Comunidad Valenciana Opinión y blogs

Sobre este blog

Salvando muebles

0

Al final del primer volumen de sus memorias, L’alenar. Temps de pobresa, temps de represa, Rafa Arnal menciona la existencia de un mecanoscrito inédito de Vicent Ventura fechado en 1976, del que reproduce un fragmento a modo de aperitivo de lo que dice que publicará en el segundo volumen. En ese texto, Ventura asegura que la militancia del PSPV, hasta su convergencia con el PSOE en octubre del año anterior (su absorción, más bien), estaba compuesta por una mayoría de «gente de oficio y de clase obrera», frente a una minoría de profesores universitarios que acabó por imponerse gracias a «su dinámica magistral y, por tanto, autoritaria», según sus palabras textuales. Afirma Ventura que cualquier militante con un bajo nivel de información teórica se queda «invariablemente embobado ante el “compañerismo” de profesores de facultad», sobre todo «cuando se halaga “a la base” haciéndole creer que manda». La batalla por el control del socialismo entre un sector obrerista y otro universitario, que se dio por aquella época, es algo de lo que pocas veces se habla, y, sin embargo, es clave para entender la deriva posterior de la izquierda, no solo aquí, sino en toda Europa. Ya se vio en el mayo francés, del que buena parte de nuestros dirigentes políticos se han declarado herederos. El único momento en que el régimen galo corrió peligro fue cuando las fábricas se sumaron a las revueltas estudiantiles. Cuando se desactivó la movilización obrera, se acabó toda posibilidad de cambio efectivo. Aquí sucedió algo parecido, aunque al ritmo que imponían las circunstancias. Desde el primer momento de su reconstrucción, a la izquierda —léase la socialdemocracia que surgió en el tardofranquismo con la misión de liderarla— comenzó a comandarla una élite ilustrada (por utilizar un término convencional, no necesariamente preciso), de raíz pequeñoburguesa, que a través de la política empezó a tejer relaciones de familia con la élite económica. Los empresarios más timoratos les tenían miedo, mientras que los más listos decían: «Déjales que toquen poder y verás». Y vimos.

Desde entonces, el discurso de una progresía cada vez más alejada del tajo —algo que se veía perfectamente en la composición del parlamento a medida que se sucedían las legislaturas y la O del acrónimo iba perdiendo brillo— no ha hecho más que diluirse. No hace mucho, la izquierda todavía parecía tener claro quién era su enemigo, y con mayor o menor convicción sabía posicionarse ante él. Ahora no tiene un discurso definido que oponer al de la carcunda. No, al menos, en lo que respecta a las cosas del comer. No era cierto que con la llegada de la democracia se desdibujara el enemigo; lo que se desdibujó fue el discurso progresista, y ahora es solo un balbuceo frente a un auditorio que espera, cada vez más escéptico, consignas precisas para movilizarse. No las hay. La única consigna es el miedo, la llamada a rebato para, siempre in extremis, cerrar el paso a las hordas reaccionarias. Algunos, ante algunos hechos recientes quieren creer que eso funciona, pero no está tan claro. En el Reino Unido, los laboristas, liderados por un miembro de su ala más blanda, la llamada «soft left», han desplazado a los conservadores en medio del desastre post Brexit (al que ellos se opusieron con la boca pequeña), pero con menos votos que hace unos años y con la promesa de llevar a cabo el conocido milagro todavía inédito: devolver a los servicios públicos su antigua eficacia sin tocar las rentas del capital. En EE. UU. irrumpe la risueña Kamala Harris levantando grandes esperanzas entre los que temen a Trump, aun sabiendo —o por eso mismo— que como mucho hará lo mismo que hacía o que no hacía Biden, una perspectiva apasionante. Aquí, Sánchez hace malabarismos sobre una cuerda que sostienen, por un lado, una izquierda desmayada, y por otro, una derecha equívoca e imprevisible, mientras el tándem PP-VOX hace lo posible para que se pegue el morrón y los suyos, abajo en la pista, van corriendo de aquí para allá sosteniendo la red. «Francia frena a la ultraderecha», dijeron los titulares, y cada vez que Francia —la izquierda— frena a la ultraderecha inmolándose en el altar del mal menor, gana la derecha pura y dura, sin prefijos ni sufijos.

En general, la izquierda ha llegado a un punto en que computa como victoria la evitación de una derrota. O una derrota parcial. Es algo en lo que la española es pionera. Se sacó el máster en consolación cuando Franco murió de viejo y lo celebró como un triunfo mientras los franquistas seguían vivos, bien agarrados a sus puestos y perpetuando su casta a la sombra de los poderes económicos que desde entonces no han dejado de devorarnos. Ahora, aquí y en todo Occidente se crecen alarmantemente sobre las ruinas del estado del bienestar, y una izquierda «desclasada», si se me permite el oxímoron, atrapada en las contradicciones de su errática trayectoria, pide una y otra vez a una ciudadanía cada vez más precarizada —digan lo que digan las cifras macroeconómicas— que salve los muebles. Es una estrategia que tiene los días contados, pero a falta de otra, siguen empeñados en fomentar el espíritu numantino del personal aunque no quede piedra sobre piedra en Numancia, se empecinan en hacer que la gente reaccione a la defensiva como si esa fuera su única posibilidad. Quién lo iba a decir. Lo que siempre se ha esperado, y algunos han temido de la izquierda, era que liderara iniciativas para construir, mediante firmes cambios estructurales, una sociedad igualitaria cohesionada por el bienestar general. Pero en estos momentos da la impresión de que esperar eso es como esperar a Godot. Y el caso es que el día que se pierda toda esperanza en que una sociedad así es posible, que Dios nos pille confesados o, al menos, en una postura decente.

