Abríguense

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Tengo unos amigos muy devotos de Vox y compañía que consumen bazofia mediática por un tubo. Me dicen que Putin nos tiene cogidos por los huevos, que somos rehenes de ese expía perturbado. Les inoculan miedo apocalíptico a algunos camioneros atareados que solo visionan foros tóxicos. Dicen que nos pondrá de rodillas como corderitos. Que los europeos somos un blandengues, unos timoratos poco previsores y que comemos en la mano del zar ruso. Yo les digo que prefiero ser europeo -en un orden mundial defectuoso e injusto que está cambiando y que será, por desgracia, igual de desigual y arbitrario que los anteriores- antes que sufrir las inclemencias y las faltas de libertad de los súbditos del paranoico y mafioso (también hortera) que pretende mandar desde Moscú un imperio que ya no existe.

Ustedes me perdonarán, pero sufro, es un decir, por nuestras compañías eléctricas y empresas gasistas, porque ahora se forran de lo lindo, pero no saben que cuando se solucione esta crisis y los precios se vuelvan asequibles lo pagarán caro. En economía hay un dicho, porque de ciencia tiene poco, que habla de las oscilaciones de la demanda. Mis vecinos ahora incrustan el termostato a 16’5 grados, no se cambian de ropa en tres días para lavar menos, han empezado a ir al curro en coche compartido hablando de Benzema y de Zelenski, han devorado un magnífico libro a bordo de un vagón climatizado de tren, han reparado sus oxidadas bicicletas, se han agenciado unas bonitas mantas de diseño de Cachemira, apagan las luces de casa como posesos imitando a sus abuelas y el coche sólo lo sacan de paseo para recargar las baterías. Cuando los precios recuperen su normalidad, esas grandes compañías verán que los nuevos hábitos han arraigado en los consumidores y que tendrán menos recursos que succionar. No habrá vuelta atrás. Igual cuando quieran ya no podrán recuperar el despilfarro energético del pasado. Les estará merecido.

A nivel global pasa algo parecido: el impulso de Putin a la energía eólica, a la solar, a las nuevas y más ¡seguras?, dicen, fuentes de energía nuclear ha sido enorme. ¡Gracias, viejo zorro! En una o dos décadas, los gaseoductos y los oleoductos siberianos quedarán arramblados, viejos y oxidados. Serán reliquias del pasado. Le pasará lo que le ocurrió hace un tiempo a la potente industria de Detroit que será arrasada por el tsunami de los nuevos tiempos. Las fuentes de energía están virando y dejarán sin influencia los combustibles fósiles. La transformación energética también incluirá la apertura hacia otros mercados como Argelia (los saharauis están de enhorabuena); como Venezuela, donde el señor Maduro se frota las manos (¿dónde estará ahora el estadista Guaidó?); como Azerbaiyán, como los insufribles jeques o como algunos países africanos que también se apuntarán a la fiesta, la mayoría de ellos muy pocos democráticos. Cuando todo acabe Rusia querrá vender el mismo gas y el mismo petróleo, pero eso ya no será posible. El crudo de Putín y su gas apestarán. Él lo sabe y por eso quiere hacer una huida hacia adelante. Pretende desestabilizar a la Europa democrática, a la que envidia, y encima desea que Occidente le quiera. Vaya ingenuidad la de este caudillo anacrónico que cuenta con unos asesores torpes que no saben utilizar a niños con peluches, a líderes vestidos con polos de Decathlón, a traductores instruidos a toda prisa en geopolítica, a fotos icónicas y a políticos que sí permiten deambular a periodistas extranjeros. La receta malvada de los rusos ofrece en el menú, por el contrario, censura, expulsión de facto de corresponsales, represión de manifestantes y demagogia de matón barato. Putin además osa hacer el ridículo presentando unas fuerzas de choque chechenas que parecen asesinos a sueldo descerebrados. Y el hombre sigue empeñando en que se le quiera. La francesa Le Pen, el italiano Salvini y más líderes de la ultraderecha próxima quedaron fascinados años atrás ante su proceder autoritario (con el cierre de ONG, la prisión a disidentes, la prohibición de partidos políticos, la represión a la homosexualidad, el envenenamiento de opositores…) y ante la gran demostración de maldad. Ahora esa derechita valiente recula.

Las guerras atacan deliberadamente a la opinión pública por la presión mediática sobre objetivos civiles desarmados y empobrecen a los ciudadanos rasos metiendo mano en sus depauperados bolsillos. Este conflicto bélico perturbador lo pagarán a tocateja los ciudadanos de a pie y todo el pueblo ucraniano, los que más, pero también los rusos que serán más pobres y que, lo peor de todo, no sabrán como desembarazarse de este caudillo loco, pirado y ególatra. El pánico a una beligerancia generalizada impregna de miedo a los incautos televidentes y permite un nuevo saqueo global. El cotarro del nuevo orden económico se va a sustanciar en unos pocos telediarios más.

La guerra la paga el pueblo raso. A los rusos, la ruina interior les vuelve expansionistas. Para ellos, el enemigo está fuera: más de lo mismo. Enfrente, la OTAN, el brazo armado de las multinacionales occidentales, ha tensado la cuerda a propósito. A los oligarcas rusos les pasará poca cosa porque invierten fuera; solo lamentarán que deberán amarrar sus megayates en Montenegro en vez de Barcelona, Marbella o Ibiza. La venta de armas volverá a ser un negocio boyante; sus grandes corporaciones se van a lucrar con las imágenes del atasco de tanques camino de Kyiv, de los bombardeos indiscriminados, de los corredores humanitarios saboteados, de la muerte de civiles inocentes y de la destrucción sistemática de infraestructuras -militares o no-. La veloz reconstrucción posterior del daño causado propiciará grandes contratos: otro negocio añadido.

La campaña militar del perturbado Putin distrae en el prime time y se ensaña con el mapa físico y humano de Ucrania; él añora a la fracasada URSS. Rusia está fuera de juego de los nuevos yacimientos de negocio y ello le ha puesto sumamente rabiosa. Cada vez más empobrecida, solo le quedan astronautas, bombas nucleares, empresas obsoletas y souvenirs de la época soviética. Todo ello aderezado con un PIB ridículo, casi como el español.

Puede que todo lo que ven en el telediario sea un montaje siniestro para desviarles su atención de lo esencial: van a por su dinero y su bienestar. Ellos (los de siempre) creen que les pertenece porque para eso han invertido en decorados, actores secundarios y tramas previas. Ahora llega la temporada final del serial. Toca abrigarse dentro de las casas -como nos aconseja Borrell-, utilizar la bici, comprar alguna botella de aceite de soja por si las moscas y, quizá, algún rollo de más de papel higiénico como hace un año y pico. A la mierda Putin, sus secuaces y sus voceros de la desinformación apalancados en el bar de la esquina.