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Antonio García Maldonado: “Somos así de contradictorios, entre el sueño ilustrado y la pesadilla romántica”

Antonio García Maldonado.

Francisco Martorell Campos

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Aunque Antonio García Maldonado (Málaga, 1983) es consultor y profesor de asuntos públicos y se desempeña como asesor político y redactor de discursos, su mirada busca trascender la coyuntura a la que se debe y responder a una de las grandes preguntas de nuestro tiempo: ¿Por qué, pese a tantos avances científico-técnicos, vivimos una era de malestar creciente con nuestra realidad? ¿A qué se debe el malestar? Este ensayista, que ha trabajado en los gabinetes de la Presidencia del Gobierno y del Senado, y que actualmente lo hace en el Ministerio de Asuntos Exteriores, hermana academia y cultura popular en El final de la aventura (La Caja Books, prologado por Manuel Cruz), un libro absorbente que utiliza el feliz concepto de aventura para diagnosticar un rumbo equivocado. Si entendemos, como hace Maldonado, que la aventura es una empresa en la que al volcar nuestra vocación o nuestra suerte contribuimos, aun sin buscarlo, a ensanchar los horizontes colectivos, ¿queda alguna en pie o a la vista? ¿Lo son la lucha contra el cambio climático o la potencial colonización espacial? ¿Y qué ocurre con las necesidades del aquí y el ahora? El problema no es que sepamos demasiado y ya queden pocas cotas que alcanzar, sino que el conocimiento que se requiere para traspasar las nuevas fronteras de conocimiento parece reducido a una minoría que se ha escindido de la comunidad. Paradójicamente en su nombre.

Su ensayo traza un diagnóstico de la situación actual muy original, tomando como referente la noción de aventura, y en concreto la incapacidad de embarcarse en ella. ¿Podría explicar qué entiende por aventura?

Entiendo por aventura una empresa en la que una vocación individual, o una vida sin demasiados propósitos, e incluso sin pretenderlo, contribuye a ampliar de alguna forma los horizontes colectivos. En el libro menciono varias: las expediciones de los navegantes en las que se enrolaban expertos en cartografías o malandrines que escapaban de una condena. Sin buscarlo, fueron parte de una aventura personal que tuvo efectos en la vida de todos. O las caravanas hacia el oeste de Estados Unidos en busca de prosperidad con el oro, que al final definieron la geografía de un país y su proyección ante el mundo. Elegí utilizar escenas de 'Master and Commander', la película de Peter Weir sobre dos buques que se persiguen en el Atlántico Sur durante las guerras napoleónicas, porque me permitía precisamente eso, mostrar la aventura como trance involuntario pero determinante.

¿Qué le llevó a adoptar la aventura como marco interpretativo de la sociedad?

Lo que me llevó a adoptar ese concepto fue mi propio malestar y mi propia incapacidad para encontrar una aventura o, si la encontraba, para verme involucrado en ella. En un momento dado, me sentía cansado de lo que hacía, quizá desencantado, y quise cambiar, pero no vi opción. Todo era demasiado costoso, o llevaba demasiado tiempo, o contradecía demasiado mi propia vida. Más allá de mi caso, no es que no queden aventuras, que sí quedan, y a ellas dedico la segunda parte del libro. Pero esas aventuras implican hoy un nivel de conocimiento y formación que las hace inaccesibles para la mayoría. Para colmo, se han desplegado discursos excluyentes en los que solo parece aportar quien trabajaba en una tecnológica o hace no sé cuántos másteres. Los demás, empezando por los funcionarios y terminando por trabajadores de sectores más tradicionales y los de menos formación, parecen merecedores de sus dificultades o miserias. La pandemia nos ha mostrado lo falaz de esos discursos, porque quienes nos sacaron las castañas del fuego en primer lugar fueron trabajadores precarios como repartidores o cajeras, o profesionales muy desgastados como médicos o enfermeras del sistema público de salud, o policías rasos, o cuidadores. En paralelo estaba la investigación puntera de la vacuna, de los tratamientos, de la logística de los transportes, etc. Todo y todos, desde el trabajador más básico hasta el técnico más especializado, fueron necesarios. Hay una anécdota que se le atribuye a John F. Kennedy que me gusta como resumen. Cuentan que fue a ver cómo funcionaban las instalaciones de la NASA en las que se trabajaba para la misión Apolo XI, y que se acercó a un simple operario que parecía trabajar en tareas básicas de limpieza o mantenimiento. Le preguntó a qué se dedicaba allí y el hombre le respondió: “trabajo para poner a un hombre en la Luna”. Luego vino el discurso meritocrático falaz de las últimas décadas, el “yo me lo he currado”, el “self-made man” y pasó lo que pasó. 

