Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
El funambulismo de los líderes mundiales frente al calentamiento global
Aunque la comunidad científica demostró de manera contundente hace 20 años que el cambio climático actual es de origen antropogénico y que su magnitud pone en peligro nuestra forma de vida actual, algunos dirigentes políticos, sectores empresariales y otras partes interesadas siguen intentando negar esta realidad. Para ello, últimamente algunos se apoyan en la evidencia científica sobre la larga historia de cambios climáticos de la Tierra para minimizar la importancia de los cambios actuales, una afirmación falaz amplificada por los influencers y “líderes mediáticos” de ciertos sectores políticos. En este artículo revisamos el funcionamiento del Sistema Tierra y su larga historia de cambios, para luego explicar por qué el cambio climático actual es preocupante para la humanidad, haciendo énfasis en el papel que han tenido los galardonados con los premios Nobel de Física de 2021 en comprender las complejas dinámicas de las diferentes capas de la Tierra.
Nuestro pequeño planeta azul, la Tierra, es un complejo sistema autorregulado formado por una parte interna a altísimas temperaturas, el núcleo y el manto, sobre la que reposa una capa sólida muy fina, la corteza, en cuyas cuencas más profundas se acumulan grandes cantidades de agua formando mares y océanos, la hidrosfera. El interior de la Tierra se encuentra en un proceso muy lento de enfriamiento desde que se formó el planeta hace 4.500 millones de años. Por su parte la corteza tampoco ha dejado de cambiar: cada 300-400 millones de años los continentes se unen formando un único un supercontinente, para volver a fragmentarse a continuación. El nuevo volcán de Cumbre Vieja en la isla de La Palma es un buen ejemplo del continuo dinamismo de la corteza terrestre en su interrelación con el manto.
Envolviendo la parte sólida y líquida del planeta se encuentra la atmósfera, un auténtico escudo de protección sin el que la vida difícilmente podría haberse desarrollado. Nos protege del bombardeo de meteoritos y de la radiación solar más dañina con la inestimable ayuda del campo magnético, además de regular la temperatura a los niveles compatibles con la vida. Sin atmósfera, la temperatura media del planeta oscilaría entre 123oC durante el día y -233oC por la noche.
Todos los elementos que forman el sistema Tierra interaccionan entre ellos a través de multitud de procesos, manteniendo al planeta en un delicado y cambiante equilibrio que evoluciona constantemente. Sabemos que la Tierra joven era un auténtico infierno, una bola de fuego con miles de volcanes expulsando materiales y gases a una atmósfera irrespirable, que lentamente se ha ido enfriando. Este enfriamiento no ha sido gradual y constante: durante sus miles de millones de años de historia la Tierra ha sufrido periodos auténticamente gélidos en los que llegó a cubrirse por completo de nieve y hielo, y otros muy cálidos con temperaturas medias de hasta 8-10ºC por encima de la actual. Ya en épocas más recientes, desde hace algo más de dos millones y medio de años, se han sucedido episodios cíclicos de grandes glaciaciones con reducciones de temperatura a escala global, en los que buena parte de la superficie del hemisferio norte se cubrió de nieve.
La última de estas glaciaciones finalizó hace tan solo 12.000 años, inaugurando una época relativamente estable con temperaturas medias óptimas para el desarrollo de la agricultura. La bonanza y estabilidad del clima de este período de tiempo, largo a escala humana pero muy corto a escala geológica, es lo que nos ha permitido el desarrollo cultural sin precedentes en que se basa nuestro modo de vida actual. Pese a la estabilidad que ha caracterizado al periodo actual, el holoceno no ha estado exento de cambios. Ha habido épocas cálidas que han traído fertilidad a los campos, como el llamado óptimo climático medieval que tuvo lugar entre los siglos IX al XIII, alternadas con otras mucho más frías como la pequeña edad de hielo (XIV al XIX), en las que se vivieron hambrunas terribles. Además de importantes cambios regionales, que han llevado a la actual desertificación de algunas de las áreas en las que se originó la agricultura, como el creciente fértil.
Son muchos y muy variados los factores que hacen evolucionar el clima de la Tierra, comenzando por la reconfiguración continuada de los continentes que eleva montañas, modifica el nivel de actividad volcánica y cambia las corrientes oceánicas. Estas últimas, en particular, son críticas para el clima. La hidrosfera juega un papel importantísimo como estabilizador de la temperatura gracias a su alta densidad y su capacidad calórica. Tampoco debemos olvidar a la criosfera, la superficie que se encuentra cubierta por hielos y nieve, por su papel decisivo en el efecto albedo y el nivel de los mares y océanos.
