Estoy en una de esas sucursales bancarias que todavía atienden sin cita previa y en la que, en un alarde de generosidad con el cliente, aun te dejan entrar después de las 11 de la mañana. Tiene cuatro puestos de atención personal y tres cajeros automáticos, pero todas las ventanillas menos una están vacías, mientras que en los cajeros hay un verdadero ambientazo de clase práctica bancaria. Cinco minutos de espera en la cola de la única ventanilla atendida bastarán para descubrir que los otros empleados han abandonado sus puestos de combate para acompañar a los clientes a los cajeros. ¡Qué amabilidad!
Entre los acompañados hay una pareja de nonagenarios que pone cara de póker a las explicaciones que, a pie de máquina, les está dando un empleado convertido en maestro de “todo lo que usted debe saber sobre cómo utilizar su tarjeta para dejar darnos la tabarra en ventanilla, que ya no estamos para eso”. Cuando me llega el turno y digo lo que quiero, me instan a que vaya también al cajero y resuelva personalmente. Como le indico que no sé, el señor me ofrece el servicio de explicaciones pertinentes in situ, ante la gran máquina, en lugar de realizar la gestión que necesito.
Seguro que recibe órdenes para que busque siempre la opción de enseñar a la clientela a valerse por sí misma, sin dar la vara, a hacer ingresos en efectivo, pedir justificantes, pagar multas, abonar o devolver recibos y todas esas gestiones que antes permitían un trato personal y humanizaban una relación cliente-entidad que parece quedar fuera de lugar con el imparable avance de las tecnologías. Nos alejan de las ventanillas, los puestos de atención y los despachos coincidiendo con este momento en que el dinero, el mío y el de la inmensa mayoría, no les genera intereses ni beneficios y, además, Una pandemia que aniquila relaciones personales y contactos directos.
Precuela (por si cuela) bancario-sentimental
Mi vinculación al mundo de la banca arranca con la llegada a este mundo. El día que nacíamos (mis hermanos y yo) mi padre nos abría una libreta con un duro (cinco pesetas) en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja. No habíamos salido todavía del hospital y ya quería estimular precozmente nuestra vocación ahorradora. Los de la Caja, que sabían el nombre de todos los clientes, le entregaban un álbum de cromos de trajes e imágenes regionales para que fuésemos llenándolo a golpe de imposición, porque entonces a los ingresos en cuenta muchos les llamaban “imposiciones”, de las que quedaba constancia escrita a mano por aquel bancario al que en mi ciudad algunos confundían con un banquero.
Ese duro de cinco pesetas está en el origen de un interés por la evolución del sector financiero que desde hace años ha ido virando a estupefacción, rabia y desconcierto. Añoro tiempos pasados, tanto que a veces me convierto en el replicante Roy Batty (interpretado por Rutger Hauer) en la película Blade Runner, con su famoso monólogo, pero en vez de hablar de naves en llamas más allá de Orión y de rayos-C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, proclamo:
“He visto cosas que vosotros no creeríais: botones sin bachiller superior que con esfuerzo y años han llegado a directores de sucursal, pueblos enteros haciendo cola en la calle para recoger la botella de cava, la colonia o las servilletas que regalaba la Caja de Ahorros por Navidad; he visto pagar intereses del 16 ciento por un crédito hipotecario; he visto a alguien tan gris como José Luís Olivas convertirse en vicepresidente de Bankia; he visto realizar consejos de administración de la CAM, con señoras incluidas, en la India. He visto trincar con mayor o menor sutileza y también utilizar con desparpajo y sin escrúpulos la tarjeta black, a quienes decían se socialistas, comunistas o sindicalistas”.
Y todos esos recuerdos se pierden en el tiempo como lágrimas en la lluvia, mientras espero a que un empleado que ni sabe cómo me llamo ni le interesa un pimiento saberlo, me enseñe a ingresar en el cajero. Adiós a la banca amiga, a momentos mágicos como la fiesta que cada año, por Reyes, organizaba la Caja de Ahorros, en la que descubrí a Tom y Jerry y a Pixie y Dixie, comí las primeras chocolatinas Milkybar y bebí la primera Coca Cola de mi vida que no era zarzaparrilla. También la primera vez que disfruté del mar fue en una colonia de verano que organizaba en Comarruga aquella Caja de Ahorros, aunque fue otra Caja la que me concedió el crédito para comprarme la Vespa con la que ejercer el periodismo de proximidad, sin avales y a pesar de que mi contrato laboral era temporal y renovable. Cómo olvidar, igualmente, que la época más feliz de la vejez de mis padres transcurrió en una residencia de la obra social de Ibercaja que llevaba el nombre del turolense Padre Piquer, fundador de un esfuerzo asistencial llamado Monte de Piedad, aunque ahora esas palabras no suenen bien
Sería fácil concluir que la Transición tampoco fue modélica en las cajas de ahorros ni en la banca, que las cosas empezaron a torcerse cuando los consejos de administración se llenaron de políticos amortizados que ni siquiera podían aspirar a eurodiputados, de sindicalistas que no le hicieron ascos a ninguna tarjeta ni prebenda, por no hablar de algunas privatizaciones, fusiones, anexiones… Una gran deriva y, en paralelo, un proceso de distanciamiento de la clientela, de desapego, de despersonalización del negocio a cambio del incremento de comisiones y cuotas de mantenimiento de las que no puedes librarte ni contratando toda clase de seguros y alarmas, operando por Internet o manejando tú mismo el volante del cajero automático.