Explicar el panorama actual del sector musical en nuestro país es complicado, ya que en él conviven realidades distintas. No es comparable la situación de un músico de jazz a la de un músico en plantilla de una orquesta sinfónica, un cantante de pop o un grupo de música tradicional, por poner algunos ejemplos. Si bien la música clásica ha sido tradicionalmente la música ‘oficial’, la más profesionalmente gestionada y protegida desde las instituciones, el jazz vendría a ser el paradigma de la inestabilidad y la desprotección, aun siendo un colectivo altamente profesionalizado, mientras que en los ámbitos del pop o la música tradicional la coexistencia de lo amateur y lo profesional está más generalizada.
Sin embargo, aunque el contexto sea tan variopinto, en el grueso del colectivo confluyen problemáticas con un factor común. Para que todo el mundo lo entienda, se llama ‘Precariedad’. Ese es el estado natural de los músicos independientes; es el único que conocemos y es consecuencia directa de unas políticas culturales, paternalistas e infantilizadas en este campo, que no abordan con seriedad ni un solo punto esencial de nuestro problema crónico.
Ahora, a la necesidad de medidas a medio y largo plazo que, tras 30 años de dedicación exclusiva a la música, considero urgentes e irrenunciables, se suman las medidas de choque prenunciadas por el gobierno para mitigar los efectos de la crisis del coronavirus. Preceptos todavía confusos e inconcretos, pero que, por el tipo de conceptos utilizados en los comunicados oficiales –‘industria cultural’, ‘empresas del sector’, ‘pymes’, ‘autónomos’, etc.– me hacen presagiar lo peor. Porque dejan entrever que las medidas que vendrán no acabarán por atender a las necesidades urgentísimas de los trabajadores, sino que las responsabilidades serán delegadas a lo que se denomina ‘industria musical’, es decir, al conjunto de agentes dedicados a la comercialización de la música. Y los profesionales de la música no somos industria, ni somos pymes, ni tan siquiera somos autónomos. Como mucho, somos falsos autónomos. (Aprovecho para instar al sector privado y a las administraciones públicas a asumir un código de buenas prácticas que sitúe las contrataciones en el marco que les corresponde: el laboral y no el mercantil, como viene siendo habitual).
En cualquier caso, lo importante es que los recursos destinados a paliar los gravísimos efectos de esta crisis alcancen finalmente a los músicos profesionales, o sea a aquellos que dependen exclusivamente del ejercicio de la actividad musical. A aquellos que, si no tocan, no comen.
Para tal fin, es fundamental elaborar el censo de quienes conforman el eslabón más débil y esencial de la cadena, los músicos profesionales independientes. Y que las ayudas sean gestionadas desde el ámbito público, a través de la interlocución directa entre profesionales y administraciones –sin intermediarios que a menudo no nos representan–, si lo que se quiere es optimizar los recursos y focalizarlos hacia donde realmente hacen falta.
Hasta el momento, solo hemos recibido silencio. Un silencio atronador que nos hace augurar más de lo mismo para cuando todo esto acabe. La actual crisis es tan solo el preámbulo de una brutal estocada final. Un preludio que necesita de un buen contramotivo para ser enmendado. De la sensibilidad y el talento de nuestros políticos para componerlo dependerá.
El modelo francés
Pero como un bonito preludio es solo el principio de una buena canción, compongámosle una estrofa, un estribillo, un interludio, una coda y acabemos de una vez por todas la canción al completo. Miremos al futuro y hablemos ahora de las medidas a medio plazo. No hay más que fijarnos en las políticas culturales que desarrollan nuestros vecinos los franceses y que aquí no somos capaces todavía ni de oler.
En el ámbito musical, Francia ha desarrollado un sistema que, a mi modo de ver, es prácticamente perfecto. Está basado en algo esencial: un claro discernimiento entre los ámbitos profesional y amateur.
El ámbito amateur tiene una importancia enorme y trascendental. Cumple, o debería cumplir, una función social a la que el profesionalismo no llega, que es llevar la música al mismo núcleo de la sociedad, a la vivencia cotidiana de la música, a la participación social en pueblos, ciudades y barrios. Por este motivo, debe ser apoyado, protegido e incentivado con la misma vehemencia que el profesional.
Sin embargo, las realidades y necesidades de uno y otro colectivo no son las mismas y deben, por ello, ser abordadas de manera separada. En esta simple idea yace la respuesta a la eterna pregunta de por qué los músicos parecemos incapaces de sindicarnos de manera efectiva. La coexistencia de dos colectivos diferentes –con realidades y necesidades diferentes– ante una única política cultural, el conflicto de intereses que ello supone, nos hace fracasar una y otra vez en el intento y nos aboca finalmente al desaliento y al sálvese quien pueda.
Podemos converger en el ámbito educativo, como ocurre en Holanda –país en el que me he “criado” musicalmente–, donde las ‘muziekschool’ orientadas a la formación amateur trabajan en cooperación con los ‘conservatorium’, dedicados a la enseñanza profesional, en un sistema que facilita el trasiego de estudiantes entre ambos campos mediante la convalidación y otras medidas eficaces. Pero en el plano profesional –insisto– las realidades y los intereses divergen.
El sistema francés –volvemos a él– define de manera nítida el concepto de músico profesional. Su estatuto se basa en el concepto de ‘intermitencia’, característico de un oficio que compagina o alterna un proceso de creación –sin remuneración directa– con la puesta en escena, donde se cotiza y se recogen los frutos. Contemplar este modelo de intermitencia es lo que permite a los trabajadores acogerse al estatuto y acceder a derechos laborales, a una jubilación digna o a la formación de sindicatos.
El procedimiento no es simple ni sencillo de explicar, pero, muy grosso modo, consiste en estipular un mínimo de horas de trabajo (507 en el caso francés) para un periodo de 12 meses consecutivos; se determina un cómputo fijo de horas por concierto (12 horas por concierto en Francia) y se establece una tarifa mínima exigida (250 euros por concierto). Así, en base a los ingresos anuales de cada profesional, se le asigna un sueldo fijo en concordancia a los mismos, que es revisado al final de cada ejercicio. De este modo, el trabajador tiene la opción de acogerse al estatuto y la profesión se desprecariza.
El estatuto contempla un límite de ingresos anuales para quienes se acogen a él y, aunque exige exclusividad laboral, permite cierta actividad docente en conservatorios o escuelas de educación musical reglada –para lo cual se exige título oficial–, siempre que esta no supere el 50% del tiempo trabajado. Acceder al estatus de músico profesional no parece un camino de rosas, por el volumen mismo del trabajo exigido, pero un planteamiento serio y factible así lo requiere.
En España, no parece fácil implantar un sistema en idénticos términos al de nuestros vecinos. Pero deberíamos fijarnos en él, tomarlo como modelo e invertir esfuerzos para adecuarlo a nuestra realidad, que ciertamente es distinta. Talento y potencial artístico nos sobra. Tenemos cuatro lenguas oficiales en las que expresarnos, un crisol cultural y un patrimonio musical sin parangón. Todo ello, en buenas manos y gestionado con inteligencia, nos convertiría en uno de los espacios culturales más potentes del mundo. Despertemos!
Carles Dénia es músico