¿Tiene sentido que alguien sostenga en plena emergencia climática que no hace falta declaración de impacto ambiental para una ampliación portuaria de 1,4 millones de metros cuadrados con la excusa de que ya se hizo una en 2007?
La Cumbre del Clima, que se celebra en Madrid del 2 al 13 de diciembre, se centra en impulsar el cumplimiento del Acuerdo de París para una reducción efectiva de las emisiones de gas carbónico que frene el calentamiento global del planeta. Su celebración se enmarca en un movimiento creciente de compromiso con lo que ha venido en denominarse la “transición ecológica”.
La avalancha de datos científicos que alertan del cambio climático y la creciente presión de la opinión pública han llevado a trasladar esos conceptos a la estructura de algunos gobiernos. El actual Gobierno de España tiene un Ministerio para la Transición Ecológica, que sería el encargado de elaborar esa nueva declaración de impacto sobre la construcción del gigantesco muelle de contenedores proyectado en el Puerto de Valencia. Se lo ha pedido a la titular de esa cartera, Teresa Ribera, precisamente la consellera de Agricultura, Desarrollo Rural, Emergencia Climática y Transición Ecológica de la Generalitat Valenciana, Mireia Mollà.
Pero una petición tan razonable, y tan coherente con lo que el presidente valenciano Ximo Puig expresaba este viernes en un foro organizado en la ciudad por el diario El Economista al asegurar que “el desarrollo será sostenible o no será”, choca con la intención del presidente de la Autoridad Portuaria de Valencia, Aurelio Martínez, que se aferra a la idea de que el impacto ambiental de la ampliación ya fue evaluado hace 12 años.
Dos de los tres socios del Gobierno del Pacto del Botánico, Compromís y Podemos, se han hecho eco de las críticas procedentes de ecologistas, urbanistas, expertos universitarios y activistas vecinales agrupados en la Comissió Ciutat-Port y reclaman un informe ambiental elaborado a partir de parámetros actuales. El tercero, el PSPV-PSOE, trata de capear el temporal sin acabar de definirse. Pesa en su actitud la amenaza esgrimida por el presidente del Puerto de que el encargo de una nueva declaración causaría un retraso que llevaría a perder una inversión de cientos de millones de euros y, con ella, la generación de actividad económica y la creación de puestos de trabajo.
Surgido de un viejo dilema aunque en tiempos de alerta ambiental, sobre el conflicto gravita la tradición de un Puerto que siempre ha impuesto su voluntad a la ciudad. La primera fase de la ampliación que ahora quiere completarse se llevó a cabo en plena hegemonía del PP en las instituciones valencianas y ya entonces levantó polémica. Hasta el extremo de que el actual ministro de Fomento, José Luis Ábalos, apoyó junto a los concejales socialistas del Ayuntamiento, grupo del que formaba parte en la oposición a Rita Barberá, una serie de alegaciones contrarias a su ejecución.
En plena borrachera de grandes eventos, con la celebración de la Copa América en Valencia como acicate, se construyeron los diques que ahora han de albergar una enorme terminal para carga y descarga de barcos de contenedores, que la naviera multinacional de capital suizo MSC gestionará durante 50 años a cambio de invertir 800 millones de euros en su construcción (otros 400 millones serán de procedencia pública).
Por si no fuera suficiente, el diseño inicial de hace más de una década ha variado notablemente al trasladar hacia el interior de las instalaciones portuarias el actual muelle de cruceros y derribar una parte del contradique establecido entonces en la bocana. La construcción de esa pastilla de cemento del tamaño de la playa de la Malva-rosa, según la gráfica descripción de la vicepresidenta valenciana Mónica Oltra, conllevará la apertura de un acceso norte al Puerto para la circulación de camiones especialmente conflictivo.
Pero no hace falta estudio de impacto, porque dice Aurelio Martínez que las obras se circunscriben al recinto interior del puerto. Y ya se sabe que allí dentro no manda nadie más. Así ha sido siempre. Hasta ahora, porque por primera vez un alcalde de Valencia ha votado que no en el consejo de administración de la Autoridad Portuaria. Joan Ribó no solo se opuso al inicio del proceso de adjudicación de la ampliación, sino que ya ha anunciado que el Ayuntamiento presentará alegaciones. Los representantes de la Generalitat Valenciana en ese organismo, curiosamente, no pudieron votar porque han caducado sus mandatos y todavía no han sido reemplazados.
Con declaración o sin ella, el impacto del puerto es notorio, no solo por la desaparición de la antigua playa de Nazaret, engullida por las instalaciones hace ya tiempo, y por el espacio de huerta destruido inútilmente en La Punta para una Zona de Actividades Logísticas que todavía está vacía. El Gobierno, a través de la Demarcación de Costas, tiene previsto invertir 28,5 millones de euros para recuperar las playas del sur de Valencia que, debido a la erosión causada por la modificación de las corrientes, han sufrido en las últimas décadas retrocesos que oscilan entre los 9 y los 65 metros. Es un hecho irremediable (¿o no, si son reversibles los diques?) que habrá que efectuar trabajos de restauración de la arena en grandes proporciones cada cierto tiempo para que las playas no desaparezcan del todo, con la amenaza añadida de que los efectos de la pérdida de arena sobre la costa de El Saler puedan afectar al lago de L'Albufera, parque natural separado del Mediterráneo por un delicado cordón litoral en una época en la que se prevé una subida progresiva del nivel mar.
Los ministerios de Fomento y de Transición Ecológica se pasan la pelota sobre la decisión de ordenar la redacción de un informe ambiental para evaluar un proyecto que pretende duplicar la actividad del Puerto de Valencia como plataforma de un tráfico intercontinental de contenedores que en su mayor parte no responde a la dinámica de importación y exportación, ya que dos de cada tres están vacíos o se mueven de un barco a otro sin llegar a entrar en la Península. Una proporción que lógicamente se desequilibrará mucho más si alguna vez llega a funcionar el nuevo muelle.
El de Valencia no es un puerto natural, sino una construcción que se ha ido ampliando a lo largo de la historia mar adentro en un proceso que revela la permanente presión de un lobby naviero y portuario al que solo ahora la ciudad empieza a oponer alguna resistencia. ¿Conseguirá imponerse la nueva cultura de la emergencia climática al poder insaciable de ese lobby o demostrará ser poco más que una etiqueta de moda? Tenemos derecho a exigir que la transición ecológica se traduzca en hechos.