La abuela y los tranvías

El invierno más crudo de los últimos años se anuncia estos días casi con el bombo y los platillos del apocalipsis. Al hilo de esa amenaza se ocupan los medios de comunicación de una misma noticia: la gente que vive en la calle necesita una protección especial para no morirse de frío, envuelta en hielo, como en aquellas imágenes terriblemente hermosas de Doctor Zhivago. Antes esa gente dormía en las antesalas de los bancos, al lado de los cajeros rescatados con nuestro dinero, envuelta en cartones y alguna manta sacada de algún contenedor. Ahora, tal vez nuestras autoridades dispongan para esa gente otros espacios de acogida, más confortables, menos expuestos a las heladas insoportables que anuncian los telediarios.

En el paquete de las mismas noticias periodísticas entra también lo mal que lo están pasando las familias que tienen casa pero no pueden encender la calefacción porque el poco dinero que entra en esas casas (si es que entra alguno) no llega ni para comprar comida en la tienda o el supermercado de la esquina. La pobreza energética, creo que se llama eso. O lo que es lo mismo: morirse de frío porque en este país hay miles y miles de personas que lo único que tienen seguro es que no tienen nada. Pero parece que esa pobreza energética sólo se nota cuando se muere alguien de frío en su propia casa o en la calle. O cuando una mujer muere en un incendio provocado por unas velas que era lo único que tenía para alumbrarse y coger algo de calor en los primeros días del invierno. Olvidamos con una tranquilidad que apesta que esa gente no sólo sufre pobreza energética sino que toda la pobreza del mundo es la imagen de marca de sus vidas. No tienen otra imagen de marca. Ni otra vida. Y no sólo en los inviernos. Para esa gente, todo el año es invierno, como es siempre primavera en El Corte Inglés. Sin embargo, lo más terrible del asunto es que mientras eso está pasando en un mundo sin esperanza de ninguna clase, también está pasando en ese mismo mundo algo muy diferente. Esa diferencia la tenemos aquí mismo: mientras más pobreza hay en este país, más riqueza concentran en sus cuentas corrientes unas cuantas fortunas. La crisis económica enriquece precisamente a un sector de la sociedad que siempre ha vivido como dios. Y ahora -a pesar de esa crisis- sigue viviendo más como dios que nunca.

El último informe de Oxfam Intermón lo dice bien claro. Tres familias en España tienen más dinero que catorce millones de personas. Tres familias. La de Amancio Ortega, la de su hija Sandra Ortega Mera y la de nuestro paisano Juan Roig, dueño de Mercadona. La riqueza de los tres juntos equivale a la del 30% más pobre del país. ¡Bendita crisis! Y hay otra noticia justo al lado: en 2015 -según ese mismo informe- hubo en España siete mil nuevos millonarios. Y cuando hablamos de millonarios hablamos de millonarios fetén, de esos que -como cantaba Joaquín Sabina- encienden puros con “billetes de a millón”, no de que les haya tocado un cupón de la Once. Y aún más historias para seguir con este panorama desolador: el precio de la electricidad ha aumentado hasta la máxima cota igualando la cresta del año 2013. O sea: como para cortarnos las venas o para hacer la revolución. Aquí -cuando hablo de revolución- me viene a la cabeza una anécdota que cuenta mi querido José Manuel Caballero Bonald en su excelente libro memorialista La costumbre de vivir. Fue en Valencia. Estaba el escritor en casa de un amigo, conspirando para llevar a cabo una conjunta protesta universitaria en muchas universidades a la vez. La abuela del amigo prestaba atención disimuladamente a lo que hablaban entre ellos. De pronto, salta la mujer: “¿pero habéis quemado ya algún tranvía?” El nieto le contesta que no, que todo tenía que ir poco a poco. Entonces la anciana vuelve a su fogosidad de adolescente revolucionaria: “pues hasta que no empecéis a quemar tranvías, no vais a conseguir nada”. Y añade Caballero Bonald: “guardo desde entonces un respeto inquebrantable por las octogenarias valencianas”. Y yo.

Lo que pasa de verdad es que no hay manera de que la desigualdad mengüe en una sociedad cada vez más cruelmente desigual. Otro amigo mío y magnífico escritor, Mariano Sánchez Soler, publicó hace años un libro (Ricos por la Patria) en que lo dice bien claro: los ricos de la dictadura franquista se han hecho más ricos con la democracia. Y añado yo: la democracia, con la crisis de los últimos años, ha producido una nueva nómina de ricos que humilla más si cabe la cantidad infame de pobreza que esa misma crisis está generando. El frío que ahora hiela las entrañas ya estaba aquí también en los veranos. Es un frío que congela las tripas mismas del sistema, sobre todo las tripas de los más pobres de ese sistema que alarga, en vez de estrecharlas, cada vez más las diferencias. Ya saben: eso tan antiguo del capitalismo. La riqueza económica, tantas veces la codicia como único valor en ese destartalado paisaje que ellos llaman Patria o algo parecido. Las cosas y la gente que se han quedado sin alma porque el alma no es eso inexplicable que dicen los curas sino el derecho a vivir dignamente que todo el mundo debe tener a su alcance. Pero no hay tu tía. La Patria es cada vez más ese territorio donde campan a sus anchas los evasores de impuestos, los banqueros que se reparten a tutiplén los dineros que han robado a su confiada clientela, esos políticos cuya avaricia pervierte lo que la política habría de tener de servicio público para convertirla en un manual de impune delincuencia. Como decía Neruda: “Patria, palabra triste como termómetro o ascensor”. O como ese espacio moral donde la palabra igualdad se hiela en la risa burlona de quienes lo tienen todo, la mayoría de las veces a costa de quienes no tienen nada.

Tres familias tienen más dinero que catorce millones de personas juntas. ¿Y qué pasa? Pues nada, qué va a pasar. A estas alturas, no irán a creer ustedes que pueda convertirse en realidad aquella vieja historia de la abuela y los tranvías. ¿O va a ser que sí? Yo qué sé.