De todas las monarquías europeas que han sobrevivido hasta el día de hoy, la jefa de estado del Reino Unido, Isabel II, mantiene una peculiar fama por su anti-intervencionismo extremo y su lejanía de la escena política. Durante las últimas semanas, la Reina y su entorno institucional han vuelto a pagar un precio muy caro por ello, tras haber aceptado sin pega alguna la petición del primer ministro Boris Johnson de suspender por la fuerza el parlamento y empujar todo un país al abismo de un Brexit caótico y sin acuerdo. Todo ello a menos de dos meses para el 31 de octubre, cuando el candidato extremista de un partido irreconocible y transformado, un mero clon nacionalista de Farage y los suyos, debería entregar a sus votantes el trofeo que la tímida Theresa May no pudo.
El trabajo conjunto de la oposición, liderada por un Partido Laborista al alza y sin flaquear ante los ataques de los medios –en manos del nuevo “trumpismo” británico–, está controlando la situación. La valentía de cientos de miles de ciudadanos tomando las calles con el mensaje Stop the coup (“Parad el golpe de estado”) y la posición inamovible de la Unión Europea lo arrinconan también en su propio sillón, acercando por fin un desenlace esperado por una nación agotada y tensa. Su gobierno de aristócratas reaccionarios deberá cumplir la voluntad de la cámara o su propia formación explotará para siempre, algo que ya está sucediendo. Su vida se avecinó muy corta desde el primer minuto. Las consecuencias en cambio serán inexistentes para el elemento fundamental que, año tras año, habilita dichos abusos de poder y agrede a la democracia. Escondida detrás de su papel ceremonial, la corona británica lleva hoy al extremo su milenaria campaña en la que pretende convencer al ciudadano de que la política es algo “feo”.
El partidismo es aquel principio mundano y vulgar, claramente inferior a la sangre azul que “representa”, ofrece caridad y se sitúa “por encima” del debate público. Incluso cuando el suministro de alimentos, seguridad ciudadana y servicios sanitarios son oficialmente puestos en peligro en el caso de un Brexit duro, y así lo alertaron las propias instituciones públicas y grandes empresas, la Reina carece de voluntad –no de capacidad– para salvaguardar el bienestar de la gente. Tras las cinco semanas en las que la Cámara de los Comunes estará cerrada, Isabel II inaugurará un nuevo parlamento con su tradicional discurso. Normalmente lo sigo por mi afición a las bromas que el veterano laborista Dennis Skinner, la “bestia de Bolsover”, recita en voz alta y con cierta intencionalidad anti-monárquica cuando los enviados de su majestad, la delegación Blackrod, piden permiso para entrar en la cámara. Este año, sin embargo, habrá muchos más motivos.
Además de la proximidad al 31 de octubre, el parlamento británico se verá de nuevo enredado en un sinfín de votos indicativos, enmiendas y laberintos causados en gran parte por la falta de agilidad y dinamismo de los que disfrutan las repúblicas vecinas. Siempre he considerado que el republicanismo semi-presidencialista –a la francesa o portuguesa, por ejemplo– es una opción enérgica, vital y especialmente necesaria para problemas como los que atraviesa el Reino Unido. Las ventajas sobre las repúblicas parlamentarias residen en la rapidez y flexibilidad para superar momentos críticos. En el caso de una deriva totalitaria abrupta como la del Partido Conservador, las posibilidades de un oficio presidencial serían cruciales y Boris Johnson o Theresa May no podrían jugar con la cámara de la forma en la que lo han hecho.
Este dinamismo, en el que el jefe de estado –electo por la ciudadanía– ofrece nuevas candidaturas para el oficio del primer ministro, presiona a los diputados en nombre de la gente y toma iniciativas legales para salir de callejones sin salida les ha faltado, y mucho, a los británicos. La Reina Isabel II no ha tenido que salir de Londres para ningún encuentro externo con líderes europeos, ni lo hará. Nadie puede presentar una moción de censura contra ella, pues se sitúa por encima de la política. Tampoco será ella quien presente una contra Johnson, quien se encarga de toda la política exterior y cuyos únicos frenos provienen de un parlamento que a duras penas logra controlarlo. Incluso ahora, cuando pierde a sus propios diputados y se encuentra en minoría parlamentaria, el amplio vacío que deja la corona le permite ejercer su abusiva superioridad.
Supongo que la narrativa es la misma que siempre: la monarquía es una institución dedicada plenamente a proteger a las elites y clases altas de la sociedad. Estas son, finalmente, quienes evitarán que las sociedades cuestionen su moralidad y valía y pondrán todo su empeño en cuestionar a quienes realmente acerquen a la gente corriente a la política. Con cada nuevo golpe que dan las elites ultraconservadoras del parlamento para mantener su poder, la figura de Isabel II se deteriora a un ritmo frenético. Estas últimas semanas no le han venido bien a su entorno y futuros herederos del cargo, y más si contamos el creciente descontento de la ciudadanía con la realeza británica, para la cual ya no muestran gran simpatía –a excepción de la actual Reina–. Mientras en Westminster la batalla por mantener viva la democracia alcanza niveles críticos, la clásica tendencia de la jefatura de estado a posicionarse junto al elitismo conservador turbio comienza a quedarse sin disfraz.
Las guerras que se libran desde las tribunas parlamentarias y redes sociales, como ocurre ya en gran parte del mundo occidental, se hacen al descubierto, sin vacilaciones y con pocos escrúpulos de cara al ciudadano. La monarquía británica no podrá estar también por encima del principal fenómeno de nuestros tiempos. En los últimos meses, la popularidad del activista republicano británico Graham Smith, líder y fundador de la plataforma Republic.org, ha vuelto a dispararse y la cuestión republicana tiende a resurgir como también lo hacen la irlandesa, escocesa o cualquier otra cerrada en sus cuatro décadas dentro de la UE. Si a ello se le suma la cúpula actual del partido laborista, vinculada al socialismo y crítica respecto a la corona, el futuro inmediato del Reino Unido estará aún más lleno de incógnitas, si cabe. Con Boris Johnson acorralado y con cada vez menos opciones, la compleja e infinita partida de ajedrez del Brexit puede ser la primera en la que una reina sea puesta en jaque mate.