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El humor ha muerto, viva la alegría

8 de junio de 2021 10:16 h

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Vivimos una época cada vez más adusta. El humor se ha quedado definitivamente atascado en las ubres de la realidad. Algo no deja que mane. Y lo más preocupante de todo es que nadie parece echarlo en falta. Ziraldo, un humorista brasileño, dijo una vez, haciéndose eco de una opinión muy extendida entre la izquierda más ortodoxa, que el humor nace de los problemas sociales, de la injusticia, y que, si alguna vez el mundo llegara a ser justo, si se concretara la posibilidad de la utopía, viviríamos en una especie de beatitud permanente, y el humor como procedimiento para desentrañar la realidad e influir en ella no tendría razón de ser.

Tal vez eso explique lo que pasa. Puede que alguien haya pensado que, si hacemos desaparecer el humor, parecerá que hemos llegado a un mundo ideal en el que ya no es necesario. El humor inteligente, transgresor, molesto, necesariamente beligerante entre iguales, y sobre todo necesariamente ofensivo en sentido ascendente, el humor que debería descolocarnos y obligarnos a repensar la realidad, ha desaparecido casi por completo. Empezando por la prensa, donde ha quedado reducido a eso que se llama editoriales gráficos, lecturas ideológicas de la actualidad conclusivas, discursivas, sin incógnita que despejar, sin margen para la duda, correctas, autocomplacientes.

Ahora, aparte de ese humor que no tiene nada de humorístico, como reconoce abiertamente El Roto, se lleva el humor grueso, que es el más inofensivo de todos, y también el humor blanco —de color apastelado, más bien—, ese que la izquierda repudiaba no hace mucho por reaccionario, igual que a cualquier otra forma de arte que no fuera consciente de su ineludible carácter político. También hay reductos donde sobrevive la parodia, un género que siempre ha requerido, tanto para hacerlo como para disfrutarlo, un cierto grado de miseria moral, porque no se ceba con seres reales sino con unos personajes a los que previamente se deshumaniza para dejarlos a merced del sarcasmo, que es algo que no tiene nada que ver con el humorismo. Pero lo que quizá muestra de una manera más elocuente la decadencia del humor es la moda del stand-up, ese estilo de comedia en el que alguna vez brillaron individuos como Lenny Bruce o George Carlin, unos tipos que conseguían zarandear la lógica del público, al que provocaban con un discurso sostenido e in crescendo hasta rozar lo insoportable.

El muro ante el que actúan últimamente ciertos comediantes pretendidamente graciosos se debería usar para fusilarlos —si se me permite el chascarrillo, que además de ser poco original no sé si computa como delito de odio—, por malos, por degradar el género y atentar contra nuestra maltrecha salud mental. A ellos y a quienes les escriben esos monólogos recalentados, previsibles y anodinos, llenos de muletillas, elaborados con el mismo fino sentido de la observación que hay detrás de los anuncios de cremas lubricantes, esos spots que las televisiones suelen emitir insistentemente a la hora de la sobremesa, no sé si se han fijado. Seguro que los escribe la misma gente. Lo que hace el humor inteligente —la expresión es un pleonasmo: si no es inteligente no es humor— es turbar, incomodar, sacar a la luz nuestra estulticia para que nos la cuestionemos, no para que la celebremos, y, en demasiadas ocasiones, al público de esos supuestos humoristas parece que les gotea la risa por las comisuras de la boca como la baba a los tontos, no parece que se estén cuestionando gran cosa.

Intentar que nos riamos de nosotros mismos, que nos repensemos en este mundo bobalicón, se ha puesto muy difícil. No solo para los profesionales del ramo que todavía tratan de tomarse en serio su tarea. Antes, cada vez que cualquiera quería contar un chiste lo tenía que interpretar, rehacer da capo. Y el chiste no era el mismo dependiendo de quién lo contara, como no es lo mismo una polonesa de Chopin interpretada por Horowitz con un Steinway & Sons, que interpretada por Nacho Cano con uno de sus casiotones. Había gente que tenía gracia y gente que no. Ahora todos, además de listos, podemos presumir de graciosos sin ningún esfuerzo. Echamos mano del cajón de memeces que va llenando el WhatsApp, escogemos una y la reenviamos, no hace falta ninguna habilidad específica, ni agudeza, ni talento.

