Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
La incapacidad para entender lo improbable complica el debate de los riesgos de las vacunas
Los rayos son un fenómeno meteorológico relativamente común: cada año tienen lugar en el mundo 16 millones de tormentas con rayos, que causan 1.400 millones de rayos anuales, equivalentes a 44 por segundo. Cuando interfieren con las densas poblaciones humanas, pueden tener efectos devastadores. Por eso los humanos tomamos precauciones hace tiempo, y la normativa obliga a la instalación de estructuras de protección (pararrayos) en edificios e infraestructuras eléctricas. Aun así, las actividades individuales crean situaciones de riesgo – que, solo en EEUU, acaban causando alrededor de 100 heridos al año, de los que uno de cada cinco muere. 20 muertes anuales en una población de 328 millones equivalen a una muerte por cada 16 millones de habitantes, lo que hace de los rayos una de las causas de mortalidad menos frecuentes de cuantas nos afectan. Globalmente, la probabilidad de que “te parta un rayo” es muy pequeña, es menor a uno entre tres millones. Muchas de esas muertes pueden evitarse tomando algunas medidas sencillas, y de hecho, su aplicación ha hecho descender el número de muertes causadas por rayos más de tres cuartas partes desde 1995.
Imaginemos, sin embargo, que en un corto periodo de tiempo tuvieran lugar varias muertes por caída de rayos, y que estas muertes recibieran gran atención mediática. Imaginemos además que los gobiernos, ignorando por completo la racionalidad de las decisiones técnicas, prohibieran a toda la población salir a la calle en momentos de tormenta, paralizando su vida cotidiana y sometiendo a muchos (por ejemplo, enfermos que requirieran atención médica) a riesgos innecesarios, a pesar de que las probabilidades reales de que alguien más muera por un rayo son bajísimas. Pues bien, algo así está ocurriendo en España y Europa con la vacuna de AstraZeneca (ahora rebautizada como Vaxzevria) o la de Janssen, también compuesta por un vector viral inocuo. Y el problema no es que no entendamos bien cómo y por qué se forma un coágulo a partir de una vacuna. El problema es que lo que realmente no entendemos es el significado de una probabilidad muy, muy baja. Estamos confundiendo todo el tiempo riesgo con gravedad, el debate social y político no progresa, las decisiones son contradictorias y los cambios de opinión sobre la seguridad de la vacuna son constantes. El debate está muy influido por un fuerte sesgo de novedad y por la dificultad humana para asimilar una probabilidad inferior a un caso entre cien o entre mil.
Repasemos los números. Actualmente, la letalidad de la COVID-19 es del 0.8-1.0% en España. Esto quiere decir que aproximadamente una de cada cien personas que contraen el virus acaba muriendo. Es una tasa escalofriante pero muy baja, en comparación con las letalidades cercanas al 7% que se pudieron observar en la primera ola de la pandemia. Esta tasa aparentemente baja no ha evitado que hayamos superado ya las 76.000 muertes en nuestro país, y eso con tan solo 3,4 millones de casos confirmados (el 7.2% de la población) y con unas medias de prevención muy restrictivas (salvo en algunas regiones particularmente negligentes, como Madrid). Si la pandemia se detuviera en este momento, habría muerto ya el 1.6 por mil de la población española.
La insensibilización creciente que hemos sufrido a lo largo de la pandemia, combinada con la nula atención que han prestado los medios a las historias personales de los enfermos, el drama de los fallecidos y el dolor sus familias, y al sufrimiento diario de todos aquellos que han quedado con graves secuelas, han hecho que no prestemos a la cifra total de fallecidos la atención que se merece. 76.000 fallecidos equivalen a la muerte de la población completa de alguna de nuestras ocho capitales de provincia más pequeñas (como Ciudad Real, Ávila o Segovia). Repartidos en solo trece meses, representan una mortalidad de casi 6.000 muertos al mes, 200 muertos diarios: más que si cada día hubiera habido un accidente como el de Spanair en Madrid, tantos como si cada día se repitiera el atentado del 11M en Atocha, más que si cada semana se repitieran todos los asesinatos cometidos por ETA en sus 43 años de actividad terrorista. Mencionar estas cifras permite hacernos una idea de la poca percepción y conciencia que tenemos del impacto real de la pandemia en nuestro país.