La biosfera también ejerce una importantísima influencia sobre el clima. Junto a elementos inertes como las montañas y los volcanes, los animales y plantas somos parte del ciclo del carbono, incluyendo el CO2 y el metano (CH4), gases de efecto invernadero que tienen un papel esencial en la regulación del clima. En su ausencia, la temperatura media del planeta sería de unos gélidos -18ºC, nada que ver con los agradables 15ºC que disfrutamos. Otro ejemplo del papel regulador de la biosfera es el efecto de las plantas: pueden modular la temperatura, absorbiendo la luz o reflejándola a través del albedo. A su vez, la evapotranspiración es otro modo en que las plantas pueden contribuir a disipar el calor del ambiente. La forma en la que se distribuye la vegetación hace que en las latitudes altas predomine el efecto albedo mientras que en las bajas lo haga la evapotranspiración, contribuyendo de manera notoria a homogeneizar y suavizar el clima del planeta.
El Sol, la Luna, y el resto de los componentes del sistema solar también tienen influencia en el clima terrestre. La energía que nos llega del Sol no siempre es la misma. La luminosidad solar aumenta un 10% aproximadamente cada 1.000 millones de años, mientras que en períodos muchísimo más cortos hay variaciones debido a las manchas solares, que aparecen y desaparecen de su superficie en ciclos de 11 años. Por su parte, la atracción gravitatoria combinada que ejercen la Tierra, el Sol y la Luna sobre los océanos produce las mareas, un componente esencial de la dinámica de los océanos donde se genera la mayor parte del oxígeno que respiramos gracias a la actividad fotosintética del fitoplancton. Pero la importancia de la Luna no termina ahí: su atracción produce una deformación de la Tierra que ha ido ralentizando su rotación. Así, mientras que nuestros días son de 24 horas, los de los dinosaurios eran de 23. Sin la Luna, la Tierra rotaría muchísimo más rápidamente, con días de unas 8 horas de duración, y el clima sería tan inestable que una vida como la nuestra no habría podido evolucionar.
En relación al resto de elementos del sistema solar hay que mencionar los ciclos de Milankovitch, provocados por el efecto combinado del tirón gravitacional que ejerce el conjunto de planetas sobre la Tierra, y que producen variaciones tanto en su órbita alrededor del Sol como en su eje de rotación. Y también al impacto de meteoritos, cuyas consecuencias comprobaron los pobres dinosaurios.
En definitiva, el clima de la Tierra está sometido a un complejo vaivén de múltiples factores tanto internos como externos, por lo que está, y ha estado siempre, en continuo cambio, lo que ha abierto la puerta a la evolución biológica. ¿Por qué entonces el actual calentamiento global se ha convertido en una crisis que preocupa a toda la comunidad científica? La respuesta es muy clara: por la cortísima escala de tiempo a la que se está produciendo.
El equilibrio de la Tierra se mantiene a través de un conjunto muy amplio de procesos de distinta naturaleza. Si se producen cambios bruscos a una escala de tiempo más rápida que la que corresponde a estos procesos, el equilibrio entre ellos se rompe, sacando al sistema de su estabilidad. Esto es justamente lo que está ocurriendo ahora: en unas pocas decenas de años la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero de origen antropogénico, junto a otras actividades humanas de una irresponsabilidad supina como convertir los océanos en un vertedero de plásticos, están provocando una disrupción brusca del delicado equilibrio de nuestro planeta cuyas consecuencias pueden ser terribles.
Los gases de efecto invernadero generados por la intensa actividad humana de las últimas décadas provocan un incremento de la energía acumulada en la atmósfera y la hidrosfera, lo que altera su comportamiento de forma muchas veces impredecible. Antes de establecerse nuevos equilibrios climáticos que respondan a las nuevas circunstancias termodinámicas, se generan procesos caóticos y turbulentos, traducidos en eventos extremos que se dan cada vez con mayor frecuencia. Una manera simple de explicarlo es comparándolo con una olla al fuego. Mientras que a temperatura moderada las burbujas de ebullición son relativamente similares y aparecen de manera más o menos regular en los mismos sitios, cuando aumenta la temperatura estas burbujas se hacen mucho mayores y su aparición es mucho más impredecible. Este es el tipo de fenómeno físico que hay tras el aumento en la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos como lluvias torrenciales, tornados, huracanes, períodos de extrema sequía o nevadas en sitios donde son poco habituales. Episodios que ya estamos observando, que traen consigo enormes daños en las infraestructuras y en las cosechas.
