Ahora, la derecha ha de ensayar la democracia

Un efecto colateral potencialmente muy positivo de la gran maniobra táctica del gran ajedrecista Pedro Sánchez -que le ha valido la presidencia del Gobierno de España- es que va a forzar la renovación de la derecha española. “Derecha” y “española”: palabras mayores.

Sucesivamente, este conglomerado ha ido integrando componentes diversos, intereses empresariales inéditos al lado de los de toda la vida, profesionales emergentes y de nuevo cuño, capas medias acomodadas, académicos rancios y una multitud de notarios y registradores de la propiedad, por supuesto, pero también nuevas profesiones y escritores e intelectuales (de ABC, El Mundo o El País que tanto monta, monta tanto, al menos hasta ayer) en pleno ataque de nervios…

Pero en el fondo de su ADN, del código genético de la derecha española, hay algo que ha permanecido invariable, pese a los cambios de fachada o a las transformaciones reales y de fondo. Algo que, seamos sinceros, no deja de ser inquietante. En términos democráticos, se entiende.

Por ahora hay tres aspirantes a la jefatura del PP: Soraya Sáenz de Santamaría, María Dolores de Cospedal y Alberto Núñez Feijóo. Los tres tienen números a su favor, pero también, en proporciones variables, plomo en las alas. Sáenz de Santamaría cae mal, no tiene fuerza orgánica y ha sido demasiado la voz de su amo, aunque taimada. Cospedal carece de la envergadura y la prestancia suficientes para liderar la gran derecha española; como jefa regional vale, pero nada más. Feijóo, paradójicamente, tiene en su contra el hecho de ser gallego, además de cierta foto con amistades peligrosas. Demasiados gallegos ya, que son vacilantes y no acaban de rematar…

No parece aventurado suponer que habrá batalla interna, lucha democrática por el liderazgo, competición, votaciones que no serán no a la búlgara… Salga uno u otra o, como parece más probable, un desconocido cisne negro que se alce con el santo y la peana, el espectáculo merece la pena y es reconfortante. Por fin una derecha que, aunque obligada, ha de homologarse. Que se entera finalmente de que los liderazgos verticales son de otra época, felizmente suparada.

Porque la derecha española es alérgica a este tipo de cosas. Recordemos. Desde el Decreto de Unificación firmado por Franco en Burgos, en 1937, la derecha es una y no cincuenta y una. Aquello fue aplaudido hasta la extenuación por las bases sociales de la derecha, no tanto por los líderes (que lógicamente, de Hedilla a Fal Conde, pasando por Gil Robles, quedaron marginados). Carlistas, falangistas, cedistas, monárquicos alfonsinos, católicos, regionalistas… toda la derecha que en los años treinta navegaba entre el integrismo corporativista y el fascismo puro y duro se congratuló y se sumó a la decisión autoritaria del Mando ejercido por el generalísimo Franco. Fue un empeño mucho más efectivo que la Unión Patriótica promovida por el anterior dictador, el general Miguel Primo de Rivera. Con Franco la derecha se unió por decreto. Y eso dejó honda huella. Al punto que en años sucesivos se ironizó mucho sobre la CEDA, o Confederación Española de Derechas Autónomas, a cuenta del último adjetivo: autónomas. ¡Vaya muestra de debilidad! La misma que mostró la UCD, o Unión de Centro Democrático, alianza de partidos y grupos multiformes de la derecha que no acabaron de fraguar bajo el liderazgo de Adolfo Suárez, personaje interesante que naufragó ante el empuje de un arrollador Felipe González, el líder del PSOE apoyado por Willy Brandt, que culminó la Transición, desplazando a los herederos del ex secretario general del Movimiento, en 1982.

Antes del Movimiento Nacional franquista habían existido los partidos del turno de la Restauración borbónica de 1874: conservadores y liberales. Y los montaraces carlistas, una singularidad española de defensores del Antiguo Régimen que llegaron hasta los años setenta, cuando se dividieron entre extrema derecha y socialistas autogestionarios (¡qué cosas!). Los partidos de la Restauración, en todo caso, asentaron un esquema caciquil muy eficaz en los pueblos, que este sí, ha perdurado. Puede que hasta hoy. Sin duda, así es o así ha sido hasta hace dos días en la provincia de Castellón de la Plana. Un esquema de notables y hombres de confianza alimentados -según un procedimiento clásico de clientelismo o “do ut des”- desde la Diputación Provincial de los que se sirvió abundantemente el popular Carlos Fabra. El anterior presidente de la diputación castellonense tenía grandes apoyos de este tipo, con alcaldes tan fieles como dudosos en la Vall d’Alba o en Villahermosa del Río. Por cierto, en este último pueblo hay una espaciosa y céntrica plaza dedicada a Don Carlos Fabra Carreras, presidente de la Diputación Provincial. Da igual que haya pasado por la cárcel, que sea un defraudador convicto, el tal Don Carlos. Así son las cosas, a poco que te alejes del litoral, en este país tan moderno y avanzado, con un gobierno feminista que es el asombro de Europa y del mundo…

Al incipiente pluralismo y competición interna en el PP, que ya era hora, se le añaden nuevos componentes externos, sobre todo VOX y Ciudadanos. Este último era la esperanza blanca de la derecha, capaz de salvarle los muebles ante el naufragio total del PP, y ya veremos si supera su eclipse actual o si sucumbe definitivamente. Ha forzado demasiado la nota neo-falangista y se ha equivocado en la táctica y tal vez en la estrategia. Genera más rechazo que aprecio. La derecha de toda la vida acabará perdonando al PP, que dispone de la red caciquil y que es capaz de renovarse y de proclamar: ¡aquí no ha pasado nada! Por su parte, VOX reagrupa a la extrema derecha que acampaba en el PP y que parece reclamar un puesto al sol. En València, acompañados o “acomboiats” por Juan García Santandreu, convocan actos para ver si recomponen una vez más a toda la derecha bajo el denominador común del anticatalanismo. “Si eso es un hombre”, si eso todo lo que tienen que ofrecer….

No parece demasiado sensato con todo lo que ha pasado. No se enteran. En el Palau de la Generalitat manda Ximo Puig, no Josep Guia. Y los empresarios valencianos optan por el Corredor Mediterráneo, la paz civil, el diálogo con Catalunya y la influencia, cuanto mayor mejor, en Madrid, en el Gobierno del Estado. Las viejas batallas de València quedan como una pesadilla que hicieron mucho daño y que solo unos insensatos querrían reeditar. Claro que entre esos insensatos o insensatas está la líder provisional del PP valenciano, Isabel Bonig, tan corta de entendederas que hace padecer.

La derecha valenciana tuvo días mejores. Evoquemos algunos de sus líderes preclaros: Ignasi Villalonga, Joaquim Reig, Luís Lúcia, Joaquín Maldonado, Joaquín Muñoz Peirats…. Después de esta lista, uno se pregunta: ¿Agramunt? ¿Zaplana? ¿Camps? ¿Isabel Bonig? En fin.

Se puede caer aún más bajo, por supuesto. Nada es imposible. Pero la burguesía valenciana se lo debería pensar dos veces.

Ahora que la derecha española se ha de renovar y ha de cerrar el periodo de la gran corrupción con una catarsis en toda egla, una catarsis obligada de sinceridad y autocrítica, la derecha valenciana podría o debería hacer un ejercicio similar. ¿Será capaz? Se admiten apuestas.