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Horizontes perdidos

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Sabido es que el horizonte se aleja a medida que nos vamos acercando a él, pero el caso es que sin horizonte no sabemos hacia donde ir, y encontrar uno hacia al que valga la pena enfilar no es cosa fácil en los tiempos que corren. Mirando hacia atrás, según la época, se encuentran algunos que parecían prometedores. Quienes tuvieron la suerte de vislumbrarlos siempre podrán contar con eso, pero son irrecuperables, ya podemos darle vueltas. Y mirando hacia delante no se ve ni torta, esta es la cuestión. El futuro es cada vez más opaco, y sobre él se extienden, imparables, cantidades ingentes de incertidumbre, desaliento y pesimismo. De modo que uno, cuando pone los pies en el suelo cada mañana, se sorprende y se consuela al ver que la ley de la gravedad sigue vigente, que todavía se queda pegado al suelo y no sale disparado a flotar en el infinito como un astronauta a la deriva.

Ya sabíamos que el pasado estaba amañado, y también nos hemos ido acostumbrando a la tergiversación del presente, pero lo que resulta en muchos aspectos novedoso es la descarada manipulación del futuro. Nos lo están dando ya envuelto y con un lacito. Quieren que creamos que el futuro ya ha sido, que está consumado, una buena manera de hacer que nos desinteresemos por el presente. Quieren abolir el tiempo y con él, las posibilidades de cambiar el espacio. Aboliendo el tiempo, nuestra voluntad se convierte en un apéndice inútil; nada se puede hacer si todo está ya escrito. Y en el horizonte que nos pintan no hay opciones, todo el pescado está ya vendido: el dinero físico no existirá, los robots dominarán el mundo, llevaremos una gorra que nos leerá el pensamiento, un chip bajo la piel y un teléfono metido en el culo, y los fines de semana los pasaremos en Marte. Todo eso, con permiso del cambio climático y si el invierno nuclear no se le anticipa.

Las dificultades para encontrar, e incluso creer en la existencia de un Shangri-La, aumentan con el drástico encogimiento que ha sufrido el planeta en los últimos tiempos. No queda un rincón por desvirgar. Ni tampoco donde esconderse. El mundo ha perdido todo su exotismo. Las fronteras que nos separaban de los paraísos escondidos han sido desmanteladas, por obsoletas. Todo es previsible, todo está a la vista, no hay lugar para el misterio, ni para la sorpresa, ni para la imaginación. El de explorador es ahora mismo un oficio tan pasado de moda como el de sereno, y Tarzán se enganchó un día a Internet y allí se ha quedado. Tanto él como nosotros somos territorio a cartografiar, materia de una nueva geografía. Tierra y terrícolas estamos siendo colonizados por entero.

Un mundo así es terreno abonado para cierto tipo de turoperadores que prometen llevarnos a Itaca o descubrirnos el Dorado, cuando lo que hacen, en realidad, es pastorearnos en un latifundio cercado, cuyos alambres pasan desapercibidos hasta que tropiezas con uno y sientes una desagradable sacudida en forma de decepción. Una cosa es no atisbar nada bueno, y otra ver solo espejismos que hacen de nosotros, literalmente, unos ilusos. Se impone mirar bien dónde ponemos el pie cada vez que damos un paso, y asegurarnos de que lo que parece haber en el horizonte es de verdad una puerta abierta que nos permite escapar de esta emboscada, no un engañabobos burdamente pintado en un telón de fondo.

Sabido es que el horizonte se aleja a medida que nos vamos acercando a él, pero el caso es que sin horizonte no sabemos hacia donde ir, y encontrar uno hacia al que valga la pena enfilar no es cosa fácil en los tiempos que corren. Mirando hacia atrás, según la época, se encuentran algunos que parecían prometedores. Quienes tuvieron la suerte de vislumbrarlos siempre podrán contar con eso, pero son irrecuperables, ya podemos darle vueltas. Y mirando hacia delante no se ve ni torta, esta es la cuestión. El futuro es cada vez más opaco, y sobre él se extienden, imparables, cantidades ingentes de incertidumbre, desaliento y pesimismo. De modo que uno, cuando pone los pies en el suelo cada mañana, se sorprende y se consuela al ver que la ley de la gravedad sigue vigente, que todavía se queda pegado al suelo y no sale disparado a flotar en el infinito como un astronauta a la deriva.

Ya sabíamos que el pasado estaba amañado, y también nos hemos ido acostumbrando a la tergiversación del presente, pero lo que resulta en muchos aspectos novedoso es la descarada manipulación del futuro. Nos lo están dando ya envuelto y con un lacito. Quieren que creamos que el futuro ya ha sido, que está consumado, una buena manera de hacer que nos desinteresemos por el presente. Quieren abolir el tiempo y con él, las posibilidades de cambiar el espacio. Aboliendo el tiempo, nuestra voluntad se convierte en un apéndice inútil; nada se puede hacer si todo está ya escrito. Y en el horizonte que nos pintan no hay opciones, todo el pescado está ya vendido: el dinero físico no existirá, los robots dominarán el mundo, llevaremos una gorra que nos leerá el pensamiento, un chip bajo la piel y un teléfono metido en el culo, y los fines de semana los pasaremos en Marte. Todo eso, con permiso del cambio climático y si el invierno nuclear no se le anticipa.