Con el ritual del voto, la ciudadanía acumula y deja en manos de los políticos el poco poder de que dispone con la esperanza de que solucionen sus problemas, empezando por los más acuciantes, y se desespera cada vez que ve cómo ese caudal se diluye. En esa coyuntura no es extraño que quien se presenta como antisistema y muestra un cierto radicalismo, aunque sea engañoso y puramente verbal, acabe captando la atención de una parroquia cada vez más descreída. Y una izquierda que se limita a gritar que viene el lobo, que usa espantajos para dar densidad a esa colcha recosida que es hoy su programa, a la que le ha quitado el viejo relleno marxista y en la que ha metido todo tipo de préstamos de los numerosos activismos que acumula el siglo, mucho socialismo liberal (?) y algo de humanismo cristiano, corre el riesgo de acabar pareciendo un prescindible puñado de engañanecios en liza con los trileros de oficio. Habernos convertido a todos en bomberos eventuales es un apaño y puede que con ello evitemos que llegue el fascismo pata negra, aquel del Eja, Eja, ¡Alalà!, pero esto de estar salvando muebles todo el santo día no es muy buen negocio, que digamos. Además de que la cosa cansa y mosquea, cada vez que lo hacemos algún bártulo no cabe por la puerta o se descascarilla, y su número y calidad van menguando. Y como nuestros nuevos habitáculos cada vez son más pequeños, siempre hay algo que no cabe y lo tenemos que dejar abandonado en algún descampado. Mal asunto, si muchos llegan a la conclusión de que se ne fregano y deciden que más vale dejar que arda el mobiliario.

Al final del primer volumen de sus memorias, L’alenar. Temps de pobresa, temps de represa, Rafa Arnal menciona la existencia de un mecanoscrito inédito de Vicent Ventura fechado en 1976, del que reproduce un fragmento a modo de aperitivo de lo que dice que publicará en el segundo volumen. En ese texto, Ventura asegura que la militancia del PSPV, hasta su convergencia con el PSOE en octubre del año anterior (su absorción, más bien), estaba compuesta por una mayoría de «gente de oficio y de clase obrera», frente a una minoría de profesores universitarios que acabó por imponerse gracias a «su dinámica magistral y, por tanto, autoritaria», según sus palabras textuales. Afirma Ventura que cualquier militante con un bajo nivel de información teórica se queda «invariablemente embobado ante el “compañerismo” de profesores de facultad», sobre todo «cuando se halaga “a la base” haciéndole creer que manda». La batalla por el control del socialismo entre un sector obrerista y otro universitario, que se dio por aquella época, es algo de lo que pocas veces se habla, y, sin embargo, es clave para entender la deriva posterior de la izquierda, no solo aquí, sino en toda Europa. Ya se vio en el mayo francés, del que buena parte de nuestros dirigentes políticos se han declarado herederos. El único momento en que el régimen galo corrió peligro fue cuando las fábricas se sumaron a las revueltas estudiantiles. Cuando se desactivó la movilización obrera, se acabó toda posibilidad de cambio efectivo. Aquí sucedió algo parecido, aunque al ritmo que imponían las circunstancias. Desde el primer momento de su reconstrucción, a la izquierda —léase la socialdemocracia que surgió en el tardofranquismo con la misión de liderarla— comenzó a comandarla una élite ilustrada (por utilizar un término convencional, no necesariamente preciso), de raíz pequeñoburguesa, que a través de la política empezó a tejer relaciones de familia con la élite económica. Los empresarios más timoratos les tenían miedo, mientras que los más listos decían: «Déjales que toquen poder y verás». Y vimos.

Desde entonces, el discurso de una progresía cada vez más alejada del tajo —algo que se veía perfectamente en la composición del parlamento a medida que se sucedían las legislaturas y la O del acrónimo iba perdiendo brillo— no ha hecho más que diluirse. No hace mucho, la izquierda todavía parecía tener claro quién era su enemigo, y con mayor o menor convicción sabía posicionarse ante él. Ahora no tiene un discurso definido que oponer al de la carcunda. No, al menos, en lo que respecta a las cosas del comer. No era cierto que con la llegada de la democracia se desdibujara el enemigo; lo que se desdibujó fue el discurso progresista, y ahora es solo un balbuceo frente a un auditorio que espera, cada vez más escéptico, consignas precisas para movilizarse. No las hay. La única consigna es el miedo, la llamada a rebato para, siempre in extremis, cerrar el paso a las hordas reaccionarias. Algunos, ante algunos hechos recientes quieren creer que eso funciona, pero no está tan claro. En el Reino Unido, los laboristas, liderados por un miembro de su ala más blanda, la llamada «soft left», han desplazado a los conservadores en medio del desastre post Brexit (al que ellos se opusieron con la boca pequeña), pero con menos votos que hace unos años y con la promesa de llevar a cabo el conocido milagro todavía inédito: devolver a los servicios públicos su antigua eficacia sin tocar las rentas del capital. En EE. UU. irrumpe la risueña Kamala Harris levantando grandes esperanzas entre los que temen a Trump, aun sabiendo —o por eso mismo— que como mucho hará lo mismo que hacía o que no hacía Biden, una perspectiva apasionante. Aquí, Sánchez hace malabarismos sobre una cuerda que sostienen, por un lado, una izquierda desmayada, y por otro, una derecha equívoca e imprevisible, mientras el tándem PP-VOX hace lo posible para que se pegue el morrón y los suyos, abajo en la pista, van corriendo de aquí para allá sosteniendo la red. «Francia frena a la ultraderecha», dijeron los titulares, y cada vez que Francia —la izquierda— frena a la ultraderecha inmolándose en el altar del mal menor, gana la derecha pura y dura, sin prefijos ni sufijos.