Un mes después en la 'zona cero' de la DANA: calles sin barro, drama de puertas adentro
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Para cruzar andando el barrio de las Barracas, en Catarroja, bastan unos cinco minutos a buen paso y ya no hacen falta botas. Del barro que hace tres semanas en algunos puntos aún llegaba a los tobillos y obligaba a continuos desvíos que multiplicaban por diez el tiempo del camino, ahora queda en las calles solo una capa fina de polvo de color ocre, el mismo de las marcas que indican en los muros el nivel que alcanzó el agua cuando el 29 de octubre las inundaciones arrasaron el pueblo.
Ha pasado un mes y ya no se escucha el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada que entró en estas vías estrechas para liberarlas del amasijo marrón de basura que era lo que quedaba de los muebles, de las camas, de los vestidos, de los recuerdos de los habitantes... Por la calle de Sagasta, una larga línea recta que acaba en el Camí Real, en el centro del pueblo, un chico pasa rápido con un patinete, mientras en otra calle aledaña dos hombres descargan una nevera nueva de una furgoneta. Es media mañana y hay un silencio que acompaña la imagen de una calma irreal que esconde el drama y los infinitos problemas que se viven de puertas adentro. Aquí y en todos los pueblos afectados por la riada.
Del portal entreabierto de una de esas casas antiguas de dos plantas que puntean el barrio y que hace cien años fueron vivienda, almacén y corral de familias de labradores, llega el sonido tenue de unos pasos y unas voces. Lores Verdeguer, de 67 años, se mueve con cuidado entre cajas y sillas, muebles, sofás, mesas... Junto a su hermana Pepa, sigue intentando rescatar todo lo que puede de la casa en la que vivía y que fue la de sus padres y antes la de sus abuelos. Vivía aquí sola y aquella tarde de hace un mes en la que la riada lo cambió todo se salvó porque Pepa insistió para que se fuera a su casa.
“Hemos ido salvando cosas, ya las tiraremos. Pero, mira, este es el traje de novia de mi madre, estas son las sábanas de hilo que te regalaban las abuelas para la dote... Son los recuerdos de mis padres”, dice Verdeguer mirando todo con ternura mientras camina por el patio donde han puesto a secar vestidos de ceremonia junto a certificados de papel.
“Se saldrá como se ha salido siempre. Es cuestión de dejarle tiempo al tiempo y tener paciencia, pero lo que más fastidia es que aquí no llovió ni una gota”, añade Pepa, más resignada que su hermana a la idea de deshacerse de lo que fue. Se despide repitiendo la petición con la que había empezado la conversación: “Escribid que aquí los que nos han ayudado han sido los voluntarios”.
Las palabras de Pepa están plasmadas en decenas de mensajes de agradecimiento pegados a portales y ventanas y escritos en sábanas, hojas de papel, cartones grandes o pequeños... Pintados con dibujos, hechos con rotuladores por niños o con pincel por una mano adulta: “gracias por dejar vuestras vidas por las nuestras”, “gracias, voluntarios”, “gràcies a tots”.
Es una gratitud inmensa que va más allá de los lemas de “solo el pueblo, salva el pueblo”. Es el redescubrimiento de un sentido de comunidad, de volver a juntarse en la calle con los vecinos, de sentir el abrazo de toda una humanidad que bajó hasta aquí en furgonetas y coches particulares desde todos los rincones de España.
Como aquel chico de Ciudad Real que ayudó a Isidro a volver a arrancar la maquinaria de su panadería, en el mismo lugar de la calle La Font donde sus padres abrieron el horno hace medio siglo y donde él mismo nació hace 54 años. “Allí mismo vine a luz”, dice, indicando la estancia donde se encuentra el horno de piedra que resistió a la embestida del agua.
“Si se hubiera dañado, no habríamos podido seguir. Por suerte, con unos retoques mínimos, puede seguir funcionando”, explica Isidro, que ha perdido la furgoneta con la que repartía el pan. “Una primera estimación de los daños es de 90.000 euros, pero desde el seguro me han dicho que como mucho recuperaré 16 o 17 mil”.
