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La ola

Fotograma de 'La Ola' (2008), de Dennis Gansel.

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En diciembre de 2004, un tsunami devastaba las costas de Indonesia, Sri Lanka, Tailandia, India, Maldivas, Myanmar y Somalia, arrebatando la vida a 230.000 personas. Olas que superaban los 20 metros de altura se precipitaron tierra adentro sembrando la destrucción a su paso, mientras liberaban una energía equivalente a dos veces la suma de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. 

Los tsunamis marinos se pueden anticipar, lo que permite a la población alejarse de la costa y buscar refugio en altura. Hay dos señales que advierten de la inminente formación de una gran ola: un bramido potente del océano y un retroceso brusco e inusual de las aguas. Los animales no-humanos son mucho más hábiles que nosotros anticipando catástrofes pese a no disponer de nuestros complejísimos medios técnicos, tal vez porque al continuar conectados con la naturaleza saben leer e interpretar las señales que esta envía. Numerosos testigos aseguraron haber visto perros, elefantes y búfalos correr en dirección a las montañas varias horas antes de la llegada de las olas.

Un tsunami de índole diferente aunque no menos peligroso amenaza hoy a los países democráticos: la ola de ultraderecha que se está fortaleciendo ante nuestros ojos, que llega precedida por un preocupante retroceso de las aguas de la ética y un ronco bramido de insultos y amenazas envuelto en bulos y mentiras. Las señales son inequívocas, tal y como vienen advirtiendo muchos analistas desde hace ya algún tiempo, pero parecería que no estamos sabiendo prestar la atención debida. 

Hay que combatir con contundencia esta ola de ultraderecha, y hacerlo sin perder un minuto de tiempo pues los procesos sociales, al igual que ocurre con cualquier otro proceso natural, tienen puntos de no-retorno. El riesgo de que consiga traspasar uno de esos puntos y arrase las democracias que hemos construido con tanto esfuerzo es bien real, como nos enseña la historia reciente. La Ola, una magnífica película del cineasta alemán Dennis Gansel, muestra la facilidad con la que una estrategia de corte fascista es capaz de tumbar una convivencia democrática pacífica en tiempo récord. La película resulta particularmente escalofriante por estar basada en hechos reales. 

Para vencer a la ultraderecha primero hay que conocerla, lo que comienza por recordar que, más allá de las posiciones extremistas que promueve, muchas de ellas fundamentadas sobre el supremacismo, ante todo estamos frente a una estrategia para llegar al poder, instalarse en él y usurparlo en beneficio de unos pocos. A diferencia de la forma en la que han ido evolucionando las sociedades, transitando por la senda de ideas sustentadas sobre la ética común para superar las autocracias y sustituirlas por democracias, la ultraderecha pretende engañarnos con supuestos atajos oportunistas para arrojarnos por la senda de la involución. 

La estrategia desplegada es fácil de desenmascarar pues bebe de fuentes antiguas muy bien estudiadas, como los tristemente famosos 11 principios de la propaganda de Goebbels, si bien ha sido adaptada para responder a las demandas de los colectivos sociales del siglo XXI y a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías de la información cuando son utilizadas sin atisbo de principio ético alguno. Entre sus principales palancas encontramos el empoderamiento de la ignorancia, la externalización de las frustraciones por medio del señalamiento de supuestos culpables, las loas a las presuntas bondades del egoísmo extremo como protector frente a “vagos y maleantes” en su versión 2.0, y la apropiación de la palabra “libertad” tras subvertir su significado de una manera infantil, maniquea y obscena. No menos útil resulta el abuso exasperante de la hipérbole, al banalizar la crítica propia del debate político arrebatándole cualquier finalidad constructiva, o la disonancia cognitiva que genera la sobreexposición continuada a bulos, patrañas y mentiras. 

En definitiva, nos enfrentamos a una estrategia oportunista que propone un programa diseñado a la medida de lo que sus potenciales votantes, hábilmente moldeados mediante la propaganda, quieren escuchar. Un populismo que explica la disparidad de perfiles que muestra en las cumbres internacionales, que apenas se molesta en disimular su objetivo: transformar la democracia en una autocracia. Eso sí, se trata de una estrategia tan oportunista como inteligente y hábil, apoyada con frecuencia en el espectáculo ofrecido por personajes histriónicos que parecen sacados de una opereta barata cuyo poder para seducir a las masas no debe menospreciarse.  

