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Del exilio mexicano a la clandestinidad de la València franquista: Enric Juliana invoca la memoria del comunista Alberto Sánchez Mascuñán
“Tienes que ir a España”. El comunista Alberto Sánchez Mascuñán (Cartagena, 1913 - México DF, 1995) cumplió la orden de la dirección del Partido Comunista en el exilio sin pestañear. Tenía 31 años y, como cualquier comunista, sabía lo que suponía una orden así: la muerte o, con algo de suerte, la cárcel. Exiliado, casado con una antropóloga mexicana y con una hija recién nacida, el hombre partió a Buenos Aires y de ahí, en barco y con documentación falsa, llegó a la España del general Francisco Franco. Dos años aguantó en la clandestinidad, hasta que la policía política de la dictadura consiguió dar con él y sus camaradas en València. Se salvó por los pelos de la pena de muerte y pasó encarcelado los siguientes 15 años en la prisión de Burgos. Cuando pudo volver a México, su hija Blanquita tenía la misma edad que los años que había pasado su padre entre rejas. El hombre le regaló los cuentos que escribió en su celda.
El periodista Enric Juliana (Badalona, 1957) ha rescatado en la edición ampliada de su libro Aquí no hemos venido a estudiar (editado por Arpa en castellano y en catalán) las fascinantes peripecias de Alberto Sánchez Mascuñán en València. “Los personajes de segunda fila, debidamente estudiados, nos proporcionan a veces datos más valiosos que los de primera fila. Son más genuinos, más reales. Los personajes principales del libro Aquí no hemos venido a estudiar pertenecen a esta dimensión”, explica Juliana por correo electrónico. “Peones de la historia, peones de hierro colado”, apostilla el periodista.
Alberto Sánchez Mascuñán estudió medicina en Barcelona antes de enrolarse en las filas comunistas durante la Guerra Civil y conseguir huir, a través de Francia, hacia México, país que acogió a gran parte del exilio español. Allí llevaba una buena vida (“vivía en la colonia Roma de México DF, la colonia de la película Roma que tanto éxito tuvo hace dos años”, recuerda Juliana) hasta que le llegó la orden: “Tienes que ir a España”. El clandestino aterrizó en una pensión del barrio de Russafa para hacerse cargo del Comité Regional de Levante del PCE. En una escena absurda y divertida a partes iguales, César (nombre de guerra de Alberto Sánchez Mascuñán) quiso conocer al único huésped que se alojaba en la pensión con la mala suerte de que resultó ser un dirigente guerrillero llamado Atilano Quintero. César conocía la cara de Atilano pero el guerrillero no sabía quién era ese hombre, por lo que salió a recibirlo con una pistola a mano por si acaso. Resuelto el entuerto, cada uno se fue a otro lugar. Sánchez Mascuñán localizó entonces otra pensión en el mismo barrio, a tiro de piedra de la Estación del Norte.
Su nuevo hogar —en el que decía ser representante de zapatos, comercial de una editorial y corredor de seguros y del que se ausentaba toda la jornada laboral— era regentado por una mujer republicana represaliada y su hija adolescente. El hombre enseguida captó que la mujer detestaba el régimen franquista (de hecho, su marido y uno de sus hijos fueron fusilados en la posguerra y ella rapada por roja). En aquella pensión escuchaban la BBC y Radio España Independiente e incluso comentaban informaciones publicadas en Mundo Obrero, el periódico clandestino del PCE.
César cumplía una peculiar jornada laboral que consistía en mantener discretas reuniones con los militantes comunistas, siempre con la Brigada Político Social pisándoles los talones, y en asegurar la imprenta clandestina que escondían. También debía enlazar y mantener la interlocución con la guerrilla antifranquista que sobrevivía a duras penas en zonas remotas y alejadas de la ciudad. El hombre se movía por Russafa y los barrios de la fachada marítima de la ciudad. En 1947, el secretario de organización del Comité de Levante fue detenido con documentación falsa a nombre de Carlos Martín Sánchez y con un carnet de socio del Real Madrid con el número 11.750. La Brigada Político Social, en una operación orquestada por el policía Roberto Conesa (experto en operaciones de infiltración, entrenado por la CIA y protagonista de algunos de los episodios más sonados de la Transición), desmanteló la estructura comunista en el interior.
