Mauthausen, el campo de los españoles, “nunca más”
“Nunca más”. Este fue el juramento que invocaron los deportados supervivientes del campo de Mauthausen cuando fueron liberados por el Ejército norteamericano el 5 de mayo de 1945, envueltos en banderas republicanas, la gran mayoría españoles antifascistas que habían luchado en la guerra civil española. Este mensaje, hoy, más que nunca, cobra mayor sentido.
Sin embargo, para muchos de ellos, la alegría de haber sobrevivido al infierno nazi y haber sido liberados posteriormente no les producía ningún sosiego ya que, con su tierra secuestrada por el fascismo, aún, lo único que podían hacer era continuar el exilio en Francia. Muchos de los excombatientes españoles pensaban que, con la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, a España se le devolvería la democracia secuestrada por el golpe militar del general Franco; pero esto no ocurrió. El mundo libre los traicionó y ahogó toda esperanza a los republicanos españoles de volver a su patria querida, a su país añorado, devastado por el hambre y la postguerra.
“El campo de los españoles”, por el que es conocido Mauthausen, fue creado en 1938 y estuvo activo hasta su liberación en 1945. Pese a que se desconoce el número de víctimas exactas, se ha contabilizado que en Mauthausen-Gusen murieron alrededor de 120.000 personas, de diferentes nacionalidades y credos. Fueron 9.200, los españoles que fueron deportados a los campos nazis (de éstos, 7.500 fueron destinados a Mauthausen, de los cuales fueron masacrados más de 5.500). Todos ellos formaban parte de los centenares de miles de republicanos que cruzaron la frontera en los últimos meses de la Guerra Civil y que fueron internados en campos de refugiados que la Francia democrática improvisó en el sur del país, como el de Argelès-sur-Mer o el de Le Vernet d'Ariège, entre otros. “El Gobierno francés nos encerró en campos de concentración como si fuésemos bestias. Allí moríamos de hambre, de frío y de todo tipo de enfermedades. No esperábamos ese trato del país de la 'Libertad, igualdad y fraternidad”, contaba el prisionero Ramiro Santisteban.
Pero el cautiverio de los españoles no había hecho nada más que empezar: salían de una guerra para meterse en otra, muchos de ellos fueron enviados al frente en las filas de la Legión, o integrados en Compañías de Trabajadores Extranjeros. Cuando Hitler invadió Francia, la mayor parte de éstos acabaron capturados por los alemanes. Las autoridades nazis preguntaron al recién instaurado Estado franquista, qué querían que hiciera el III Reich con aquel número importante de refugiados españoles, a lo que el ministro de la Gobernación, Ramón Serrano Suñer, respondió que “fuera de las fronteras españolas no había españoles”. Firmada su sentencia con esta frase, los miles de españoles fueron enviados a Mauthausen: para muchos, su último destino, para unos pocos afortunados, una experiencia que marcaría su largo exilio hasta la muerte del dictador.
Los “Rotspanier”, apátridas y rojos
Cuando los españoles llegaron al campo de concentración, después de varios días de travesía metidos en trenes de ganado, se les hizo abandonar todo lo que llevaban, quitarse la ropa y afeitar el pelo. Una vez cumplido el primer objetivo de los nazis, deshumanizarlos, procedieron al siguiente: quitarles todo rastro de su pasado y de su personalidad, les pusieron a todos los mismos uniformes, un mono de rallas azules adornado con un triángulo azul con una “S”. Ya estaban señalados: eran los españoles, los rojos españoles, sin patria y vencidos. No tenían nombre, eran un número.
“Mientras dormíamos, en los barracones, no teníamos pesadillas; la pesadilla comenzaba cuando nos despertábamos”, explicaba el deportado Ramón Milá Ferrerons en un documental de TVE. Y es que, las condiciones en las que se encontraban eran deplorables, eran tratados como poco menos que a los animales. De buena mañana, a las cinco menos cuarto, les despertaban a palos y a gritos, les daban un líquido que no era ni café ni agua y les hacían formar en la plaza. Entonces era cuando empezaba ese infierno, una jornada laboral durísima. Muchos de ellos morían de agotamiento o asesinados por los mismos SS o por los kapos.
Por la noche, muchos se suicidaban, se echaban hacía la alambrada electrificada que fortificaba el campo de concentración para terminar, así, con su sufrimiento. También se hicieron experimentos médicos en la conocida como «enfermería», con inyecciones de gasolina en el corazón, entre otras atrocidades. No obstante, la inmensa mayoría de los españoles murieron en Gusen, un subcampo de Mauthausen que para la gran mayoría significaba la condena a muerte directa. Los crematorios no descansaban ni un solo día, por la chimenea salieron, convertidas en ceniza y en humo, las almas de miles de personas.
España, una anomalía democrática
La ignominia del Gobierno español a las víctimas del franquismo y el nazismo son de sobra conocidos y han traspasado unos límites que se podrían calificar de anomalía democrática dentro de los estados miembros de la Unión Europea. Por ejemplo, el año pasado, el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, eludió un acontecimiento histórico que en cualquier país europeo hubiese requerido todos los honores por parte del Estado: el entierro de Francesc Boix, el fotógrafo catalán que robó las fotografías que probaban los crímenes cometidos por los SS.
Pero este olvido intencionado de los gobernantes españoles no ha podido con la lucha de los hijos y los nietos de los deportados, quienes continúan su duro camino para que la memoria de los ciudadanos esté bien viva, a pesar de todo. Por lo que esta queda en manos de voluntarios, de historiadores comprometidos e investigadores que dedican su tiempo libre a documentar las historias de tantísima gente. Como bien explica Carlos Hernández de Miguel, autor de ‘Los últimos españoles de Mauthausen’, “la historia de los deportados españoles fue enterrada por el franquismo y después fue olvidada por la democracia”, una democracia que no ha sabido homenajear a los héroes antifascistas que se dejaron la piel en su lucha por unos valores que ahora son esenciales.
Los supervivientes se están muriendo, el pasado enero falleció José Alcubierre, el niño español prisionero en Mauthausen a cuyo padre asesinaron en el mismo campo, a quién le fue otorgada la Legión de Honor francesa y lo hizo sin recibir ningún tipo de reconocimiento por parte del Estado español. Pero, pese a ello, el relato los deportados sigue bien vivo y se resiste a ser borrado, el cual permanecerá en la historia para hacer cumplir ese anhelo, ese deseo para la humanidad entera, el que los republicanos españoles conjuraron: “¡Nunca más en ningún lugar contra nadie!”.