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Un rey lejos de la realidad
La ya manoseada carta del rey Juan Carlos pidiendo unidad para salir de la crisis no pasa de ser una cuña más en el intento de apuntalar el sistema a costa del cual viven estupendamente él, su familia, un puñado de dirigentes políticos y un par de miles de empresarios, banqueros y especuladores. A ellos la realidad les importa poco, están acostumbrados a construirla. Las palabras del monarca, por sí mismas, no tienen demasiado interés. Son más de lo mismo, aunque esta vez con más precipitación y con menos eufemismos. Eso sí, demuestran que la reciente manifestación en Barcelona del “11 de setembre” preocupa, y mucho, en los despachos de los “grandes” de España. En la calle, solo una minoría muy minoría se toma ya en serio lo que dice el Rey.
La carta salida de La Zarzuela pretende ir a favor de corriente, dar gusto a lo que supone piensan la mayoría de españoles que no quieren que Catalunya decida por su cuenta su futuro. Luego, convenientemente amplificadas por los dos grandes partidos y por la totalidad de los grandes medios de comunicación, las palabras del Monarca vienen a alimentar el discurso oficial dominante, hacerlo atronador para que nada distinto asome. Es ese discurso que mantiene que no estamos tan mal, que si hay problemas, quienes los han de resolver son los mismos de siempre, aunque ellos sean los máximos responsables del desastre, que no se necesitan nuevos actores, ni nuevos métodos, ni nuevas alternativas. Habla el rey de “aunar voces” cuando el problema es que nuestra generosamente llamada democracia censura y esconde cualquier voz que resulte incómoda, cualquier cosa que se desvíe del mencionado discurso dominante.
La ensoñación del rey, de su corte y de todos los que habitan el privilegiado puente de mando de la España de hoy se refleja en el uso de dos palabras que se recogen en la carta: quimera y bienestar. Dice el rey que “no podemos [...] perseguir quimeras”. El poder está tan lejos de la calle que tiene una percepción de quimera absolutamente desenfocada. La independencia no es una quimera para un parado de Girona, una profesora de Vic, una camarera barcelonesa o un jubilado de Amposta. Lo que resulta quimérico para todos ellos es pensar que un día se irán de safari a Botswana; que pueden tener un yerno pillado con las manos en la masa y que no le pase nada; que tendrán tantos coches oficiales como precisen, todos negros y grandes; que sus trabajos serán estables, que su futuro está despejado. Esas son las quimeras del ciudadano de a pie, no la independencia de Catalunya. En cuanto a lo del bienestar, la referencia a “arruinar el bienestar que tanto nos ha costado alcanzar” parece una burla. Hablará de “su” bienestar y el de los suyos. Es imposible que se refiera al del común de la gente que lo único que ve generalizarse en España es el malestar, sin que nada tengan que ver en ello los procesos independentistas.
Hay que tener el juicio muy disperso, el análisis muy desenfocado para que, como denota la carta, te salten las alarmas cuando se ve en peligro la unidad territorial pero no ante la evidente fractura de la unidad social que ya es manifiesta. Gente sin trabajo, jóvenes sin expectativas, padres de familia que no llegan a final de mes, gente que abarrota los comedores sociales, discapacitados abandonados a su suerte; los marginados, los sin techos, los sin futuro. Hombres y mujeres rebuscando en los contenedores mientras otros viajan en yates o aviones privados, matrimonios con hijos viviendo de la pensión de los abuelos mientras otros siguen evadiendo capitales. Muchos cada vez más pobres y unos cuantos, cada vez más ricos. La unidad social por los aires, algo que coge a la mayoría mucho más de cerca que la posibilidad de que en el próximo mapa de España haya una raya de más o de menos.
Lo dicho, la ciudadanía ya no se toma en serio lo que dice el rey Juan Carlos. Sus apelaciones al trabajo, al esfuerzo, al mérito o a la generosidad provocan la carcajada, cuando no el enfado, del común de los mortales que sabe, porque lo vive a diario, que esos valores no garantizan nada, al contrario. Como lo niños cuando crecen, la gente empieza a tener claro que, en realidad, estos reyes tampoco existen, que los reyes son los padres y que no hay regalos sino conquistas. Se extiende la convicción de que la Monarquía ni es buena, ni es útil. Lo percibimos todos, también ellos, que saben que lo inútil tiende a desaparecer. De ahí la preocupación, de ahí las prisas.
La ya manoseada carta del rey Juan Carlos pidiendo unidad para salir de la crisis no pasa de ser una cuña más en el intento de apuntalar el sistema a costa del cual viven estupendamente él, su familia, un puñado de dirigentes políticos y un par de miles de empresarios, banqueros y especuladores. A ellos la realidad les importa poco, están acostumbrados a construirla. Las palabras del monarca, por sí mismas, no tienen demasiado interés. Son más de lo mismo, aunque esta vez con más precipitación y con menos eufemismos. Eso sí, demuestran que la reciente manifestación en Barcelona del “11 de setembre” preocupa, y mucho, en los despachos de los “grandes” de España. En la calle, solo una minoría muy minoría se toma ya en serio lo que dice el Rey.
La carta salida de La Zarzuela pretende ir a favor de corriente, dar gusto a lo que supone piensan la mayoría de españoles que no quieren que Catalunya decida por su cuenta su futuro. Luego, convenientemente amplificadas por los dos grandes partidos y por la totalidad de los grandes medios de comunicación, las palabras del Monarca vienen a alimentar el discurso oficial dominante, hacerlo atronador para que nada distinto asome. Es ese discurso que mantiene que no estamos tan mal, que si hay problemas, quienes los han de resolver son los mismos de siempre, aunque ellos sean los máximos responsables del desastre, que no se necesitan nuevos actores, ni nuevos métodos, ni nuevas alternativas. Habla el rey de “aunar voces” cuando el problema es que nuestra generosamente llamada democracia censura y esconde cualquier voz que resulte incómoda, cualquier cosa que se desvíe del mencionado discurso dominante.