La ola de ultraderecha que recorre Europa, junto a otros muchos países del mundo, es producto de la radicalización del capitalismo en una deriva a la que la socialdemocracia no ha sido capaz de poner freno. Con una dinámica económica que pivota sobre el eje producción-consumo que es alimentada por el combustible de la ambición, la cultura social se ha sintonizado de manera consecuente educándonos para perseguir el éxito mediante la machacona fórmula de talento, competitividad y meritocracia, labrando unos perfiles cada vez más individualistas. Egoísmo y ambición se han convertido en sellos distintivos de una cultura que presume de beber de las fuentes del humanismo laico, justificados como motores necesarios para un “progreso” que ha sido entendido en términos esencialmente materialistas. En este caldo de cultivo, por más que Europa haya intentado tejer una red social fuerte, el llamado “Estado del bienestar” hoy en claro retroceso, las frustraciones no han parado de crecer entre una población que ha visto truncadas sus aspiraciones en sucesivas crisis de distinta naturaleza. Las frustraciones son la semilla de las que ha crecido el oleaje de extremismo que nos sacude. 

El panorama político resulta desolador. La derecha tradicional parece próxima a implosionar, víctima de unas relaciones peligrosas que ya han comenzado a devorarla. Por su parte el ala progresista ha continuado su business as usual, presa del guerra-civilismo que le es endémico. Pero lo más preocupante es el desencanto generalizado de la ciudadanía, decepcionada por unas democracias que están mostrando demasiadas debilidades frente a los poderes económicos transnacionales y los vaivenes a las que se ven sometidas por los complejos intereses geopolíticos. 

La democracia contemporánea más antigua ha decaído en una suerte de caudillismo bicéfalo sostenido por élites económicas, mostrándonos sus vergüenzas a través de imágenes de estudiantes apaleados por la policía en campus universitarios, de ancianos que viven en caravanas tras haber tenido que vender sus casas para pagar las facturas médicas, o de la epidemia de zombies del fentanilo que recorren las ciudades. Nadie en su sano juicio adoptaría como ejemplo un país en un estado de decadencia semejante, pero lo cierto es que sigue siendo el que nos marca el paso al resto. La doble moral o, más bien, la ausencia de moral con la que está actuando Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, frente al genocidio en Gaza o los horrores sin fin que se viven en el Congo nos cabrea profundamente, y con toda la razón, a muchísimos ciudadanos, que vemos cómo se desmorona nuestra confianza en la clase política para mayor alegría de los extremistas.

El panorama resulta desolador, pero es necesario sobreponerse y emplear a fondo la inteligencia, y el corazón, para afrontar todos juntos la situación, tratando de evitar por todos los medios a nuestro alcance que se materialice un escenario distópico a no muchos años vista. Para mayor infortunio este escenario confluiría en el tiempo con una escalada de desastres naturales producto de la degradación medioambiental, la escasez de recursos y materias primas, y el calentamiento de la temperatura media global, una escalada que ya ha comenzado y que, tal y como ocurre en los sistemas físicos cuando se alejan del equilibrio, derivará en exponencial si no se adoptan medidas contundentes y con urgencia.   

Dice un refrán popular que a perro flaco todo son pulgas… Hasta antes de ayer muchos coincidíamos en señalar la emergencia climático-ambiental como el problema número uno del que preocuparnos. Hoy me temo que ha pasado a un segundo lugar sin perder ni un ápice de gravedad, adelantada por la ola de ultraderecha. La razón es fácil de entender. La emergencia climático-ambiental, y de recursos, es un mega incendio que es urgente sofocar. Pero si alguien nos corta el agua de las mangueras primero habrá que luchar por recuperarla, pues sin esta no tendremos con qué combatir el fuego.

Hace 20 años la retirada inesperada y brusca de las aguas en las playas del sudeste asiático llevó a mucha gente a aproximarse a la orilla movida por la curiosidad. La ignorancia de lo que significaba la señal que enviaba el océano les costó la vida. Deberíamos tomar buena nota, y aprender a leer las múltiples señales que nos advierten de este nuevo tsunami que amenaza nuestras vidas. Frente a la ola de ultraderecha hay que elevar una barrera infranqueable contra la que se estrelle y pierda su energía, una barrera que se construye con votos. No hay que dejarse arrastrar por el desaliento, ni tampoco por ensoñaciones románticas sobre revoluciones con las que “venceremos a los malos”. Más peligroso aún es caer en las trampas que nos tienden para que retroalimentemos la estrategia de quienes han hecho del odio su principal palanca electoralista. 

Argumentos honestos, veraces y realistas, empatía, compasión, solidaridad, sentido común, capacidad de reconciliación y votos. Esas son nuestras armas. Y no, no se trata de “buenismo”, sino de los principios éticos básicos que deberían orientar nuestra brújula. 

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