La Ilustración adjudicó al conocimiento y a la tecnología la capacidad de liberar a la humanidad. Sin embargo, deja patente que el progreso producido en ambos apartados durante los últimos siglos produce, aparte de efectos beneficiosos innegables, no pocas secuelas indeseables, entre ellas el disuadirnos de la aventura. ¿A qué se debe, en su opinión, esta paradoja? ¿Por qué conocer más nos lleva a aventurarnos menos? ¿Qué ha motivado que el conocimiento ya no aporte seguridad? ¿Cuáles son los roles de la tecnología en dichas circunstancias?

Sigo creyendo firmemente en la Ilustración, o en ese oxímoron que podemos llamar “el sueño ilustrado”. Pero hay que actualizarlo, ponerlo a punto desde todo lo que ya sabemos, que es muchísimo. Empezando por las trampas de nuestra propia mente y nuestra concepción de sujetos racionales que eligen libremente en base a cálculos de coste-beneficio. Respecto a por qué nos aventuramos menos, una de las diferencias entre nuestra época y las anteriores es la de los incentivos que nos empujan a hacer las cosas. Antes, la ignorancia jugaba un papel importante, porque funcionaba como promesa. Ahora se sabe mucho, y me pregunto si no sabemos demasiado para según qué cosas. El conocimiento es hijo de la ignorancia, y eso se pierde en una época en la que todo se mide con muchísima precisión y con proyecciones en el tiempo realmente asombrosas. Si sé que en el cabo de Hornos me va a pillar la tormenta del siglo, no iré. Pero eso lo desconocía el que fue, o al menos desconocía su alcance, pero consiguió doblegarlo y extrajo así un saber importante para el progreso colectivo. Todo esto se produce porque hemos tenido éxito en muchas aventuras, y por eso en el libro insisto en que es secundario lo de buscar villanos, aunque algunos haya. La cuestión es: llegados a este punto, en el que sabemos tanto hasta pensar que está casi todo hecho, o en vías de hacerse, o en el negociado de una vanguardia científico-técnica, ¿qué hacemos ahora entre todos?

¿Por qué justo cuando más sabemos y mejores son (con todos los matices legítimos que se quieran interponer) las condiciones materiales de vida menos creemos en el progreso y nos volvemos fatalistas y apocalípticos? 

Por un lado, es por el éxito en el mismo progreso. Las nuevas aventuras ya no son tan evidentes, requieren más técnica y más hiperespecialización, y para hacerlas aventuras colectivas se requieren políticas más cohesionadoras y discursos más inclusivos. Pero venimos de unas décadas en las que se valoraba lo contrario. Una de las cosas más paradójicas de este tiempo es que la educación superior fuera más cara cuando más determinante era para la vida de cualquiera, para su incorporación a esa aventura. Me sorprende de veras que nos sorprendamos de algunos síntomas del malestar. Por otro lado, creo que el fatalismo viene también de esa incapacidad de vernos en el futuro. No porque no haya futuro, sino porque lo que se exige para estar en él está fuera de nuestro alcance, o eso creemos: conocimientos profundos que hay que renovar de forma permanente y que además cuestan un ojo de la cara. El presente es un lugar demasiado prosaico para quedarse a vivir, necesitamos vías de escape, de modo que muchos compran la idea de que el futuro está en la vuelta al pasado. Es el 'make loquesea great again' y el 'take back control'. 

¿El final de la aventura, brota de la condición “desaventurada” de la cultura o al contrario?

Bueno, no soy nada nostálgico a ese respecto. Creo que la cultura, aun estando mal si miramos las cuentas de resultados de muchos protagonistas, siendo todo mejorable, nunca ha sido tan potente ni ha sido tan accesible. Como lector, como escritor, como lo que sea que me defina como alguien que forma parte de la cultura, no cambio mi época por ninguna otra. Pienso que parte del lamento nace más del potencial benéfico desaprovechado que vemos en ella que de un análisis ponderado de su salud. Dicho esto, esa estupenda sobreoferta hay que equilibrarla estimulando la demanda, y no recortando en la producción. 

Este malestar contemporáneo, caracterizado por la hegemonía de la incertidumbre, la ansiedad, la desconfianza y el miedo, ¿cómo conecta con el final de la aventura? 