“Resistir o cerrar”
Los trámites para rescatar la documentación y presentar las solicitudes de indemnización han sido la prioridad para todos este mes, una vez hechas las primeras labores de limpiezas para ver hasta dónde alcanzó la destrucción.
Una vecina se asoma al “Forn del Rey” de Isidro y pregunta qué tal. “Poquet a poquet”, poquito a poco, contesta Isidro, con los ojos azules que destacan en un rostro marcado por el cansancio. “Esto es resistir o cerrar. Y nosotros hemos decidido resistir”, dice.
Muchos otros no podrán. Un mes después apenas han abierto uno o dos supermercados y la mayoría de los bajos comerciales siguen vacíos, los más afortunados con las puertas cerradas, los que no, con las entradas aún reventadas.
En Camí Real, la calle comercial de Catarroja, al igual que en el Cami Nou de Benetúser o en las calles principales de Paiporta, las únicas colas de clientes se ven frente a un local donde se sigue repartiendo comida caliente y frutas y verduras para los vecinos y a la entrada de los estancos que venden la lotería, los únicos establecimientos que han reabierto junto a las farmacias y alguna peluquería, que fueron los primeros, como en la pandemia.
La comparación, que aparece muy a menudo en los comentarios de la gente, sirve solo para marcar la distancia entre algo que fue muy grave pero ya pasó y lo que viven ahora, inmensamente más grave y con consecuencias mucho más profundas para el futuro de estas poblaciones. Las apuestas sobre la recuperación están plagadas de desconfianza hacia los políticos que aquí, en la ‘zona cero’ de la DANA, tras un mes de reproches y pulsos entre las instituciones, ha calado hondo.
Junto a los mensajes de agradecimiento para los voluntarios, han aparecido pintadas como las que se lee en una rotonda a la entrada del polígono de Alfarar: “Políticos, habéis hecho más daños que la DANA”.
“Cuando vinieron los Reyes, seis días después de las inundaciones, fue cuando explotó todo. Seis días después, las calles seguían llenas de barro. En la rotonda, cuando llegaron, estaba la gente del pueblo, gente de aquí, que estábamos desesperados por la situación después de tantos días y de que aquí no hubiera venido nadie a ayudarnos”, recuerda Rafa Ramos, tratando de explicar un mes después la frustración que sienten los vecinos.
Hay una pregunta que aquí todos se hacen: ¿por qué si había planes para canalizar parte del agua del Barranco del Poyo, que desbordó sin control el 29 de octubre, luego no se hizo nada? “A mi suegro le expropiaron el campo hace ocho años para hacer un colector del desvío del Barranco, para que no pasara todo por el mismo cauce. ¿Qué se hizo?”, dice Ramos al margen de una larguísima conversación en la que se ofrece a hacer de guía por la nueva normalidad de Paiporta.
Sin fecha para los colegios en Paiporta
Es una ruta que empieza a las puertas de uno de los seis colegios del pueblo, todos cerrados. Es la razón por la que él, que es el presidente de Interampa, la federación que reúne a las asociaciones de madres y padres de los alumnos de los centros educativos del municipio, se ha convertido en una de las caras más reconocibles de esta tragedia. Desde hace días su rutina está marcada por las entrevistas con los medios y las reuniones con las instituciones para tratar de desbloquear una situación que añade una presión enorme sobre las familias que ya tratan de sobrevivir a las pérdidas materiales que han tenido.
Un mes después de las inundaciones, solo se están retomando paulatinamente las clases de uno de los dos institutos mientras que no hay fecha para el comienzo de las clases en los centros de primaria, a pesar de que hasta hace una semana la Consejería de Educación de la Generalitat insistiera en que abrirían el 25 de noviembre. “De los seis colegios lo último que sabemos es que dos los tendrán que derribar, y los otros no se sabe cuándo abrirán. Y esta semana los empleados de la empresa encargada para la limpieza no han venido después del accidente que ocurrió el domingo en Massanassa”, dice Ramos, en referencia a la muerte de un trabajador de Tragsa tras un derrumbe en el colegio Luis Vives de otro de los pueblos más afectado por las inundaciones.
