Aquest blog, que coordina Josep Sorribes, respon a una iniciativa de l'associació Malalts de ciutat, amb la intenció d'aportar idees i reflexions al debat multidisciplinar sobre les ciutats del nostre temps, començant per València.
El Copazo vuelve a la carga
Las vacaciones de Pascua de 2017 han venido acompañadas, junto a las habituales declaraciones eufóricas de los responsables políticos autonómicos y locales sobre el atractivo turístico de la Comunitat Valenciana y el motor económico que ello supone, de datos interesantes. Se han publicado hace poco las tradicionales estadísticas sobre gasto por visitante y día en toda España, y los destinos valencianos siguen a la cola comparados con el resto de zonas turísticas. Es más, mientras en regiones como Cataluña, Andalucía o Baleares el gasto diario se incrementa poco a poco, aumentando aún más el diferencial de que ya disfrutan respecto de Valencia, aquí sigue bajando. La consagración de nuestras localidades, costas e interior como destinos turísticos low-cost, a pesar del triunfalismo oficial, dista de ser una buena noticia. En cambio, sí sirve para ilustrarnos con nitidez sobre las características del modelo turístico que se ha ido consolidando por estos lares, con el total beneplácito y acuerdo de los poderes públicos y sin apenas voces críticas entre la población. Mientras ciudades como Barcelona asisten ya a las primeras rebeliones cívicas contra la ocupación masiva de cada vez más espacios urbanos para beneficio exclusivo de los intereses de quienes hacen negocio con estas actividades a costa del bienestar de los demás y de las muchas molestias que generan, en Valencia aún no hemos decidido cómo regular fenómenos como el alojamiento colaborativo ni se ha planteado con una mínima seriedad qué hacer frente a las ya muy evidentes molestias derivadas de la “terracificación” masiva de las zonas peatonales de la ciudad (de nuevo, privatizando el espacio público para beneficio exclusivo de unos pocos).
Todo ello son elementos colaterales de un conflicto de intereses, el que opone a los pocos beneficiados por dedicar sin freno ni límites nuestra ciudad a que ellos extraigan beneficio con actividades de bajísimo valor añadido con el resto de ciudadanos, llamado a ser cada vez más grave y sobre el que urge una reflexión alejada de tópicos. Recordemos para ello, entre otras cosas, los numerosos estudios (la Universitat de València tiene un equipo de profesores de gran prestigio en Europa, liderada por el prof. Pau Rausell, estudiando desde hace años estas cuestiones) que muestran de forma reiterada cómo el turismo no sólo no ayuda al desarrollo económico de calidad de las ciudades como Valencia sino que más bien lo dificulta, al ahuyentar otras actividades de mayor valor añadido. Y si el turismo es de tipo low-cost (forma educada de denominar al que de forma más sincera todos calificaríamos directamente de “basura”), estos perjuicios se multiplican, como ocurre en nuestra ciudad. El suicida empecinamiento en no ver esta realidad de nuestros responsables políticos, contra toda evidencia y a pesar de que la ciudadanía ya empieza a mostrar síntomas de descreímiento, ni siquiera parece flaquear tras dos décadas de apuesta más que fallida del modelo en toda la Comunitat Valenciana, con resultados desastrosos: cada vez somos más pobres en relación al resto de España y de la Unión Europea. No es para estar contentos.
Sin embargo, hay quien sí lo está. Y es que siempre llueve a gusto de alguien. El lobby del Copazo, que lleva campando a sus anchas por la ciudad desde hace al menos dos décadas, está encantado con esas calles peatonales invadidades por locales que ofrecen productos de ínfima calidad y atraen al tipo de turista que atraen. Disfruta para ello, además, de unas lamentables regulaciones en materia de control de la contaminación acústica, permisivas como en ningún otro país de Europa, que han convertido a la ciudad de Valencia en caso de estudio. La impresentabilidad de nuestros controles ha hecho que las sentencias de tribunales españoles (tanto del Tribunal Supremo como del Tribunal Constitucional) y europeos (¡incluso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos!) más representativas en materia de afección a derechos humanos derivadas de los ruidos excesivos consentidos a locales dedicados al ocio salvaje sean todas valencianas. No es éste, sin embargo, un asunto que parezca preocupar en exceso a la opinión publicada de la ciudad, pues se suele dar más bien escasa cuenta del fenómeno (los lobbies que saben hacer bien su trabajo son así de eficaces, una verdadera mafia de intereses entretejidos que siempre gana). Tampoco a nuestros responsables políticos. Responsables que, sin embargo, como hemos tenido ocasión de ver estos días, sí salen en tromba cuando, por ejemplo, se pretende normalizar la anómala tolerancia con el aparcamiento en los carriles-bus de la ciudad, práctica inédita en toda Europa y también autorizada a mayor gloria del Copazo... además de expresamente prohibida en toda España, y de forma taxativa, por la ley de tráfico y seguridad vial (véase el clarisimo art. 40.2 de la ley al respecto). Una opinión pública como la valenciana, bien pacata a la hora de incumplir normas estatales, y con Administraciones también más prudentes que otra cosa al respecto, incluso si de lo que se trata es de desobedecer a Montoro con sus recotres, se tornan en verdaderas batasunas radikales dispuestas a ignorar cualquier ley a poco que los empresarios del sector del ocio lo pidan con un poquito de énfasis. Qué cosas, ¿eh?
