Bronco y marrullero
Es complicado sacar conclusiones positivas del reciente debate entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez.
Sin duda, las tácticas venían anunciadas de antemano por el runrún de las encuestas. El socialista, con las urgencias históricas. No tanto para recortar distancias en pos de una derrota lo más honrosa posible, sino para no ceder la segunda posición en las preferencias de los españoles a los partidos emergentes. Por lo tanto, no le quedaba otra que jugar al ataque. Sin contemplaciones.
Por su parte, al popular le interesaba que el debate transcurriera por la senda de planicie que tanto le agrada en lo personal y le conviene, a tenor de los esqueletos que le sacan del armario (aunque te hagas la víctima, eras amigo de Bárcenas) y la puesta en valor del rol institucional de garante del orden en coyunturas convulsas.
Por lo tanto, un escenario, en el plano de la estrategia, ciertamente previsible. Sí que cabe señalar y objetar el trato acerbo y hasta chabacano en las formas. Este factor justifica, sin lugar a dudas, la calificación del peor debate bipartidista previo a unas elecciones Generales. Como decía Felipe González: “sin acritud, pero con contundencia”.
La salida a la desesperada de Pedro Sánchez logró sacar de sus casillas a Mariano Rajoy, que sobrelleva mejor estas pugnas desde la distancia del mullido escaño. O desde el plasma, como se encargan, legítimamente, de recordarle. Su estrategia principal consistió en sepultar con datos a su oponente. Ya lo decía otro conservador, Winston Churchill: “hay verdades, medias verdades, mentiras y estadísticas”. Por otro lado, la escasa empatía de sus gestos de señorito le delata. Flaco favor se hacen a sí mismos, con su proverbial sarcasmo, Montoro y Rajoy. No está el horno para bollos.
Ante la presión de la opinión publicada, la única alternativa de Pedro Sánchez consistía en hacerse con el lugar del que se vio desplazado por las formaciones emergentes, que le sometieron a una paralizante pinza, en el debate a cuatro previo. Y decidió ocupar esta posición, legitimada por los precedentes comicios equivalentes, con uñas y dientes y una vehemencia acerba en las formas.
Al fin y al cabo, copió de Pablo Iglesias la centralidad de la cuestión de la corrupción e, incluso, la metió con calzador cuando ya estaba fuera del timing (a costa de Cataluña). Eso sí, con menor habilidad dialéctica que el líder de Podemos.
¿Y València? Como siempre, en una nota al pie.
En resumen, las medidas que sí se esbozaron (brindis al sol sin apreciables hojas de ruta) se perdieron entre eslóganes y faltadas. No creo que el debate haya gustado ni a los más radicales de ambas hinchadas.
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