Parte del problema se debe a los esfuerzos de nuestras instituciones por ocultar los muertos. Por ejemplo, la página oficial del Ministerio de Sanidad sobre la situación actual de la pandemia destaca el número de afectados y el avance de la vacunación, pero evita proporcionar el número de muertos – y lo mismo hace la página oficial sobre COVID-19 del ISCIII. No obstante, la responsabilidad principal es de nuestros representantes públicos y de los medios de comunicación. Sea debido a lo doloroso de la situación o a criterios de estrategia política, tanto unos como otros han recurrido continuamente a la negación, a las metáforas bélicas, o a los titulares efectistas, y han faltado a su obligación de reportar los números exactos y reconocer el drama personal y social que hay detrás de ellos.
Bien, a pesar de las cortinas de humo y la confusión tenemos unos números bastante claros sobre el número actual de afectados y fallecidos. Pero ¿qué números podemos esperar si la vacunación se retrasara, o dejara de funcionar por completo? Recordemos: 76.000 muertes con 3,4 millones de casos confirmados representan una letalidad media del 2.2%, aunque la mejora de los tratamientos (combinada, probablemente, con una mayor detección de casos) ha reducido esa letalidad actual al 0.8-1%. Por desgracia y para nuestra desgracia, la mayor parte de la población no ha sido expuesta aún al virus ni ha desarrollado, por tanto, inmunidad. Las sucesivas olas del pandemia han dejado claro que las medidas de control han ralentizado su expansión, dando un tiempo precioso a científicos y profesionales médicos para desarrollar vacunas y tratamientos, pero no van a detenerla. Por tanto, el escenario más probable, en ausencia de vacunas, es que acabe afectando a toda la población. Siendo muy optimistas podemos asumir que, cuando se alcancen tasas de infección cercanas al 70%, la inmunidad de grupo acabará deteniendo las nuevas infecciones (algo razonable cuando ocurre inmunización artificial rápida mediante campañas intensas de vacunación, pero mucho menos probable cuando el proceso es ‘natural’, ya que el virus tiene mucho más tiempo para desarrollar variantes que evadan al sistema inmune). Eso implicaría una mortalidad mínima del 0.56% - un muerto por cada 200 personas, hasta llegar a superar los 265.000 muertos en nuestro país. Y todo esto, sin contar con nuevas variantes más infecciosas y/o letales del SARS-CoV-2, algo que cada vez parece más difícil evitar.
El abandono de una de las vacunas disponibles, o su restricción a ciertos grupos de edad, tendría un impacto mucho más limitado. Probablemente, cause tan solo retrasos de unos pocos meses en el plan de vacunación de nuestro país, un plan que no está destacando precisamente por su celeridad. La perspectiva no es, aun así, alentadora. Una sencilla extrapolación de las tasas de infección y fallecimientos mensuales arroja un diferencial muy elevado de enfermos graves y fallecidos. Durante los últimos 13 meses, hemos tenido en promedio un cuarto de millón de casos confirmados mensuales, y las ‘olas’ de infecciones han sido cada vez mayores. Eso ha causado, en promedio, más de 5.800 muertos mensuales (122 muertos por millón). Por tanto, un retraso de entre uno y tres meses (un escenario bastante conservador del retraso debido al cese o a las reticencias en la aplicación de la vacuna de AstraZeneca o la de Janssen) causará, probablemente, entre 6.000 y 18.000 muertes evitables. Todo esto, si se mantienen las restricciones de circulación y distanciamiento social actuales: en caso de relajarse estas, como está planteando ya el gobierno, el escenario sería considerablemente peor.