En este contexto, y como contra el vicio de pedir, si no aparece nadie negándose, poco tenemos que oponer, el sector de la hosteleria de la ciudad de Valencia acaba de anunciarnos que quiere todavía más. En un orquestado movimiento de presión, del que ha dado cuenta toda la prensa con el entusiasmo habitual, ha lanzado un decálogo de peticiones casi como quien lanza un órdago. Que la mayor parte de estas peticiones sean absolutamente impresentables y objetivamente incoherentes entre sí no ha hecho que hayan sido peor recibidas. Aparentemente, partidos que se dicen liberales como C’s están muy a favor de medidas totalmente restrictivas de la competencia; formaciones conservadoras como el PP, totalmente entregadas a ayudar a actividades que en otros tiempos se habría considerado que no acaban de ser muy recomendables como única alternativa incentivada de ocio juvenil; e incluso partidos sedicentemente obreristas se posicionan abiertamente a favor de una de las industrias que a menos gente emplea con nómina y seguridad social y donde los sueldos son directamente de miseria –resultó muy significativo cómo, cuando hace un par de años la Seguridad Social pretendió dar los datos agregados de empleo y cotizaciones que aporta el sector, rápidamente se desechó la medida y prefirió correr un tupido velo, sin que los medios de comunicsción hayan desde entonces indagado lo más mínimo sobre los datos de empleo e ingresos fiscales y de cotizaciones que genera, de verdad, el sector-.
Los hosteleros proponen cosas como una moratoria en ciertas zonas (Ciutat Vella, Russafa), de modo que ellos, los ya instalados, puedan rentabilizar a sus anchas el negocio. Lo fundamentan en un supuestamente loable interés en evitar el incremento de molestias a vecinos pero, a la vez, qué cosas, exigen que se les autoricen más terrazas en la calle (y aún más baratitas, ya que estamos). Por lo visto ahí no debería haber moratorias que valgan. Y es que las molestias para los vecinos a veces hay que tenerlas en cuenta, pero no siempre, al parecer. Y los controles, ya se sabe, siempre mejor para otros. Por esta misma razón, sensatamente, exigen más regulación para la competencia que les llega por el alojamiento colaborativo o directamente la prohibición de los “botellones” -actividad que, por otro lado, y en tanto se haga sin generar ruidos ni suciedad, lo que es complicado pero no imposible, no debería tener nada de malo ni ser prohibida per se, pues a nadie perjudicaría... menos a la competencia, claro-, mientras con todo el descaro solicitan que se suavicen la fiscalización e inspecciones sobre sus locales. Es evidente que los controles deberían extremarse para garantizar que no se produzcan molestias a los vecinos, pero en todos los casos. Y también habría que aprobar normas algo más restrictivas que atenúen las molestias y, de rebote, incentiven modelos de ocio de más calidad. Pero para todos: para botellones y para terrazas, para alojamientos colaborativos y para locales mal acondiconados. Que haya quien ose plantear abiertamente, y se le haga caso y baile el agua desde medios y partidos políticos en vez de denunciar su prístina desfachatez, la pretensión de exigir a los poderes públicos que persigan ciertas actividades para blindar así mejor todas las molestias e ilegalidades producidas por las propias es sencillamente increíble. Estamos ante una muestra de descaro que sólo resulta concebible en una ciudad donde los poderes públicos han estado totalmente rendidos, sin que nadie entienda muy bien las razones, a los dulces encantos del Copazo y a la extraordinaria capacidad de persuasión demostrada por sus representantes durante años, que aparentemente goza aún hoy en día de muy buena salud. Razón por la cual cuando alguien propone con toda la sensatez del mundo que se evalúe con un mínimo rigor si, por ejemplo, el aclamado turismo de cruceros está aportando algo a la ciudad la reacción unánime es asaetarlo por impío y decreído. Nada que pueda oponerse a los magnos designios del Copazo es bien aceptado. ¡Ojo con cuestionar, aunque sea con datos en manos y haciendo sumas sencillas, el credo que nuestros hosteleros logran que todos los partidos políticos del Cap i Casal rezan con espectacular convicción!
