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Enzo Traverso: “El 15-M es un movimiento poderoso que identifica muy bien el enemigo, pero carece de proyecto alternativo y de ilusión futurista”

Enzo Traverso y Francisco Martorell Campos, en la Universitat de València antes de la entrevista.

Francisco Martorell Campos

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Enzo Traverso (1957) es uno de los historiadores de las ideas del siglo XX más reputados internacionalmente. Especializado en temáticas tan candentes como la memoria, el totalitarismo y el holocausto, Traverso interviene en los debates políticos actuales desde una perspectiva marxista heterodoxa y autocrítica que bebe, principalmente, de la obra de Walter Benjamin. Esta semana pasada impartió, dentro del Máster en Pensamiento Filosófico Contemporáneo de la Universitat de València, un seminario de investigación dedicado a la categoría de revolución. Allí hablamos con él acerca de su libro Melancolía de izquierda. Después de las utopías, uno de los ensayos más celebrados de 2019.

En 'Melancolia de izquierda' sostiene que la diferencia del siglo XXI respecto a los dos siglos anteriores es que se levanta sobre el eclipse general de las utopías, fenómeno cuya visualización definitiva ubica en noviembre de 1989. ¿Cuáles son los síntomas palpables del citado eclipse?

La caída del Muro de Berlín es la datación simbólica de un cambio de gran magnitud que, por supuesto, no tuvo lugar de un día a otro, sino culminando procesos previos. La consecuencia principal fue la finalización de la idea de revolución. En 1979 asistimos, por un lado, a la última revolución del siglo XX, la de Nicaragua. Por otro lado, salió a la luz un genocidio terrible, el practicado durante la revolución en Camboya. En la caída del Muro de Berlín cristalizaron derrotas y humillaciones desarrolladas antes.

En cuanto a los síntomas, la respuesta es sencilla. Durante todo el siglo XX, la utopía de otro mundo y de otro sistema social diferente al capitalismo estuvo siempre presente en el imaginario colectivo. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la Unión Soviética dejó de levantar entusiasmos al desvelarse como un régimen dictatorial, enemigo de la libertad. Pero la Guerra Fría, entendida como enfrentamiento entre dos bloques, indicaba que había una alternativa posible al capital, y probablemente incluso alternativas diferentes a la representada por la Unión Soviética y el socialismo real. Después de 1989, esa alternativa social desaparece como posibilidad en el horizonte mental de los contemporáneos. El horizonte utópico se desplomó y se produjo una especie de naturalización del capitalismo, al principio de forma idealista, augurando que la globalización del mercado y del liberalismo dejaría enormes cantidades de riqueza y bienestar por todo el planeta. Ahora nadie cree ya en eso, pero todavía estamos prisioneros de ese mundo bloqueado, sin alternativas posibles ni dialéctica histórica.

El eclipse de la utopía conduce, igualmente, a la decadencia de la propia política. Nadie piensa en el futuro, y todo se reduce a cuestiones menores, locales e inmediatas, o a intereses puramente personales o partidistas. Comparados con los políticos actuales, los de la mayor parte del siglo XX parecen estadistas prodigiosos. Así es el nivel de la política actual.

¿De qué forma se traduce la caída del horizonte utópico en la práctica izquierdista?

El altermundialismo, los foros mundiales, Occupy Wall Street, el 15-M y las revoluciones árabes son movimientos poderosos que identifican muy bien el enemigo. Pero carecen de proyectos alternativos y de la ilusión futurista que hacía tan fuerte al comunismo, la que permitía a sus integrantes percibirse como partes de un colectivo que trasciende su propia existencia y su propio tiempo, que representa y anticipa el porvenir emancipado. Es espantoso. Son movimientos tan fuertes que pueden acabar con una dictadura. Lo malo es que después no saben qué hacer. No tienen ningún proyecto de sociedad, ni el deseo de cambiar las instituciones, pues dicen operar fuera de ellas. Lo vemos en Argelia hoy. Se ha vivido un año de movilizaciones permanentes contra un régimen totalmente desacreditado. Pero el movimiento de protesta no articula alternativas que incluyan factores como líderes o programas de gobierno.

¿No piensa que sucede lo mismo en el ámbito de la teoría izquierdista?

Y tanto. La mayor paradoja del presente es que hoy el pensamiento crítico es mucho más sofisticado, mucho más rico, mucho más argumentado que hace un siglo. Pero se muestra incapaz de conectarse a un movimiento real y elaborar proyectos de cambio. Hace un siglo, este pensamiento era mucho más primitivo, pero tenía conexiones orgánicas con los movimientos sociales que lo hacían más poderoso e influyente.

