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El Cambio Climático es una farsa, o por qué los transgénicos son seguros

Andreu Escrivà

El cambio climático no existe y los que vociferan alertando de sus peligros son nefastos profesionales que carecen de ética, unos vendidos a las multinacionales de las renovables, como Acciona o Endesa. Además, dado que estas empresas son malvadas por definición, la tecnología usada en los paneles solares o aerogeneradores es también malvada por extensión.

Eso es, más o menos, lo que leeríamos del cambio climático si aplicásemos el prisma con el que determinados sectores sociales y partidos políticos analizan los datos disponibles sobre los cultivos transgénicos. La realidad, tozuda, es que la evidencia científica a día de hoy sobre la seguridad de los transgénicos es igual de consistente que la que disponemos para afirmar que estamos viviendo un cambio climático global de origen antropogénico. La ciencia es como los packs de yogurt del supermercado: indivisible. El método científico no cambia de un caso a otro, no es un cupcake personalizable, y nadie habla de tener que aceptar a pies juntillas lo que leamos: en ciencia no se cree. Es tan sencillo como aprender a pensar de forma crítica, no dar nada por supuesto, exigir pruebas y utilizar bibliografía revisada. Esgrimir estudios cuidadosamente seleccionados para reforzar nuestras creencias y prejuicios es hacer trampa desde el principio. ¿Por qué una parte de la izquierda política y social se cree a pies juntillas la existencia de un cambio climático de origen humano –y tacha con virulencia de negacionistas a quienes no- , pero rechaza de plano la seguridad de los transgénicos? ¿Por qué en un caso se informan a través de los muy serios resúmenes del IPPC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, la máxima autoridad en la materia) y en el otro con un mezcladillo de memes de Facebook, rumorología conspiranoica e investigaciones de dudosa solvencia? ¿Por qué ese miedo a la modificación genética controlada, cuando muchas de las semillas actuales provienen de mutaciones e hibridaciones al azar realizadas con mutágenos que somos incapaces de modular? Si optamos por negar la ciencia –y déjenme que les recomiende este vídeo de Michael Specter- hagámoslo en serio: borremos los últimos veinte mil años de historia de la humanidad.

Afortunadamente, algo se mueve dentro de algunos partidos políticos. Empieza a despuntar gente que no está dispuesta a comulgar con el que muchos califican de negacionismo de izquierdas, que no quiere parecerse a los prototípicos republicanos estadounidenses de los que muchos hacemos burla (creacionistas, ultra religiosos, incrédulos ante el cambio climático, impermeables a la ciencia). Saben que es de una hipocresía hiriente salir a la calle clamando contra los recortes en I+D y, a su vez, ser tolerantes o hasta impulsar destrucciones de campos de investigación experimentales. Que saben que apostando por la ciencia pública es como mejor se combaten los monopolios, las patentes restrictivas y las empresas con prácticas deleznables: si renunciamos a ella, les abrimos las puertas de par en par para que hagan lo que deseen y se lucren sin freno a costa de un sector estratégico. El camino, claro, no está exento de piedras: la semana pasada vimos cómo Raúl Ariza, de Izquierda Unida, censuraba un artículo en Mundo Obrero, “Ecologismo y transgénicos: una propuesta desde la izquierda”, lo que generó una agria polémica con otros compañeros de partido, como Eparquio Delgado, y un previsible efecto Streisand. Muchos no entienden cómo una tecnología que puede jugar un papel importante en el desarrollo de países empobrecidos, la lucha contra las hambrunas y la soberanía alimentaria de los estados es rehusada por cuestiones ideológicas (¿?) y no científicas. Ariza, además, remitió a Delgado a debatirlo sólo en el congreso del PCE, sacando el tema de la arena científica –donde le corresponde estar- para trasladarlo a un órgano político.

El de los transgénicos es un asunto que requiere un debate sereno, con datos y no gritos sobre la mesa, rehuyendo los alarmismos injustificados, quizás rentables políticamente pero funestos socialmente. No son la salvación de la humanidad (hay que hablar a la vez de redistribución de riqueza o de modelo productivo, entre otros temas), pero sí una herramienta útil para aumentar la producción agrícola, usar menos recursos naturales y limitar la contaminación del medio ambiente. Ello sin contar con aplicaciones de cariz médico, como el famoso arroz dorado, que aporta un suplemento de vitamina A (cuya carencia provoca ceguera infantil), o del muy reciente MucoRice, arroz creado con fondos públicos para prevenir y combatir las diarreas por rotavirus, que causan más de 500.000 muertes anuales. Y no, ninguna de estas variedades está patentada por Monsanto. Sáquenlo ya del argumentario, por favor, que huele a naftalina.

Como alguien que se autodefine de izquierdas y ecologista, resulta muy triste ver cómo desde posiciones supuestamente afines se torturan datos con ensañamiento, se da pábulo a vergonzantes teorías conspiranoicas y se otorga credibilidad y estatus de eminencia a vulgares charlatanes. Y todo eso con tal de mantener intacto el miedo irracional a una tecnología que, en el fondo, no es más que la evolución lógica de la selección de semillas y estirpes para preservar las características provechosas de ciertas plantas o animales, algo que venimos haciendo desde hace milenios, y que nos ha permitido llegar hasta donde nos encontramos. Sólo que ahora es más segura y sabemos exactamente qué modificamos.

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