La aventura es algo que, por definición, como el progreso, te lleva hacia adelante. Pero vivimos en una época en el que las grandes ideologías o proyectos emancipadores parecen muertos tras un siglo XX en gran medida atroz por causas realizadas en su nombre. Y en el siglo actual la complejidad de la revolución científico-técnica parece coto de una minoría de expertos. Siendo así, ¿qué queda para el resto, para la mayoría? El concepto del final de la aventura nace de esa doble pinza, pero es una resignación tramposa, como la del final de la historia. El título del libro es más una conjura que un diagnóstico, porque aventuras hay, pero implican cambios hacia una ambición clara en el acceso a la educación superior, que a su vez empieza en la educación infantil, y en general hacia una cohesión social muy descuidada en las últimas décadas. 

Según cuenta, la aventura precisa de la interrelación de lo individual y lo colectivo. Hoy lo colectivo tiene mala prensa y se ha evaporado como sujeto. Solo existen individualidades narcisistas compitiendo entre sí, conforme las pautas de la lógica neoliberal. Mal escenario para la aventura tal cual la concibe, ¿no?

El narcisismo y el individualismo son parte de nosotros y no me parece mal que así sea, hasta cierto punto. No creo que solo generen impulsos negativos, pero desde luego lo hacen cuando todo eso se hipertrofia y buscamos una trascendencia y un sentido a nuestra vida que no tiene en cuenta al otro, a la comunidad, y que pierde de vista lo que se debe al entorno, a la familia, a la suerte, en definitiva. Eso es lo que se nos ha ido de las manos en estas décadas. Pero algo de pulsión individual trascendente es necesaria, diría que inevitable en muchos casos. Te decía que creo en la ilustración, o en el sueño ilustrado, pero hay cosas en el romanticismo que son interesantes, o necesarias para la aventura. Lo que ocurre es que, incluso el más narcisista, el más individualista, lo es en contraposición a otros, y al respecto debería responderse una pregunta que puede parecer un abismo: todo este esfuerzo personal, todo este sacrificio, ¿para qué? Y ahí siempre aparece la comunidad, o el otro, aunque sea para que te digan que eres el más grande de los últimos siglos. Es un equilibrio precario. Como lo es el de la necesidad de estabilidad y seguridad y el del ansia de aventuras y nuevos horizontes. Somos así de contradictorios, entre el sueño ilustrado y la pesadilla romántica.

Desvela la conversión de la aventura en un cometido privatizado y elitista, reducido a multimillonarios. Para ellos, dice acertadamente, el mundo sigue siendo fascinante, un lugar lleno de promesas, mientras que el resto vive precariamente y lo percibe como un lugar hostil. ¿Qué tipo de aventuras, o pseudoaventuras, acometen las élites? ¿Qué buscan al emprenderlas?

Diría que buscan la trascendencia, el sentido, aunque a veces se manifieste de forma extraña. En mi definición de aventura, el horizonte colectivo es innegociable, y no dudo de que cuando Aubrey de Gray o Elon Musk hablan de encontrar el final de la muerte o la forma de llegar a Marte, lo hacen con un ánimo colectivo y con buena intención. Son aventuras que apasionan, que dan sentido a la vida, pero no tiene sentido que unos pocos estén haciendo eso y una inmensa mayoría esté viendo cómo sus vidas se precarizan y no encuentran horizontes de prosperidad. Esto se ha analizado desde muchos frentes y desde hace años, y en el libro menciono libros y estudios que lo tratan. Esa escisión de las élites es significativa, porque a nivel individual y colectivo los que se quieren separar son aquellos a los que les va razonablemente bien. Pero me preocupa mucho esa separación entre una minoría hiperespecializada y una mayoría que va a rebufo de ellos, más por fe en un conocimiento que parece magia que por confianza en un igual. Por eso hablo de los divulgadores científicos como figuras mitológicas representadas con gestos sufridos que con un brazo agarran el extremo especializado y con el otro a la mayoría que en teoría se beneficia de esos conocimientos pero que cada vez entiende menos lo que pasa. Los divulgadores científicos son y serán cada vez más esenciales para la cohesión social. Me gustan mucho unos versos de León Felipe que utilizo en el libro: “no es lo que importa llegar solo ni pronto, / sino llegar con todos y a tiempo”.

¿Cuándo y por qué se divorció el conocimiento de la aventura y dejó de suscitar fascinación?