Hay que añadir además el efecto de confusión que genera una información desbordante en detalles técnicos y sobre la que falta perspectiva temporal y estadística. Es imprescindible entender bien los niveles de mortalidad que puede causar la vacunación y por qué no se detectaron en los ensayos clínicos previos a su autorización. La discusión se centra, en este momento, en la aparición de varios casos de trombosis venosa, de los que algunos fallecieron. De acuerdo al reciente comunicado de la Agencia Europea del Medicamento, esta reacción se detectó en 86 casos (62 de trombosis cerebral, 24 de trombosis esplácnica) reportados hasta el 22/3/21 en la base de datos europea de presuntas reacciones adversas (EudraVigilance), de los que 18 (un 21%) fallecieron. Estos casos provienen principalmente de la UE y del Reino Unido, donde han recibido la vacuna unos 25 millones de personas. La mayoría de los casos tuvieron lugar en mujeres de menos de 60 años y ocurrieron durante las dos semanas siguientes a la primera dosis de la vacuna. Estos datos indican una tasa de afección de 3.4 por millón y una mortalidad de 0.7 por millón. Estos valores de mortalidad y afectación son tan bajos que no pudieron ser detectables en los ensayos previos, realizados en poblaciones de decenas de miles de individuos. Una vez más estamos enfrentados a números muy, muy pequeños. Para poner las cifras en contexto, la trombosis venosa esplácnica tiene una incidencia estimada de 500 casos por millón (lo que es probablemente una infraestima, dado que su detección es a menudo incidental); y la trombosis venosa cerebral tiene una incidencia, en adultos, de 3-4 casos por millón en series de autopsia y 10 veces mayor en series clínicas, aunque es especialmente frecuente en mujeres de 20 a 35 años, asociada al embarazo o puerperio y al uso de anticonceptivos orales.
Una reacción similar (trombocitopenia inmune severa) ha sido, además, reportada en el Sistema de Registro de Reacciones Adversas a la Vacuna (VAERS, en inglés) para al menos 36 personas de los 31 millones vacunados con Moderna y Pfizer-BioNTech en EEUU. De confirmarse estos números, indicarían una incidencia similar (1.16 casos por millón) en estos dos tipos de vacuna a los de la polémica AstraZeneca; aunque con una letalidad mucho menos (tan solo se ha reportado una muerte), que aún no sabemos si responde a una reacción menos virulenta, o con mejor diagnóstico y tratamiento en estos últimos. Y, en los últimos días, el CDC y la FDA han recomendado una pausa en el uso de la vacuna de Janssen tras reportar 6 casos similares (trombosis venosa cerebral con trombocitopenia) en 6.8 millones de vacunados – una probabilidad de 0.88 casos por millón que, de nuevo, se acerca a las reportadas para las otras vacunas. Como en el caso de AstraZeneca, estos casos tuvieron lugar en mujeres entr 18 y 48 años y ocurriern 6-13 días tras la vacunación.
La Asociación Europea del Medicamento ha concluido de forma clara que, incluso en el peor escenario posible, es decir, en el de que se confirmara una relación de causalidad directa entre vacunación y trombos, y esta no estuviera determinada por factores de riesgo previos, los beneficios de la vacunación superan con creces a los riesgos. En primer lugar, porque la incidencia de este tipo de trombos es muy inferior a la incidencia global en la población. Pero, sobre todo, porque incluso en el peor de los escenarios, las trombosis causarían menos de 1 fallecimiento por millón de vacunados, pero prevendrían 5.600 fallecimientos por COVID por millón de vacunados). Un fallecimiento frente a evitar cinco mil seiscientos. Incluso si el retraso causado por el abandono de esta vacuna sobre el plan de vacunación de nuestro país fuera de solo un par de meses, causaría más de 100 muertos por millón adicionales, es decir, causaría 100 veces más de los muertos que se quieren evitar retirando la vacuna.
De igual manera, un estudio de la Universidad de Cambridge ha concluido que una persona de 60 años tiene entre 70 y 638 veces más probabilidades de ingresar en la UCI por no vacunarse que de sufrir un trombo por la vacuna de AstraZeneca, en una ventana de riesgo de tan solo 16 semanas. Tan solo en uno de los grupos de edad (el más joven, de 20 a 29 años) y en un escenario de bajo riesgo (incidencia de 2 por 10.000, que se ha observado raramente desde setiembre en España, y prácticamente nunca en regiones como Madrid) superan los riesgos a los beneficios.