El hombre fue trasladado a la Jefatura Superior de Policía, sita en la calle de Samaniego. Allí, los agentes de la Brigada Político Social Antonio Cano y Juan José Cristóbal Casinos, comandaron las bestiales sesiones de torturas, el método por excelencia de la policía política franquista, en la órbita de la Gestapo en aquella época, contra la oposición democrática al régimen. “Me empezaron a pegar de todas las formas que se puede pegar a un individuo hasta lo menos las cinco de la mañana del día siguiente, así como suena, pero de una manera bárbara”, relató César muchos años después.
Los policías de la Brigada Político Social consiguieron desmantelar cíclicamente a las principales organizaciones antifranquistas de la ciudad durante toda la dictadura. Tomás Cosías, escritor y agente de la policía política, escribió que “a Valencia llegaron militantes de todas las zonas de España que, al terminar la guerra, por ser desconocidos en la ciudad, apenas si fueron molestados por la policía”. “Estos camaradas siguen viviendo y alentando”, advertía en su novela El camarada Darío (Diputación Provincial de València, 1960). No en vano, César explicó muchos años después que el clima en la capital del Túria era “más suave, más acogedor, más estimulante que en Madrid”. Nunca tuvo problemas para encontrar casas en las que reunirse.
Las largas sesiones de torturas en el palacete de la calle de Samaniego no las olvidó nunca: “Estaban locos, hasta entre ellos se pegaban. Claro, entonces yo era joven y cuando se lanzaba uno a pegarme una patada, yo me escapaba, y le daba al otro de refilón, bueno, una cosa de locos”, recordaba Alberto Sánchez Mascuñán. La jovencísima Trini Fraile, la hija de la dueña de la pensión, se fue a la puerta de la comisaría para confirmar dónde estaba aquel misterioso huésped. Los policías le dejaban permanecer en la entrada durante varios días hasta que vio pasar por el patio al detenido y preguntó por él. Fraile pasó mucho miedo cuando los policías le preguntaron a qué santo preguntaba una jovencita por un peligroso comunista pero toreó como pudo a los agentes y avisó al abogado Enrique Blanes, otro de esos fascinantes peones de la historia.
Blanes, que se salvó del fusilamiento en la posguerra de milagro (había sido comisario político del Ejército de la República), se puso en contacto con la familia mexicana de César. “Lo condenaron a muerte y le conmutaron la pena”, cuenta Enric Juliana, “seguramente por dos razones: las gestiones que su mujer había hecho desde México con el embajador de Estados Unidos y dos cartas de dos falangistas de Barcelona a los que Sánchez Mascuñán ayudó a marcharse desde Barcelona para pasar a la España de Franco, seleccionados en un equipo de futbol que iba a competir en las Olimpiadas Populares de Anvers. Sabía que desertarían a París. Los dos falangistas declararon ante el tribunal que les había salvado la vida”.
En la prisión de Burgos, Alberto Sánchez Mascuñán pasó encarcelado 15 años. Allí le acompañaba Manuel Moreno Mauricio, otro de los detenidos en aquella operación en València y protagonista del libro (y de la vida) de Juliana. “Estamos hablando de gente de gran calidad humana en un momento que hoy es muy difícil de imaginar”, defiende el periodista, quien cree que “aquel concepto de militancia se ha perdido, la gente ya no cree tanto en proyectos colectivos, en la medida que forman parte de los derrumbamientos del siglo XX”.