Teniendo en cuenta la ausencia de aportaciones propositivas en múltiples enclaves de la izquierda, ¿cómo valora las medidas ofertadas por economistas como Paul Mason, Thomas Piketty o Joseph Stiglitz? Me refiero a la Renta Básica Universal, la reducción de horas de trabajo o la aplicación de altas tasas impositivas a las multinacionales.

Son propuestas interesantes, e intelectuales muy valiosos con los cuales se puede trabajar para entablar diálogo con los movimientos sociales. Pero su pensamiento no es radical, como lo exigen las condiciones de dominación del mundo contemporáneo y como lo reclaman esos mismos movimientos. No soy economista, pero Piketty trabaja sobre las desigualdades sociales y sus recetas se focalizan sobre políticas redistributivas y la cuestión del crédito. No se enfrenta a las cuestiones del modo de producción y la propiedad privada. Yo creo que personifica autolimitaciones y autocensuras que nos invitan a ser realistas y hacer proposiciones concretas, útiles y eficaces sin pensar un cambio de civilización. Ese es el problema. Yo preferiría unir las dos cosas.

¿No sería legítimo leer a los autores indicados como intelectuales utópicos que ante la incapacidad estructural para pensar alternativas al capitalismo prefieren presentar propuestas de mejora en lugar de quedarse de brazos cruzados y lamentarse de lo mal que funciona el mundo?

Sí, pero siempre hay que contextualizar los planteamientos de cambio político. Porque si razonamos en términos puramente abstractos, pudiéramos decir que el programa de Syriza era muy moderado antes del referéndum. O que el programa socialdemócrata más suavizado de los setenta era mucho más radical que el que Bernie Sanders defiende en Estados Unidos. Pero los contextos históricos son distintos. La izquierda radical criticaba a los socialdemócratas en los setenta. Hoy está encabezada por Sanders. El caso es que las relaciones de fuerzas evolucionaron y cambiaron, y que esas propuestas y formaciones pueden ser en este momento el vector de cambios positivos. Si los movimientos sociales generan a partir de ellas nuevas utopías que no sean proyectos acabados y elaborados, sino ideas de futuro que se puedan identificar e imaginar, darán un paso adelante.

En cualquier caso, no creo en cambios graduales y lineales. Pienso que los cambios van a hacerse de una manera que a lo mejor no será traumática, pero sí hecha de cortes, de discontinuidades. Las utopías van a surgir. No tengo duda de eso. Hasta que aparezcan, uno de los desafíos consiste en conectar las distopías que dominan hoy la cultura (es decir, el miedo al futuro, la imagen del futuro como destrucción, catástrofe, peligro, amenaza) con proposiciones alternativas de civilización y proyectos para el porvenir. Estas dos cosas no dependen simplemente de la teoría, no salen de la cabeza de uno. Han de manar de la sociedad.

Últimamente, las distopías suelen narrar revoluciones populares. Me refiero a películas muy taquilleras y a best-sellers dirigidos a adolescentes. Lo que sucede es que cuando triunfa la revolución termina el relato, dejándonos sin saber lo que viene después, evitando la tarea de brindar alguna imagen al respecto.

Lo que cuentas no solo ejemplifica el bloqueo de la imaginación utópica de la que hablamos. Ejemplifica también la capacidad del capitalismo neoliberal para reificar el pensamiento crítico y las críticas lanzadas contra el capitalismo mismo. La serie española “La casa de papel”, es una serie, digamos entre comillas, anticapitalista, ¿no? Y se trata de uno de los productos más exitosos de la industria cultural. Es decir, es el sistema mismo quien te ofrece la posibilidad de gozar con la crítica al capitalismo. Debemos ser conscientes de eso. Hay que inventar algo que rompa la jaula de hierro que aprisiona nuestras mentes, por hablar en términos weberianos.

Me gustaría que explicara cuál es la relación entre la melancolía y entidades como la izquierda y la utopía, históricamente orientadas al futuro.

Que hay una melancolía de izquierda no lo he inventado o descubierto yo ahora. Es algo que siempre existió y que pertenece a la estructura de sentimientos de la izquierda. El compromiso para actuar colectivamente y transformar el mundo no se basa solo en proyectos racionales. Requiere, además, de la movilización de las esperanzas y sentimientos de fraternidad que se derivan de la acción colectiva. La melancolía pertenece a esa estructura de sentimientos, igual que el entusiasmo de la acción revolucionaria, por ejemplo. Porque la historia de la izquierda es también una historia de derrotas. Esas derrotas generan un trabajo del duelo, ligado a los compañeros que cayeron, a las esperanzas que fueron derrumbadas.