¿Cuántos conocen ustedes que se la jueguen improvisando diálogos ingeniosos? ¿Alguien les ha sorprendido últimamente metiéndose con gracia y a contracorriente con algo o con alguien que no se esperaban? Del mismo modo que nos olvidamos de sumar, nos olvidamos de conversar, que no es sino reflexionar en compañía. No sabemos interactuar con los demás si no es a golpe de «meme», de chiste prestado, de tópico. ¿Han visto esas comedias de diálogos ingeniosos, veloces y certeros que filmaron gente como Howard Hawks, Preston Sturges o Billy Wilder? Eran personajes extraídos de la realidad, pero hace tiempo que no se ven. Puede que todavía los haya, pero no ejercen. A todos se nos traba la lengua ahora cuando percibimos que estamos diciendo algo que no está suficientemente contrastado. El cerebro se nos extravía en cálculos de conveniencia, el miedo a meter la pata nos paraliza. Es algo que ha contribuido a la desaparición de una figura tan castiza como la del bromista, y esa es, tal vez, la única buena noticia de todo el asunto.

El humor está desarbolado, y eso no solo nos impide atacar, sino que también nos desarma. Uno ve a Franco en una feroz viñeta de La Traca de 1937, representado como un mariquita y encamado con un moro que de tan «racializado» parece un negro del Senegal, y percibe la incomodidad de los nuevos biempensantes entreverada con el viejo clamor de los retrógrados de la época. No importa que la dibujara un antifascista (Carlos Gómez, antifascista probado, que no de salón), y que tanto él como el editor de la revista acabaran, ellos sí, fusilados. Eso, en todo caso, la hace más desconcertante. Para sentir la misma incomodidad y oír el mismo rezongo, tampoco hace falta irnos tan lejos. Prueben a leer las historietas que Reiser publicó en Francia hace tan solo treinta años, o algo de lo que dibujó Claire Bretécher, o el jovial Wolinsky, a quien acribillaron en la redacción de Charlie Hebdo y cuya muerte algunos descerebrados llegaron a justificar porque, tanto él como sus compañeros, cuestionaban y siguen cuestionando lo sagrado, lo consagre quien lo consagre.

Hay que ver todo eso con perspectiva histórica, dirán ustedes —esa que se niega en otros casos—; hoy necesitamos un código de humor diferente. Tal vez podamos estar de acuerdo en lo que respecta a La Traca, no en lo que respecta a los otros que he citado, que son plenamente vigentes. Pero, en todo caso, ¿cuál?, ¿de qué código estamos hablando, de qué humor? No veo a nadie desarrollándolo. Precisamente iba a enlazar aquí unas cuantas declaraciones y noticias que he encontrado semiocultas entre la morralla informativa del día, ante las que no sería muy difícil blandir un poco de mordacidad, algo que demostrara que no han conseguido acabar con nuestra perspicacia festiva, pero he decidido pasar. Uno no tiene el talento de Reiser ni tampoco alma de torero. Me río para mis adentros y ya está. Ese es uno de los síntomas más tristes de los tiempos que corren, que el humor se ha convertido en una práctica onanista, que nos reímos en privado, mientras que en público asistimos a la exaltación solemne de lo risible y lo aplaudimos en manada.

Vivimos una época cada vez más adusta. El humor se ha quedado definitivamente atascado en las ubres de la realidad. Algo no deja que mane. Y lo más preocupante de todo es que nadie parece echarlo en falta. Ziraldo, un humorista brasileño, dijo una vez, haciéndose eco de una opinión muy extendida entre la izquierda más ortodoxa, que el humor nace de los problemas sociales, de la injusticia, y que, si alguna vez el mundo llegara a ser justo, si se concretara la posibilidad de la utopía, viviríamos en una especie de beatitud permanente, y el humor como procedimiento para desentrañar la realidad e influir en ella no tendría razón de ser.

Tal vez eso explique lo que pasa. Puede que alguien haya pensado que, si hacemos desaparecer el humor, parecerá que hemos llegado a un mundo ideal en el que ya no es necesario. El humor inteligente, transgresor, molesto, necesariamente beligerante entre iguales, y sobre todo necesariamente ofensivo en sentido ascendente, el humor que debería descolocarnos y obligarnos a repensar la realidad, ha desaparecido casi por completo. Empezando por la prensa, donde ha quedado reducido a eso que se llama editoriales gráficos, lecturas ideológicas de la actualidad conclusivas, discursivas, sin incógnita que despejar, sin margen para la duda, correctas, autocomplacientes.