Se ha escrito mucho sobre las causas ambientales y el origen de la pandemia del coronavirus. Asuntos como la relación entre salud animal y salud humana, el cambio de determinados espacios naturales para la actividad humana, el uso para alimentación humana de determinadas especies o el cambio de alimentación animal, son aspectos que se relacionan con la visión ambientalista de la pandemia.
Por supuesto, se ha escrito mucho sobre las consecuencias económicas que ha originado y, en un sentido positivo, el resurgir de lo público y de lo colectivo como necesidad humana, el valor de los servicios públicos y de las prácticas solidarias y otras consecuencias también favorables como el teletrabajo o la digitalización. Todas estas cuestiones no son de mi interés entre otras razones porque sigo pensando que, tras esta pandemia, poco o nada habremos aprendido porque seguiremos caminando sobre los mismos zapatos. Lo que sí me resulta interesante es la respuesta político institucional que se ha adoptado en estos dos años y su posible extrapolación a la crisis ecológica.
Esta pandemia tuvo, teorías conspiranoicas al margen, un solo origen y muchas circunstancias coadyuvantes esto es, la existencia de un virus residente en algún animal repositorio trasmitido a humanos. Esta trasmisión por las características de infectividad y contagiosidad del virus se desplazó a otros seres humanos, produjo mutaciones en personas con sistemas inmunes débiles y avanzó irremediablemente, desplazándose desde lo local hasta lo global, hasta ahora.
Obviamente ese proceso se produjo en un contexto social determinado que es, en esencia, lo importante de la pandemia. Si ese contagio (como seguro ha sucedido en otros momentos) se hubiera producido en un planeta con menos población, con menores desplazamientos, con interconexiones más lentas, con menores intercambios de bienes y servicios, sistemas de control preventivo más efectivos, verdadera universalización de la asistencia sanitaria, etc. esta enfermedad no se habría convertido en una pandemia. Se habrían atendido las alertas que se lanzaron sobre esta posibilidad, la persona contagiada habría sufrido sus consecuencias en solitario o habría sido atendida con lo que habría contagiado a muy pocas personas, limitándose ahí el impacto de la enfermedad y un largo etcétera de otras circunstancias. Las ucronías posibles si se hubieran hecho otras cosas son tantas que poco merece la pena detenerse en ellas.
Pero el caso es que vivimos en un planeta de casi ocho mil millones de personas y creciendo (https://www.worldometers.info/es/), con relaciones aceleradas pese a las conexiones virtuales que, por cierto, en lugar de reducir los desplazamientos, los incrementan; un aumento del consumo de bienes, alimentos, energía per cápita, a pesar del crecimiento de la tecnología que también, paradójicamente, en lugar de reducirlo lo incrementa; un sistema de intercambio de bienes creciente y una conciencia empresarial sostenida sobre maximización del beneficio que reduce, en una relación inversamente proporcional, los controles que se ejercen sobre estos proceso productivos.
En este contexto “realmente existente” la primera conclusión tiene que ver con la fragilidad de un sistema complejo (definamos este concepto como lo definamos) que evidencia precisamente la relación, en este caso directamente proporcional, entre el aumento de la complejidad con el incremento de su fragilidad. Todo sistema complejo que, además, está sometido a eventos improbables pero posibles puede generar rápidamente el caos. Estos sistemas tales como las rutas marítimas de comercio (Ever Given mediante), las redes de distribución eléctrica, el entramado de calles y avenidas de una ciudad, el control del transporte aéreo, los sistemas de seguridad pública o de salud, y oros muchos tienen riesgos intrínsecos de fallos. El tamaño y complejidad de estos sistemas muchas veces hace que las pequeñas fallas se vuelvan parte de su funcionamiento, hasta que se da una combinación de pequeños eventos que provocan consecuencias graves.
Todo lo anterior es ámbito de discusión científica con lo que lo explicarían mejor los epidemiólogos y matemáticos pero, lo que me resulta interesante por si se puede extraer alguna lección, surge de extrapolar las respuestas institucionales adoptadas durante la pandemia a una más que previsible (si no presente ya) crisis ecológica. Da para otro artículo hablar de la relación entre la esfera de la ciencia y la esfera política cuya dinámica es, de por sí por sus lógicas internas, todo un asunto y que se reproduce en ambas crisis, reclamándose mutuamente bien medidas técnicas bien medidas políticas en un diálogo que se parece bastante al juego del “teléfono escacharrado”.