Esto no quiere decir que no deba hacerse nada. En estos momentos, se está trabajando intensamente en identificar los factores de riesgo, las pruebas diagnósticas específicas para detectar esta reacción y los tratamientos (p.ej., con globulina inmune intravenosa) para este tipo de afección. Los casos de trombosis tuvieron rasgos muy específicos, al ocurrir en combinación con bajos niveles de plaquetas (y, a veces, hemorragias), que apuntan a un mecanismo causal: una respuesta autoinmune similar a la desarrollada raramente por pacientes tratados con heparina (trombocitopenia inducida por heparina, HIT en inglés). Como ya ha ocurrido con el propio COVID-19, la mejora del diagnóstico y tratamiento que este trabajo va a producir mejorará probablemente la prognosis de los individuos que desarrollen esta reacción en el futuro. Es cierto que, dado que el principal grupo de riesgo identificado hasta la fecha son las mujeres de menos de 60 años y que los principales grupos de riesgo entre los afectados por la COVID-19 son precisamente los varones y los/las mayores de 50-60 años, podemos esperar que las autoridades sanitarias reajusten las campañas de vacunación para administrar otros tipos de vacunas a las primeras. Otras decisiones, como la de interrumpir la vacunación de las personas que ya han recibido una dosis, parecen, sobre la evidencia disponible, totalmente injustificadas. Al fin y al cabo, completar su pauta de vacunación con otra vacuna diferente no deja de ser un experimento aún más arriesgado, del que no se conocen ni los efectos secundarios ni la eficiencia que podría tener.
La trayectoria errática en las decisiones individuales, nacionales e internacionales que hemos visto en los últimos meses sobre la vacuna de AstraZeneca (si vacunarse o no, si comprar más dosis o arrinconarlas hasta nueva orden en una nevera, si aplicarlas a los mayores o a los jóvenes), revelan que el nudo gordiano en la vacunación masiva de la población no está en entender los mecanismos de los trombos ni los detalles de los efectos secundarios de la vacuna. Ni siquiera en las bondades o los precios de mercado de cada vacuna. El nudo gordiano es tomar decisiones basadas en una evaluación responsable y transparente de los riesgos y las probabilidades numéricas asociadas, aunque éstas sean tan bajas que pocas personas puedan entenderlas y valorarlas intuitivamente.
Los rayos son un fenómeno meteorológico relativamente común: cada año tienen lugar en el mundo 16 millones de tormentas con rayos, que causan 1.400 millones de rayos anuales, equivalentes a 44 por segundo. Cuando interfieren con las densas poblaciones humanas, pueden tener efectos devastadores. Por eso los humanos tomamos precauciones hace tiempo, y la normativa obliga a la instalación de estructuras de protección (pararrayos) en edificios e infraestructuras eléctricas. Aun así, las actividades individuales crean situaciones de riesgo – que, solo en EEUU, acaban causando alrededor de 100 heridos al año, de los que uno de cada cinco muere. 20 muertes anuales en una población de 328 millones equivalen a una muerte por cada 16 millones de habitantes, lo que hace de los rayos una de las causas de mortalidad menos frecuentes de cuantas nos afectan. Globalmente, la probabilidad de que “te parta un rayo” es muy pequeña, es menor a uno entre tres millones. Muchas de esas muertes pueden evitarse tomando algunas medidas sencillas, y de hecho, su aplicación ha hecho descender el número de muertes causadas por rayos más de tres cuartas partes desde 1995.
Imaginemos, sin embargo, que en un corto periodo de tiempo tuvieran lugar varias muertes por caída de rayos, y que estas muertes recibieran gran atención mediática. Imaginemos además que los gobiernos, ignorando por completo la racionalidad de las decisiones técnicas, prohibieran a toda la población salir a la calle en momentos de tormenta, paralizando su vida cotidiana y sometiendo a muchos (por ejemplo, enfermos que requirieran atención médica) a riesgos innecesarios, a pesar de que las probabilidades reales de que alguien más muera por un rayo son bajísimas. Pues bien, algo así está ocurriendo en España y Europa con la vacuna de AstraZeneca (ahora rebautizada como Vaxzevria) o la de Janssen, también compuesta por un vector viral inocuo. Y el problema no es que no entendamos bien cómo y por qué se forma un coágulo a partir de una vacuna. El problema es que lo que realmente no entendemos es el significado de una probabilidad muy, muy baja. Estamos confundiendo todo el tiempo riesgo con gravedad, el debate social y político no progresa, las decisiones son contradictorias y los cambios de opinión sobre la seguridad de la vacuna son constantes. El debate está muy influido por un fuerte sesgo de novedad y por la dificultad humana para asimilar una probabilidad inferior a un caso entre cien o entre mil.