente la mayoría de los ejemplos proceden de otros países, dada la escasa cultura de controlar las malas prácticas que aún tenemos en nuestro país.
Como hemos discutido recientemente , las malas prácticas son el elefante en la habitación de la práctica científica. Aunque fuentes de hace más de un siglo ya reconocían que el principal elemento que la práctica científica trata de combatir, la irreproducibilidad de algunos resultados, proviene de la suma de errores inadvertidos y fraude deliberado, los líderes de las principales agencias de financiación de la ciencia de EEUU, Reino Unido y la Unión Europea han negado el problema hasta hace muy poco. Sin embargo, esta percepción está cambiando rápidamente. Hace tan solo cinco años, Carl Zimmer denunció en un artículo en The New York Times el espectacular aumento en el número de artículos retractados en las últimas décadas, que atribuía principalmente a las malas prácticas de unos investigadores que intentaban sobrevivir en una era de recursos cada vez más escasos. Zimmer describe las conclusiones de los doctrores Fang y Casadevall, editores de las revistas Infection & Inmunity y mBio, que tras investigar la causa de una serie de retracciones en sus revistas concluyeron que éstas eran “el síntoma de un clima científico disfuncional”. En un editorial titulado “La ciencia necesita reformas estructurales”, afirmaban que la actividad científica “se había convertido en un juego en el que el ganador se lleva todo, con incentivos perversos que llevan a los científicos a tomar atajos y, en algunos casos, caer en conductas impropias”.
Pues bien, sus peores temores fueron confirmados unos meses después. Una revisión de más de 2000 artículos retractados en la ciencias biomédicas y de la vida concluyó que su número se había multiplicado por 10 entre 1973 y 2012. Y solo el 21% se debía a errores: la mayoría (67%) se debía a malas prácticas premeditadas, que incluyeron el fraude (43%), la duplicación (14%) y el plagio (10%).
Y esta es solo la punta del iceberg. En 2009, una revisión sistemática de 21 estudios anteriores basados en encuestas anónimas ya había indicado que el 2% de los investigadores y becarios admitían haber fabricado, falseado o modificado datos al menos una vez (y eso que las encuestas excluían el plagio). Un 34% admitieron haber cometido otras prácticas cuestionables, y un porcentaje mucho más alto admitieron haber sido testigos de falseamientos (14%) y otras prácticas cuestionables (72%) entre sus colegas. Estos números coinciden con los de un estudio anterior, realizado con más de 1000 investigadores posdoctorales, en el que más de la mitad declaró haber sido testigo de conductas deshonestas y el 27% declaró estar dispuesto a seleccionar u omitir datos para mejorar sus resultados.
Parece innegable que estas conductas están asociadas a la competitividad excesiva. En 2006-2007, un estudio basado en encuestas enviadas a 5000 investigadores biomédicos y sociales de 50 universidades “top-tier” de EEUU indicó que la presión para obtener financiación externa (tanto pública como privada) estaba asociada a una mayor probabilidad de cometer comportamientos inadecuados, negligencias o mala conducta. Los autores concluían que “la intensa competición por la financiación de la investigación, podría estar destruyendo la integridad científica”. En palabras de otro estudio reciente, “los factores de estrés profesional, como la sobrecarga de trabajo o la presión para completar experimentos y producir datos sin suficiente tiempo para hacerlo adecuadamente, estaban claramente relacionados con la aparición de conductas inadecuadas entre investigadores”.
Todo parece indicar que una parte importante de la responsabilidad sobre el aumento del fraude científico recae sobre los responsables de formar a los jóvenes investigadores en buenas prácticas de una profesión construida, principalmente, sobre un estricto código ético. De hecho, algunos estudios han indicado que los investigadores en estadios tempranos y medios de su carrera profesional son responsables de 2/3 de los casos de mala conducta. Una prospección de 610 académicos pertenecientes a 49 departamentos universitarios de EEUU concluyó que había dos tipos de ambientes de investigación, centrados respectivamente en la maestría (entendida como virtuosismo o dominio técnico) y en la producción de resultados, y prevenía sobre las consecuencias negativas que el segundo podría tener sobre el mentoraje efectivo y el mantenimiento de la ética de la investigación.
La evidencia apunta claramente en esa dirección. Una revisión de casos de malas conductas entre investigadores en formación concluyó, por ejemplo, que una de sus principales causas era el mentoraje inadecuado. Los investigadores en formación eran particularmente proclives a cometer malas prácticas cuando los mentores les prestaban poca atención y cuando reportaban sentir “presión” o “estrés”. Entre aquellos que habían cometido malas prácticas, el 73% de los mentores no había revisado los datos originales y el 62% no les habían explicado nunca los estándares específicos de la actividad investigadora, dos comportamientos considerados clave para prevenir dichas prácticas.
A la supervisión inadecuada se suma la exigencia de un desempeño excelente a corto plazo. Otro estudio centrado en la investigación biomédica indicaba que casi un tercio de investigadores en formación sentían presión por “probar las hipótesis de su mentor” aunque los resultados no la apoyaran y un 19% habían sido presionados a publicar resultados sobre los que tenían dudas. Esta fuente de estrés y competencia puede extenderse mucho más allá de la etapa formativa, constituyendo un factor de disrupción en la etapa más sensible de la carrera investigadora: la formación de un grupo independiente.
Y ¿qué podemos hacer para abordar este grave problema? Lo primero es visibilizarlo y ser conscientes de su gravedad. Una vez conseguido, debemos conseguir que instituciones y mentores presten mucha más atención al proceso formativo de los jóvenes investigadores a su cargo. Este es un problema particularmente acuciante para los grandes grupos de investigación, que deberían detenerse a determinar explícitamente quién está a cargo de tareas como educar, supervisar y asegurar la integridad de los datos.
Los datos disponibles sugieren que los jóvenes investigadores que encuentran un mentoraje ético, científico y personal adecuado son menos proclives a caer en prácticas cuestionables; mientras que un mentoraje que se limita a proporcionar recursos y a dejar que el joven investigador “nade o se hunda” por sí mismo tiende a incentivar las malas prácticas. Es imprescindible repensar el significado profundo del mentor científico, como alguien que inspira a estudiantes y jóvenes científicos no solo a través de su conocimiento sino también, y tal vez sobre todo, a través de su comportamiento y de su compromiso ético. Esa debería ser la gran contribución de un investigador para la ciencia y la sociedad.
Si queremos atajar un problema que empieza a tomar proporciones muy preocupantes, las instituciones deben modificar y reforzar sus sistemas de apoyo, sus programas de formación y sus directrices hasta cambiar radicalmente el ecosistema académico y científico-técnico actual, fomentando un cambio profundo en los comportamientos de este colectivo. Una vez identificado el problema, solo queda que nuestras instituciones se pongan en movimiento.
“My main research achievement, maybe, has been to be able to attract truly excellent PhD students, postdocs and visiting scientists (…) Part of this attraction is due to the general scientific environment of Montpellier (…) and part of it is, I hope, the pleasant environment people find in our lab, every member of which is actually very nice.”
Isabelle Olivieri
Sobre este blog
Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.