Límites
Los humanos nos hemos olvidado de un concepto fundamental para nuestras humildes vidas: Los límites. Y hemos creído que lo ilimitado es sinónimo de progreso. Hasta el infinito y más allá, y cosas así. Somos insaciables e imaginamos que el mundo está a nuestros pies. Eso supone que nuestra codicia, nuestro egoísmo y nuestra estupidez, también son ilimitadas. Un festín de ilimitaciones que incluso nos hace pensar, imagínense, que la libertad es la ausencia de límites.
Perdonen mi atrevimiento, pero yo lo veo al revés. No existe libertad si no hay límites. Y la calidad de los límites repercute de inmediato en la mejoría de la convivencia. Ese concepto abstracto de la libertad flotando en el líquido amniótico nos llevará a la autodestrucción, aunque suene apocalíptico.
Descubrimos algo, lo que sea, y nos lanzamos sin paracaídas al abuso propiciando efectos secundarios que acaban siendo no solo primarios, sino determinantes. Vemos un ganadero que se gana la vida cuidando treinta vacas y nuestra cabeza empieza a multiplicar. ¡Qué negocio! Haremos una granja con veinte mil, será la bomba. Y lo es, porque lo destroza todo mientras en la mente miope del inversor resuena la fantasía de los euros. Lo poco gusta, lo mucho mata, diría en nuevo refrán.
Un turista es interesante, miles son la destrucción. Un hotel en la playa, qué buena idea, si hacemos centenares, ya no hay playa. Un residuo se gestiona, toneladas nos acorralan. Un coche puede salvar vidas, millones nos matan. Un crucero, qué romántico, con 5000 personas a bordo, se ahoga la ciudad. Un puerto es necesario para la sociedad pero, multiplicado por la avaricia, es una catástrofe. Un plato de arroz, exquisito, veinte, indigestión garantizada. Comprar es necesario, despilfarrar es delito. Todo mientras los más vulnerables no saben ni siquiera lo que es un plato de arroz.
Así se multiplican los excesos, los abusos, las codicias, asentadas sobre la base de las carencias colectivas. Cualquier límite nos parece represión y lo confundimos con penuria. Creemos respirar el aire inocente del bienestar, pero estamos asentados en el territorio de los excesos, y con las fronteras vigiladas. Los límites son para ellos, la tercera y última persona del plural de cualquier verbo, elijan el verbo que quieran.
Es cuando me dicen, el sistema es así, no puedes parar de pedalear porque te caes. Es mejor que compres más de lo que necesitas porque de lo contrario, habrá más paro. Me ofrecen tres camisas por el precio de dos cuando solo quería comprar una. ¡Vaya triquiñuela disfrazada de oferta!
Paremos de pedalear y, sin caernos, bajémonos de la bici, o nos estrellaremos. Reconsideremos los objetivos. Podemos acotar nuestros movimientos, dar la mano al que viene detrás, pensar en colectivo. Dejemos lo ilimitado para la investigación, para el conocimiento, para los afectos, y definamos bien los límites.
Te quiero infinito, abuelo, me dice el pequeñajo. Y me derrito. En ese infinito sí creo.
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