A falta de datos que avalen la apuesta, de apoyo ciudadano a las molestias generadas, de la más mínima evidencia seria sobre las ventajas económicas reportadas a la ciudad o a sus habitantes, habrá que pensar que esta rendición incondicional de hoy y siempre se debe a que nuestros queridos hosteleros y sus apóstoles exhiben un gran encanto y capacidad de persuasión. Eso será.
Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho Administrativo en la Universitat de València - Estudi General (Andrés Boix PalopGrup d’investigació REGULATION GIUV2015-233).
Las vacaciones de Pascua de 2017 han venido acompañadas, junto a las habituales declaraciones eufóricas de los responsables políticos autonómicos y locales sobre el atractivo turístico de la Comunitat Valenciana y el motor económico que ello supone, de datos interesantes. Se han publicado hace poco las tradicionales estadísticas sobre gasto por visitante y día en toda España, y los destinos valencianos siguen a la cola comparados con el resto de zonas turísticas. Es más, mientras en regiones como Cataluña, Andalucía o Baleares el gasto diario se incrementa poco a poco, aumentando aún más el diferencial de que ya disfrutan respecto de Valencia, aquí sigue bajando. La consagración de nuestras localidades, costas e interior como destinos turísticos low-cost, a pesar del triunfalismo oficial, dista de ser una buena noticia. En cambio, sí sirve para ilustrarnos con nitidez sobre las características del modelo turístico que se ha ido consolidando por estos lares, con el total beneplácito y acuerdo de los poderes públicos y sin apenas voces críticas entre la población. Mientras ciudades como Barcelona asisten ya a las primeras rebeliones cívicas contra la ocupación masiva de cada vez más espacios urbanos para beneficio exclusivo de los intereses de quienes hacen negocio con estas actividades a costa del bienestar de los demás y de las muchas molestias que generan, en Valencia aún no hemos decidido cómo regular fenómenos como el alojamiento colaborativo ni se ha planteado con una mínima seriedad qué hacer frente a las ya muy evidentes molestias derivadas de la “terracificación” masiva de las zonas peatonales de la ciudad (de nuevo, privatizando el espacio público para beneficio exclusivo de unos pocos).
Todo ello son elementos colaterales de un conflicto de intereses, el que opone a los pocos beneficiados por dedicar sin freno ni límites nuestra ciudad a que ellos extraigan beneficio con actividades de bajísimo valor añadido con el resto de ciudadanos, llamado a ser cada vez más grave y sobre el que urge una reflexión alejada de tópicos. Recordemos para ello, entre otras cosas, los numerosos estudios (la Universitat de València tiene un equipo de profesores de gran prestigio en Europa, liderada por el prof. Pau Rausell, estudiando desde hace años estas cuestiones) que muestran de forma reiterada cómo el turismo no sólo no ayuda al desarrollo económico de calidad de las ciudades como Valencia sino que más bien lo dificulta, al ahuyentar otras actividades de mayor valor añadido. Y si el turismo es de tipo low-cost (forma educada de denominar al que de forma más sincera todos calificaríamos directamente de “basura”), estos perjuicios se multiplican, como ocurre en nuestra ciudad. El suicida empecinamiento en no ver esta realidad de nuestros responsables políticos, contra toda evidencia y a pesar de que la ciudadanía ya empieza a mostrar síntomas de descreímiento, ni siquiera parece flaquear tras dos décadas de apuesta más que fallida del modelo en toda la Comunitat Valenciana, con resultados desastrosos: cada vez somos más pobres en relación al resto de España y de la Unión Europea. No es para estar contentos.