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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Hakuna matata

El mismo taxista que me alababa, hace un lustro, a la alcaldesa Rita Barberá, que se deshacía en elogios hacia ella, hoy, la pone de vuelta y media, echa pestes y despotrica contra ella lo que no está escrito. El taxista converso, al que recurro algunas veces, resumía antes el hechizo mediático de SúperRita; ahora interpreta una sensación de estafa y de burla que, según él, ejerció durante su larga etapa de mando arbitrario y caprichoso.

Las deserciones son constantes. En un bar, donde acude gente normal del barrio de Benimaclet de Valencia, los parroquianos se desdicen de los piropos que antes la ensalzaban. Ahora la ven indefensa, parapetada tras su escaño del Senado, y disparan contra ella sin piedad, con inquina. “Nos tenía engañados como a chinos”, suelta el más mayor de todos, en paro desde hace la tira de años. Su compañero de tertulia recuerda que una vez, en campaña electoral, trasegando por el mercadillo, le plantó dos besos: “Mucha simpatía y por detrás nos la estaba clavando”. “Esta gente se ha gastado lo indecible en cosas inútiles y ha trincado lo suyo”, replica uno que trajina con el periódico del día. “Ella, la primera”, puntualiza otro miembro más del grupo habitual de nuevos desafectos con la actual senadora. “Yo estoy arrepentido de haberla votado tantas veces”, dice resignado el que sacó el tema a colación, al principio de la improvisada tertulia.

El mito Barberá se desmorona. Pasó de ganar la champions a bajar a segunda sin transición alguna. De agasajar al Rey a la puerta del Ayuntamiento a vivir recluida en casa, agazapada tras unos visillos. Del cielo de brindar con Ecclestone por la Fórmula I, de beber champañ del bueno con los regatistas ricos de la Copa del América, al infierno de ser abucheada en la Cámara Alta sin siquiera haber soltado ni mu. De baños de multitudes, a retiros espirituales en Xàbia o Benicàssim. La alcaldesa de España, la Aguirre valenciana, la que se ensañaba con voz ronca contra Zapatero por todo lo que ocurría en el mundo mundial, resultó ser una política cínica, nada ejemplar. Tantos años ejerciendo el cargo no le dieron siquiera para balbucear el valenciano, y menos aún para hablarlo en la intimidad.

El balcón de los selfies, el balcón de todos ahora mismo, tuvo durante años una dueña exclusiva: la populista Rita Barberá dando botes y aspavientos. Ella se apropió de todo: las buenas noticias, las inversiones de otras administraciones, las naranjas, la historia de la ciudad (y sus tergiversaciones), los eventos, el carácter de sus gentes, sus fiestas... El resto lo atribuyó repetidamente, sin tregua, a sus enemigos. Esta política espontánea y campechana, aunque ataviada con bolsos de marca, no se privó de nada de lo que el poder proporciona: gastos suntuarios, influencias y caudillaje autoritario.

Siempre en el filo de la navaja, ha conseguido sortear la imputación en casos de flagrante corrupción de su partido (Gürtel, Emarsa, Nóos o Imelsa). El Tribunal Supremo la libró hace poco de responsabilidades en el llamado Ritaleaks. Ahora la fiscalía del alto Tribunal pide que sea investigada por el caso Taula en el que se hallan implicados todos sus concejales menos uno y numerosos excolaboradores suyos en el Ayuntamiento. Gracias al indigno proceder, conocido ahora, se amañaban adjudicaciones, concesiones y obras a empresas amigas, cuyas facturaciones aumentaban si se trataba de período preelectoral.

Puede que, ¡más difícil todavía!, la vuelvan a exonerar de este nuevo marrón. Si ello ocurre será en todo caso Rita Houdini, la reina del escapismo. Para ella ningún problema va a hacerla sufrir: “¡Hakuna matata!”, como gritó poseída en un mitin en Mestalla, junto a Aznar y Julio Iglesias, que pagó, hace ahora veinte años, vete a saber quién. Eran otros tiempos. El taxista todavía se acuerda de aquello. Estuvo en las gradas del estadio. Era más joven y, al parecer, más incauto. Como muchos.