Premonitoriamente, el cielo de Rio de Janeiro fue invadido por tenebrosos nubarrones justo cuando el silbato del árbitro dio comienzo a lo que iba a ser la mayor hecatombe del fútbol brasileño. Es curioso el extraño proceso por el que determinados segmentos de tiempo se transforman sin proponérselo en un hecho histórico. Ayer los siete goles con los que la selección alemana acribilló la portería de Julio César fueron en un antes y un después para la historia futbolística de este país, transformando en derrota honrosa aquel trauma frente Uruguay que enmudeció el Maracaná un ya lejano 1950.
Tal vez es precisamente la lluvia la que consigue impregnar de transcendencia algunos momentos. Porque mientras la pitagórica conjunción de toques y remates de Müller, Klose, Kroos, Khedira y Schüerle lograba transformar en grotescos los sobreactuados gestos de la canarinha entonando el himno con el fervor más propio de alguien preparándose para revivir la guerra de los Canudos, mientras los rostros de los jugadores y la torcida se desencajaban estupefactos a cada estremecimiento de la red de su portería, mientras todo esto ocurría, en Rio llovía, llovía y llovía. A mares. Al final, no pocas de sus calles se transformaron en auténticos ríos, toda una metáfora para el inspirado poeta que quiso ver en ello el desbordado llanto de un país frente el sueño que se va.
Ignoro si a esa hora también llovia sobre Jan Yunis. Lo dudo. Por eso los ocho muertos –uno por cada gol marcado en el Minerão- que allí quedaron tras el bombardeo israelí nunca pasarán a la historia. Como tampoco lo harán los dos niños que hace solo unas horas quedaron convertidos en piltrafas de carne apagada entre los escombros de Shejaiya, o la mujer y el pequeño de seis que hace solo unos minutos fueron transformados en nada en las castigadas callejuelas de Zeitun. Ni el resto de destripados y achicharrados guiñapos humanos que la letal perseverancia sionista viene sembrando por milenaria tierra palestina.
Sí, hace tiempo que no llueve en Gaza. Si como sospecho el agua es capaz de hacer florecer momentos históricos, el fuego parece tener la propiedad de inundar los espacios con la rutina del olvido. Israel lo sabe e insiste en sembrar tempestades de llamas que expulsen definitivamentea Palestina de la Historia. Eso sí mientras tanto, como sobreactuados jugadores brasileños cantando el himno, clamará a los cuatro vientos mediáticos su pavor a ser lanzados al mar por la agonía de un pueblo que con algunos cohetes tan caseros e ineficaces como desesperados, se resiste a desaparecer.
Pero seamos realistas y no pidamos imposibles. Pese a la flexibilidad del hipertexto, los cibercronistas de la realidad no tienen espacio para todos y están obligados a elegir. Elegir los hechos históricos que les marca la lluvia. Y hoy es preciso escribir con la caligrafía de las epopeyas la histórica derrota de Brasil frente Alemania, mientras diluviaba a mares en las calles de Rio. Torrentes de agua que algunos vieron brotar de las lágrimas de los desconsolados brasileños. Aunque otros poetas, igual de poco imaginativos pero mucho más prosaicos, tal vez intuyan el origen de tanta agua en un manantial bien distinto: las hipócritas lágrimas de cocodrilo de un mundo que saca a los pueblos de la historia para que los muertos comunes no nos distraigan de los grandes momentos. Ay, que felicidad el día que la poesía se libre de estos demagogos.