El absorbente libro, escrito con maestría literaria marca de la casa, cuenta la historia de aquellos presos políticos que en la gélida prisión de Burgos aún pretendían tumbar la dictadura como fuese. Juliana ha tejido una crónica personal y política (Manuel Moreno Mauricio, protagonista del libro, fue amigo de su abuelo y una persona que inspiró al joven de Badalona) que cuenta mil historias en mil direcciones; todas conmovedoras, todas reveladoras. “La historia, la grande y la pequeña, siempre la tejen las casualidades”, escribe en uno de los nuevos capítulos de la edición ampliada del libro.
La casualidad hizo que la hija del abogado Enrique Blanes conociera a Trini Fraile. La veterana magistrada Estrella Blanes siempre oyó a su padre hablar de la historia del mexicano —así le llamaban a César— que se salvó de milagro del pelotón de fusilamiento. Fraile, de 91 años, se implicó durante toda la dictadura en la oposición antifranquista. Mantuvo hasta hace poco una joyería en Sueca y se jubiló poco antes de la pandemia de la COVID-19, ya casi nonagenaria. José Luis Mondejar, marido de Estrella Blanes, trabajaba en el sector de la joyería y conoció a la hija de la dueña de la pensión que logró contactar con su suegro en 1947. El matrimonio trabó amistad con Fraile y fue tirando del hilo de la memoria. Así es como llegaron a dar con la transcripción de una larguísima entrevista a Alberto Sánchez Mascuñán, realizada tras la muerte de Franco con ocasión de una visita a España de César, que tras sus años en la cárcel volvió a la ciudad en la que fue clandestino.
El documento, conservado en el archivo de la Fundación Pablo Iglesias, repasa en primera persona y con muchas palabras de origen mexicano la trayectoria de Alberto Sánchez Mascuñán en la posguerra. El periodista se ha servido de la “cantidad de detalles que aporta sobre la vida clandestina en València” y del retrato de la ciudad: “una València que aún respiraba República a pesar de la represión”, mientras que Madrid ya se había convertido en la “capital sociológica del franquismo”. “Los detalles y las anécdotas sobre la vida clandestina son de gran valor para los historiadores”, dice el autor. En manos de Enric Juliana, el memorial ha resuelto varias piezas del rompecabezas: la versión de César sobre la caída de 1947 ante sus camaradas, el arte de la clandestinidad, la heroicidad, la miseria moral y hasta los paisajes de la huerta valenciana. Deshonrosamente olvidados, los conmovedores personajes de esta tragedia que es la historia de España cobran vida en el libro de Enric Juliana.
Aquí hemos venido a leer.
“Tienes que ir a España”. El comunista Alberto Sánchez Mascuñán (Cartagena, 1913 - México DF, 1995) cumplió la orden de la dirección del Partido Comunista en el exilio sin pestañear. Tenía 31 años y, como cualquier comunista, sabía lo que suponía una orden así: la muerte o, con algo de suerte, la cárcel. Exiliado, casado con una antropóloga mexicana y con una hija recién nacida, el hombre partió a Buenos Aires y de ahí, en barco y con documentación falsa, llegó a la España del general Francisco Franco. Dos años aguantó en la clandestinidad, hasta que la policía política de la dictadura consiguió dar con él y sus camaradas en València. Se salvó por los pelos de la pena de muerte y pasó encarcelado los siguientes 15 años en la prisión de Burgos. Cuando pudo volver a México, su hija Blanquita tenía la misma edad que los años que había pasado su padre entre rejas. El hombre le regaló los cuentos que escribió en su celda.
El periodista Enric Juliana (Badalona, 1957) ha rescatado en la edición ampliada de su libro Aquí no hemos venido a estudiar (editado por Arpa en castellano y en catalán) las fascinantes peripecias de Alberto Sánchez Mascuñán en València. “Los personajes de segunda fila, debidamente estudiados, nos proporcionan a veces datos más valiosos que los de primera fila. Son más genuinos, más reales. Los personajes principales del libro Aquí no hemos venido a estudiar pertenecen a esta dimensión”, explica Juliana por correo electrónico. “Peones de la historia, peones de hierro colado”, apostilla el periodista.