Para mí, la melancolía no es una receta para curar las enfermedades de la izquierda. No será a través de la melancolía de donde irrumpan las nuevas utopías del siglo XXI. Yo digo que este trabajo del duelo y este trasfondo melancólico existen, que hay que reconocerlos y hacerlos fructíferos, no reprimirlos o censurarlos. La melancolía de la que hablo no es incompatible con la búsqueda de nuevas utopías. Puede acompañarla, pues las nuevas utopías no brotarán de la tabula rasa. Tendrán que elaborar el pasado, aclarar por qué los modelos heredados de la izquierda ya no funcionan y por qué las revoluciones del siglo XX fracasaron. Se trata de actividades imprescindibles. No se pueden evitar. La melancolía de izquierda es, por lo menos para mi generación, el marco donde realizar la elaboración crítica del pasado. Pero, insisto, es muy diferente a la melancolía resignada de los que dicen “no hay nada que hacer” y se limitan a vivir en la nostalgia.

Además de rememorar las derrotas heroicas padecidas a lo largo de su historia, ¿no cree que la izquierda también precisaría de un relato complementario acerca de sus victorias, caso de los logros y derechos sociales conquistados?

No quiero para nada disminuir la importancia de esas conquistas parciales, ni minusvalorar las reformas que abrieron espacios de democracia, justicia y libertad. Todos los logros de los que hablas brotaron de luchas muy poderosas, muy duras, atravesadas por dificultades y sufrimientos. Sin embargo, soy bastante escéptico con respecto a la visión del reformismo teorizado, que te dice que si se consiguieron esas conquistas es porque se trataba de luchas realistas que planteaban problemas concretos. En realidad, mirando históricamente a la dialéctica de las conquistas parciales, vemos que fueron en larga medida el subproducto de revoluciones y de luchas que tenían ambiciones utópicas muy grandes. Es cierto que la socialdemocracia logró muchas conquistas así, y que en cierto modo puede presumir de ello. Pero al mismo tiempo, la socialdemocracia fue la herramienta que el capitalismo eligió para humanizarse cuando se enfrentó al desafío más enorme, el de las revoluciones. Una vez que el desafío cayó, el capitalismo pudo prescindir del rostro humano y mostrarse igual de salvaje que en el siglo XIX. La socialdemocracia cayó igualmente y sus restos se convirtieron en pilares del neoliberalismo. Hay que tener en cuenta esta ambivalencia.

Antes de terminar, le propongo volver a noviembre de 1989. Fue entonces cuando se consumó el descrédito de la utopía política en general, pero sobre todo de una utopía concreta, la del comunismo. ¿Cuál cree que es el porvenir del comunismo?

El comunismo fue el horizonte de espera del siglo XX, la utopía que movilizó a millones de personas. Ahora mismo, es una etapa acabada que a causa de los desengaños y traumas que causó nadie se atreve a reivindicar. De hecho, los nuevos movimientos sociales que cité se niegan a inscribirse en la tradición histórica del comunismo. Es una referencia agotada de la que todos huyen. Hasta quienes proceden de ella, la ocultan.

La cuestión sobre su porvenir está abierta. A lo mejor tiene razón Terry Eagleton y las civilizaciones comunistas del siglo XX serán vistas en los tiempos venideros como una antigualla comparable a las comunidades indígenas levantadas por los jesuitas en Paraguay durante el siglo XVII. O tal vez el comunismo siga el camino opuesto. Lucio Magri recuerda el famoso poema de Bertolt Brecht en el que un sastre idealista deseoso de volar inventa en 1592 una máquina rudimentaria con dos alas. El obispo le advierte que los hombres no pueden volar, que nadie saldrá bien parado si pretende cambiar el orden natural creado por Dios, y le invita a comprobarlo. El sastre acepta el desafío y se lanza con su artilugio desde la ventana más alta de la catedral. Obviamente muere, tragedia que fortalece la convicción del obispo y sus seguidores. Pero todos sabemos que en siglos posteriores el ser humano sí consiguió volar. Lo que Brecht quiso transmitir es que el sastre no era un ingenuo arrebatado por sueños imposibles y equivocados. Simplemente, contaba con una imaginación precoz. Pues bien, lo que sugiere Magri a partir de este poema es que quizás el comunismo también llegó demasiado pronto, que quizás será en el futuro cuando se den las condiciones técnicas y materiales para que su utopía se cumpla.

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