Amigas, tenemos que pedirnos perdón
¿Cuántas veces hemos escuchado que las peores con las mujeres somos las propias mujeres? Diría que demasiadas, pero lamentablemente, hay algo de cierto en ese mantra. Nos criticamos por nuestro aspecto físico, nos consentimos muchísimos menos fallos que a los hombres y repetimos ese cuento de que 'algo habrá hecho'. Pero las mujeres no somos enemigas por naturaleza, sino que se nos ha educado para que compitamos de manera implacable entre nosotras.
Se habla de que no existen mujeres machistas, sino mujeres que colaboran -y casi siempre de manera involuntaria- con el machismo, porque ellas nunca se beneficiarán de un sistema patriarcal. Desde pequeñas estamos sometidas a un bombardeo constante de mensajes sobre lo que es ser mujer y sobre lo que se espera de nosotras. Interiorizamos y aceptamos nuestro mandato de género y lo primero que nos preocupa es encajar. No es hasta el momento en el que desaprendemos lo aprendido y adquirimos una perspectiva de género, cuando nos damos cuenta de que hemos sido cómplices de la opresión. En palabras de Rosa Luxemburgo, quien no se mueve, no siente las cadenas.
Es por ello que tenemos que pedirnos perdón y reconocernos como cómplices. Nos hemos boicoteado, empequeñecido y no nos hemos respetado. El sistema nos prefiere divididas e inofensivas, pero tenemos que desmontar esa confrontación misógina entre nosotras porque nos debilita como género.
Es cierto que todas las relaciones humanas son complejas y están influidas por dificultades derivadas de distintas jerarquías o circunstancias, pero si queremos cambiar el orden social hegemónico, no tenemos más alternativa que la sororidad. Marcela Lagarde la describe como “la alianza feminista entre mujeres para cambiar la vida y el mundo con un sentido justo y libertario”. Siguiendo su tesis, no se trata de querernos o de coincidir en nuestras opiniones, que también estaría bien, sino de acordar, sumar y crear vínculos sobre unos intereses comunes. Y en esto, amigas, la lista es larga. Hay violencias contra la mujer en dictaduras y democracias, en conflictos armados y en situaciones de paz. Hay violencia explícita y simbólica. Física, sexual y económica. Todas, en mayor o menor medida, sufrimos los efectos derivados de ser mujer.
El feminismo no puede entenderse sin sororidad, ni la sororidad sin feminismo. Buena prueba de ello han sido las últimas concentraciones en contra de la sentencia de La manada o la reivindicación feminista en el festival de cine de Cannes. La sororidad tiene que pasar a ser la norma, porque solo entonces, este mundo diseñado por y para los hombres empezará a ser un lugar más justo para todos.
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