Sin duda existen diferencias sustanciales entre ambos escenarios, pero la primera que hay que constatar es que la causa de la crisis ecológica no parece que sea una única. En esta no hay un único factor salvo que establezcamos que el factor es la misma presencia de los seres humanos, lo que nos llevaría por otros derroteros.
La dispersión de gases de efecto invernadero, la pérdida de suelo productivo o su sobreexplotación, la extracción de materias primas, el crecimiento de animales para alimentación humana, son piezas de un sistema de creciente complejidad cuyos errores parciales pueden, por separado e individualmente, provocan el fallo sistémico global.
Es decir, las causas de la crisis ecológica son múltiples y no tienen un carácter mecánicas. Por decirlo así, no hay una relación incrementalista de causas-efectos con consecuencias previsibles o calculables, sino múltiples causas con consecuencias imprevisibles e indeterminables tanto en plazos como en magnitud. En este escenario las medidas político-institucionales deberán ser mucho más complicadas de adoptar comparando ambas situaciones. La reacción social a las medidas restrictivas adoptadas para controlar la pandemia son un buen ejemplo de cómo podría reaccionar la población ante restricciones más severas en duración y amplitud. A medida que la pandemia ha alargado su presencia entre nosotros, las restricciones se han tenido que atenuar ante los efectos económicos que estaban provocando lo que, sin embargo, no está evitando el aumento de protestas y actitudes contrarias a ellas. En este caso vislumbrar el abismo no ha servido, como algunos sostienen que podría pasar en una crisis ecológica, una reacción de conciencia salvadora.
En ambos escenarios, como no puede ser de otra forma, actúan para aceptar o rechazar tales restricciones, las creencias, los conocimientos, la percepción, los prejuicios, la comunicación, la ideología, incluso los deseos y las esperanzas de cada una de las personas, complicando aún más la gestión político institucional de ambos escenarios. Y esto a pesar de que la pandemia tiene un horizonte de solución diferente a una más que probable crisis ecológica. Para aquella, a pesar de su brutal e imprevisible surgimiento y desarrollo, se planteaba un horizonte de solución más o menos corto que pasa por aplicar medidas profilácticas y por disponer de una vacuna por lo que, aun pensando en que pudiese alargarse y que se quedase como una enfermedad crónica de vacunación anual, las restricciones eran posibles y provisionales. En una crisis ecológica ese horizonte no es tan inmediato ni posible y en el que, incluso adoptando medidas mitigadoras y restricciones inmediatamente, sus efectos se notarán a largo plazo.
Es decir, el hecho de que las medidas sean concretas y posibles así como sus efectos inmediatos juega a favor de aceptar las restricciones asociadas. En una crisis ecológica, sea cual sea su desarrollo, más próximo al colapso abrupto o más próximo a un descenso lento, habrán de establecerse restricciones de mayor duración, más amplias y sobre todo, en un entorno de incertidumbre sobre su devenir y su inconcreción. Imponerlas coercitivamente o mediante el consenso dependerá de tantos factores que resulta casi imposible tener un mapa mental completo. Lo que parece claro es que la evolución de las instituciones y la política, del modelo de democracia y qué tipo de relaciones sociales se establecerán va a depender de esa evolución.
Estamos habituados a restricciones de tipo administrativo, jurídico o por simple acuerdo social pero la aceleración de la crisis ecológica y su dureza actúa contra la aceptación de las medidas que se tengan que adoptar puesto que aquellas se han ido instaurando de manera progresiva a lo largo de décadas mientras que las que se tengan que adoptar son más inciertas e inmediatas. Cuanto más se tarde en adoptarlas más duras serán y menor será el consenso para asumirlas por sus impactos en la forma de vida a la que estamos habituados lo que nos lleva a una reflexión en torno a las estructuras institucionales que serán necesarias para acordarlas y, eventualmente, imponerlas.
En este artículo no se pueden agotar todos los argumentos en torno a esta cuestión, que relaciona crisis ecológica, transformación social y medidas restrictivas necesarias para atender crisis. pero sin duda este es un campo de preocupación al que cualquier organización que se reclame ecosocialista deberá estar atenta.
- Alfonso Puncel es subsecretario de la Conselleria de Agricultura, Desarrollo Rural, Emergéncia Climática y Transición Ecológica.