Aunque el proceso en curso sea similar, el sistema Tierra es mucho más complejo que una simple olla llena de agua, y multitud de otros factores están acelerando el cambio en la dinámica atmosférica por medio de procesos de retroalimentación, como la descongelación del permafrost o la liberación del metano depositado en los fondos oceánicos que, al añadir toneladas adicionales de gases de efecto invernadero a la atmósfera, multiplicará exponencialmente el problema.
Un efecto directo del calentamiento global es el aumento del nivel de los océanos por la descongelación de grandes masas de hielo de la criosfera, lo que va a dejar sumergidas bajo las aguas grandes extensiones de terreno densamente pobladas. Tenemos un ejemplo en el glaciar Thwaites de la Antártida, que lleva tres décadas descongelándose a una velocidad cada vez más rápida. En una reunión reciente de la Unión Geofísica Americana, un grupo de expertos ha alertado del alarmante resquebrajamiento que se observa en la plataforma de hielo a la entrada del glaciar. Esta plataforma hace de “dique de contención” al Thwaites, el cual, a su vez, hace de dique a otras grandes masas de hielo antárticas. La ruptura de la plataforma es un buen ejemplo de lo que significa “disrupción del equilibrio”: fenómenos que se alimentan unos a otros introduciendo cambios muy bruscos en el sistema. Para hacernos una idea, la descongelación total del Thwaites, que probablemente ocurra durante las próximas décadas, podría aumentar por sí sola el nivel de los océanos unos 65cm.
Ocurra lo que ocurra, sabemos que, con el paso del tiempo, de “demasiado tiempo” para la escala humana, la Tierra recuperará su equilibrio y la vida volverá a florecer, aunque no sepamos en qué forma lo hará. Pero mientras tanto, el sufrimiento provocado será ingente. El premio nobel de este año era una clara advertencia de la academia sueca a los líderes mundiales de cara a la COP26 que se celebró en Glasgow en octubre de 2021. Dos meteorólogos, Syukuro Manabe y Klaus Hasselmann, han compartido el 50% del galardón por su amplia trayectoria en la elaboración de modelos climáticos complejos. Fueron además pioneros en advertir que el incremento de los niveles de CO2 en la atmósfera se está traduciendo en un aumento de la temperatura del planeta, sobre las bases de un mecanismo anticipado por Eunice Foote a mediados del siglo XIX. Preguntado sobre el tema, el secretario General de la Real Academia de las Ciencias de Suecia que otorga los premios Nobel, Göran Hansson, contestó: “Lo que decimos es que la modelización del clima está sólidamente basada en la teoría física y en una física sólida. [...] El calentamiento global se apoya en una ciencia sólida. Ese es el mensaje”.
En otras palabras, las conclusiones de la comunidad científica de que el cambio climático actual es de origen antropogénico y que su magnitud pone en peligro nuestra forma de vida actual se basan en evidencias contrastadas, no de algo “opinable” o en lo que “creer”, como insinúan algunos negacionistas cuya ignorancia, o cinismo extremo, los lleva a vociferar contra la “religión climática” dando la espalda con impudicia tanto al futuro de sus hijos como a su propio presente. Y la estrategia de desinformación de la que forman parte está funcionando: a pesar de la evidencia, las respuestas de los líderes mundiales en la cumbre de Glasgow han sido, de nuevo, decepcionantes. Los líderes mundiales continúan sus acrobacias dialécticas mientras el planeta baila peligrosamente sobre la cuerda floja.
El funambulismo de los gobernantes, la superficialidad de los medios de comunicación, y la indiferencia de una parte de la población frente al cambio climático se suma a la descorazonadora respuesta que, como sociedad global, hemos dado a la pandemia, al permitir que la protección de la salud se supedite al beneficio económico y que la vacunación se articule de acuerdo a la capacidad adquisitiva de cada país. 2021 se despide con una película que ha levantado un auténtico aluvión de comentarios en las redes sociales: “¡No mires arriba!”. Esperemos que pase a la posteridad como una exagerada sátira mordaz, y no como una acertada película costumbrista. Ese será el deseo con el que comenzar 2022.
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