La función social del sindicalismo, hoy

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Desde sus ya lejanos orígenes (siglo XIX), el sindicalismo se ha planteado como objetivo central la lucha por la justica y contra la desigualdad social, tratando de reducir la profunda asimetría que caracteriza la relación individual empresa/trabajador e impulsando, a tal efecto todo tipo de dispositivos colectivos, desde el iuslaboralismo a la negociación de convenios y la convocatoria de huelgas y protestas sociales, en defensa y promoción de los derechos e intereses de los asalariados.

Durante la fase expansiva del capitalismo industrial (siglo XX), la intervención sindical resultará decisiva como protagonista del contrato social keynesiano, actuando tanto sobre la primera distribución de la renta (salarios, condiciones de trabajo, regulación del mercado laboral) a través de la negociación colectiva, como sobre los mecanismos propios de la segunda re-distribución (política fiscal, prestaciones sociales, Estado de Bienestar) mediante su participación institucional y presión social.

Prescriptor social y factor de igualdad

En términos agregados, el balance de la intervención histórica del sindicalismo es claramente positivo, tanto en su función de prescriptor social como en la de factor de igualdad; habiendo contribuido de forma decisiva, en el primer caso, a convertir en derechos consolidados lo que inicialmente se presentaba como utópicas reivindicaciones obreristas (libertad de asociación, negociación y huelga; jornada laboral de 8 horas, vacaciones pagadas, seguridad social universal…) y, en el segundo, a reducir considerablemente la desigualdad social, mediante una distribución más equitativa de los ingresos y una mayor re-distribución por la vía de las políticas fiscales y de bienestar (educación, sanidad, pensiones…), hasta el punto de que los estudios comparados confirman que el poder sindical (afiliación, representatividad y cobertura de la negociación colectiva) es la única variable institucional que se asocia siempre con menos desigualdad, poniendo de manifiesto la correlación positiva entre intervención sindical y cohesión social, tanto a nivel de empresa como entre países y sistemas de relaciones laborales.

Desde finales del siglo pasado y principios del XXI, dicha dinámica se habría ralentizado, amenazando incluso con revertirse como resultado de una serie de cambios estructurales (globalización y crisis del modelo fordista, segmentación del mercado de trabajo, aumento del paro…), institucionales (agotamiento del modelo anterior de concertación social y negociación colectiva) y culturales (tendencias individualistas emergentes de carácter post-materialista y defensa de identidades particulares) que han afectado tanto al escenario como a los actores y a la propia gestión de las relaciones laborales.

Crisis coyunturales y cambios estructurales

La gestión de la crisis financiera (2008-2013) agravó considerablemente dicho proceso mediante las políticas de austeridad y recortes (en salarios, pensiones, cobertura sanitaria, etc.), complementarias a la reforma laboral del PP (prevalencia del poder empresarial y desarticulación de la negociación colectiva) y la ofensiva contra el sindicalismo (marginación contractual y deslegitimación social), con el resultado de una desigualdad creciente tanto en el ámbito laboral (paro, diferencias salariales, precarización…) como civil (pobreza, desahucios, recortes en educación, sanidad, pensiones, dependencia…).

Mientras que aquella crisis se gestionó de forma unilateral por el Gobierno conservador, tanto en su regulación legal como económica y social, la gobernanza de la crisis actual (COVID, inflación) impulsada por el gobierno progresista (2020-2023) representa un auténtico cambio de paradigma, tanto por la metodología utilizada (diálogo social e institucional) como por las estrategias desarrolladas de carácter legal (reforma laboral negociada) y socioeconómico (escudo social, inversión pública, incremento del SMI y de las pensiones, etc.) en las que la capacidad de presión y negociación de los sindicatos ha sido decisiva.

La consolidación de dicho proceso resulta coyunturalmente condicionada por fuertes tensiones inflacionarias que amenazan la reactivación económica y la recuperación social, así como por tendencias estructurales de más largo recorrido (deslocalización, digitalización, uberización…) que están modificando ya, y lo harán aún más en el futuro próximo, tanto las formas de organizar el trabajo y la producción como los agentes e instituciones tradicionalmente encargados de regular las relaciones laborales (sindicatos, negociación colectiva, diálogo social), generando dinámicas de creciente precarización contractual y fragmentación social, erosionando los procesos identitarios de los trabajadores, debilitando sus recursos organizativos y las estrategias de agregación e intervención de los sindicatos.

Defensa y reivindicación de la legitimidad sindical

Siendo, con mucho, el movimiento social organizado más importante del país, el sindicalismo ha sido objeto de recurrentes campañas de acoso y desprestigio (tildado de anacrónico, disfuncional, subvencionado…) por parte de todas las variantes de la derecha política y mediática e, incluso, por un segmento de la izquierda sedicientemente alternativa, a lo que -todo hay que decirlo- habrían contribuido errores propios y prácticas irregulares de algunos dirigentes sindicales (tarjetas black, EREs andaluces…) que habrían ocasionado un importante coste reputacional al conjunto del movimiento que, sin embargo, no alteran su legitimidad (de origen, representatividad y ejercicio) ni el balance globalmente positivo de su intervención.

En el primer caso se trata, como ya hemos dicho, de un movimiento de largo recorrido histórico que, entre la protesta y la propuesta, ha sido decisivo para convertir demandas y reivindicaciones inicialmente utópicas en conquistas sociales.

La segunda fuente de legitimidad del sindicalismo está asociada a su implantación y representatividad, que en nuestro país ha alcanzado, pese a su tardía normalización y débil tradición asociativa, niveles homologables, por lo que se refiere tanto a la afiliación directa (2.800.000, lo que supone el 16,2% de la población asalariada, porcentaje similar al de Alemania), como a su representación electoral (elecciones sindicales en 80.000 empresas, en las que se eligen alrededor de 300.000 delegados que velan diariamente por la defensa de los derechos de casi 10 millones de trabajadores).

En la Comunidad Valenciana, a finales de 2022 habían sido elegidos un total de 30.768 delegados y delegadas sindicales que representarían, aproximadamente a 1.200.000 personas asalariadas (dos tercios del total), correspondiendo el 36,9% de la representación a CC.OO., el 35,4% a UGT y repartiéndose el resto entre organizaciones menores, sectoriales y/o corporativas, lo que demostraría la sólida implantación del sindicalismo de clase y confederal, pese a las dificultades derivadas de nuestro minifundismo empresarial: según el último Directorio Central de Empresas (DIRCE), el 81,8% de las valencianas tienen plantillas inferiores a los 6 trabajadores.

Finalmente, la legitimidad derivada del ejercicio de la acción sindical puede evaluarse tanto por su protagonismo en la negociación colectiva (6.000 convenios que regulan las condiciones laborales de 15 millones de trabajadores, lo que supone una tasa de cobertura superior al 80%, duplicando ampliamente la media de la OCDE) como en la concertación social con gobierno y patronales que ha dado recientemente importantes resultados (salario mínimo, ERTEs, reforma laboral…) de alcance general.

Se trata, con todo, de un movimiento en permanente estado de reconstrucción para abordar los cambios (productivos, tecnológicos, socio-demográficos, culturales…) que se registran en el escenario de su intervención, adaptando sus estructuras y estrategias, promoviendo la convergencia y articulación  entre todos los movimientos que reclaman la dignidad del trabajo y la ciudadanía, al enlazar la lucha en torno a las históricas reivindicaciones obreras (empleo decente y con derechos) con la defensa de las demandas ciudadanas emergentes (vivienda, sanidad, educación, calidad democrática…) en la perspectiva de consolidar un nuevo bloque social de progreso.