Cuando se supo demasiado como para que la observación fuera fuente de conocimiento, y cuando éste se privatizó, en el sentido en que, de facto, quedó limitado a quien tuviera dinero, o contactos, o posición, o suerte. Cuando ocurrió todo eso y nos resignamos a que las cosas tenían que seguir siendo así porque, en nombre de la competitividad o de la ley del más fuerte, hacer otra cosa era no incentivar, o premiar al vago, o no ser competitivos. No hay ningún designio, nada que obligue a que eso sea así. 

Un detalle que distingue a su libro de la tendencia especulativa dominante es que no se detiene en la descripción de lo patológico. Propone, además, medidas sanadoras. A su juicio, existen dos grandes desafíos que podrían restaurar el sentido originario e inspirador de la aventura: el cambio climático y la colonización espacial. En lo que respecta al primero, ¿qué concepto de naturaleza debería divulgarse y cuáles rechazarse con miras a democratizar de nuevo la aventura? En lo que respecta al segundo, ¿en qué consistiría esa aventura exactamente? ¿No tuvo ya su época?

Dedico la segunda parte del libro a hablar de aventuras tentativas de nuestra época, y propongo dos tras analizar el papel del trabajo. Tanto la lucha contra el cambio climático como la exploración espacial cumplen con la definición de aventura: una empresa en la que, al volcar nuestra vocación o suerte individual, aportamos al horizonte colectivo. Así nos lo cuentan y así es: aunque los esfuerzos principales correspondan a los grandes contaminadores, sabemos que nuestras acciones individuales agregadas cuentan a la hora de reducir las emisiones. Poner el aire acondicionado a 23 grados en vez de a 18 en pleno agosto puede servir, por ridículo que parezca. O tirar la basura en el tacho correcto. Puede parecer ridículo dado el poder de una parte y de otra, pero revela el fondo de lo que hablo: todos somos necesarios. Quizá construir un dique con grandes compuertas en el estuario de un gran río o a las puertas de Venecia sea más lustroso que cualquier esfuerzo personal de nuestra rutina, pero están profundamente conectados. Respecto al capítulo sobre la exploración espacial, está relacionado con el posible fracaso ante la aventura del cambio climático. Pero no sólo, porque también remite a las preguntas esenciales, eso que cuando estudiábamos filosofía en el instituto nos explicaban como las preguntas “primeras y últimas”. La exploración espacial es imagen y reflejo de todo eso, y está presente en cualquier aventura. Ahora como realidad en sí, pero antes como instrumento: las estrellas nos guiaban en medio del océano cuando no teníamos tecnología ninguna. Hay algo bonito en esa imagen, como si nos guiaran hacia ellas mismas. Lo que decía ET: mi casa.  

¿La Renta Básica Universal no sería candidata a articular una nueva aventura, proyectada en una utopía postrabajo del futuro nacida, entre otros menesteres, del progreso? ¿Cumple las condiciones para instituirse en meta colectiva?

Tengo mis dudas. Defiendo la Renta Básica, y creo que llegará, por suerte, más pronto que tarde. Pero no la ligo tan claramente a la aventura. Creo que liberará muchos talentos y esfuerzos que ahora están volcados en trabajos extenuantes, y que todos ganaremos con ello. Pero el trabajo, sin ser una aventura, tiene un papel importante en la cohesión de la comunidad y en el propio papel que cada uno juega en ella. Por eso soy tan escéptico con conceptos como la flexiseguridad o la formación permanente: la felicidad es una fórmula compleja, que cuesta mucho encontrar, y no varía en función de lo que Amazon o Apple quiera imponer a un minorista. No es lo mismo ser panadero con tu negocio que repartidor de Glovo u operario conductor de Uber, pero parece que esto hay quien todavía no lo entiende porque cree que si la remuneración es parecida, debe serlo la satisfacción. Con todo eso se hacen discursos en los que, o estás con el cambio, o eres poco menos que un parásito. Eso me parece agotador e insostenible. Además, el trabajo es importante como centro que debe equilibrar lo que uno da y recibe de la sociedad. Por eso utilizo la película 'El cazador', de Michael Cimino, para explicar ese vínculo entre profesión y comunidad: todos ellos son trabajadores de una fundición en la que deben esforzarse y arriesgarse, pero parecen razonablemente satisfechos. Entonces, finales de los 60, todavía creen que prosperarán, y piensan que tienen algo que defender, un país que les protege y les da oportunidades, y por eso van a Vietnam como quien va a una fiesta. Después viene el desengaño terrible, la muerte, la locura, el malestar. Pero antes hubo vida.

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