“Los colegios no se van a limpiar por arte de magia. Se necesita un ejército de profesionales de los distintos oficios, porque hay que revisar sus instalaciones eléctricas, fontanería, gas… Ya están presionando a los directores de los centros para que abran. Pero lo que ha ocurrido en Massanassa debería hacer reflexionar sobre todo lo que hace falta antes de que los niños entren”, dice.
Niños como María, que pide a su abuela Antonia que le compre una bolsa de chuches con forma de estrella azul en la única de las cinco panaderías de Paiporta que ha reabierto y la única que temen que quedará. “El padre trabaja en Paiporta y la madre en Paterna. Por lo menos, han salvado los curros porque lo demás, casa, coche... lo han perdido. Vivían en una entreplanta y lo han perdido todo. Ahora están viviendo conmigo”, dice Antonia.
“Los niños necesitan el cole para que se distraigan. Su hermano ha empezado con una hora de clase en el instituto y es solo una hora, pero, por lo menos, que hablen del tema porque a ver esto cómo les va a afectar…”, añade con preocupación.
“Mucho peor que en la pandemia”
“Ahora estamos todos viviendo en la inercia y lo malo va a ser cuando paremos. Una vecina me contaba que su niña se despierta por las noches gritando ‘que viene el agua, que viene el agua’”, cuenta Ramos. Unas calles más allá, en una pequeña pancarta apoyada a la verja de una ventana se lee “Queremos volver a la escuela”. De nuevo, como en la pandemia.
“Pero esto es muchísimo peor”, dice el presidente de Interampa que es también gestor de varias empresas dentro y fuera de la provincia de Valencia, al margen de una larga conversación en la que afloran uno tras uno todos los problemas que siguen afectando a los vecinos. El garaje de la finca en el que vive sigue inundado. “Con la riada, los coches se convirtieron en barcos y empezaron a golpear los techos y se fueron rompiendo tuberías de desagües, de aguas fecales. Y esto es un problema grave de salubridad porque estamos hablando de agua estancada”, añade.
Muchos han decidido contratar a empresas privadas para acelerar el vaciado de los parkings. En la finca de Armando Madrigal, vecino de la calle Chipre, les han pedido 35.250 euros para la limpieza. “Luego habrá que corregir los desagües, habrá que ver….”, dice a las puertas del garaje donde quedan al menos 35 centímetros de fango. Le acompaña su hijo Jaime, que es profesor de informática en un instituto en el cercano pueblo de Alacuás. Ni uno ni otro, como la mayoría de los habitantes de Paiporta, tiene coche, y Jaime lleva ya una semana recorriendo 40 minutos en bicicleta para ir a trabajar y otros tantos para volver.
“Primero fue el shock, luego todos empiezan a hacer cosas. Y después, empiezan las tensiones: entre vecinos, con el ejército, con los de la UME… Porque hay tantas cosas, tantas cosas que no funcionan. Y nosotros somos unos privilegiados porque vivimos a la entrada del pueblo y fuimos los primeros en ver llegar la ayuda. Pero la gente está indignada. Y lo está con los políticos de todos los colores”.
Mientras habla, un pequeño tractor con pala empieza a quitar uno a uno los coches que se amontonan desde hace semanas en el descampado frente a su casa. En algunos techos han crecido unos centímetros de yerba. No saben si los llevarán a la campa centralizada de Picassent que ha anunciado la Generalitat o a un lugar a las afueras de Paiporta, en la zona que está cerca de las canchas ya destruidas del polideportivo y que se ha convertido en un cementerio de vehículos, un amasijo de metales, cristales, neumáticos como los que han aparecido en los límites de Catarroja o Alfafar, después de que se limpiaran sus calles principales. Pero ni aquí, en Paiporta, ni allí quieren resignarse a que esta sea la nueva normalidad que les espera.
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